La inocencia perdida: ‘Había una fiesta’ que salió mal

La escritora Marina L. Ruidoms.

La escritora Marina L. Ruidoms.

El verano no es siempre el oasis imaginado, a veces acoge en su estómago un invierno que paraliza el alma aunque la carne rezume sudor. ‘Había una fiesta’, de Marina L. Riudoms, nos habla de uno de esos veranos en que las heridas son tan útiles como lo son las cicatrices para quienes quieren olvidar un dolor con el que no contaban. Una fiesta que sale mal, protagonizada por cuatro jóvenes, hijas de la falsa libertad que sigue escupiendo sin pudor y sin piedad sobre la cara de las mujeres del mundo. Y tres temas eternos: la inocencia perdida, el abuso sobre las mujeres y el paso a la madurez.

Había una fiesta es una herida útil, una abrupta abertura por la que todas la manos y todas la memorias más tarde o más temprano han de pasar. Es una novela distinta, extrema, sin esas concesiones que de hacerlas arruinarían el espectáculo narrativo y emocional que supone esta historia. Había una fiesta nos habla de uno de esos veranos en el que las heridas son tan útiles como lo son las cicatrices para quienes quieren olvidar a toda costa un dolor con el que no contaban.

Sus protagonistas son valientes, deslenguadas y resplandecen como una especie que sin saberlo ha venido a enriquecer el ecosistema literario; son una versión ultramoderna de la Cécile ideada por Françoise Sagan para escandalizar a un país entero. Ellas no viajan en descapotable, ni beben champagne mientras el viento recorre esa parte de su biografía que no ha conseguido devorar la noche. Ellas son hijas de la globalización estética y emocional que regenta el universo, ese inframundo que está resultando ser el siglo XXI. Su manera de estar vivas posee ese cuerpo que daña, pero también salva. Son hijas de la falsa libertad que sigue escupiendo sin pudor y sin piedad sobre la cara de las mujeres del mundo y que les deja sepultadas bajo un epitafio que ninguna esperaba.

«Daba igual que vistieran sudaderas moradas o batas blancas, se movieran en coches que derrapan o en camillas que se llevaban a su amiga; los hombres decidían».

Había una fiesta es un huracán audiovisual. Es un laberinto de paredes luminosas lleno de escenas que harían inmensamente feliz a Sophia Coppola o al mismísimo Bigas Luna. Las palabras y los silencios que la forman tienen el aliento de una literatura marcada por el inconformismo y la verdad. Y demuestra que el verano es un hombre injusto que ilumina las ciudades, las playas y los sueños para después acorralarnos contra un muro de oscuridad incomprensible.

La voz de Marina L. Riudoms deja marcas, pero al mismo tiempo libera de estigmas, porque nombra el terror y la alegría, los vicios y las virtudes. El horror y la lucha. Su literatura es una casa ultramoderna de cristales limpísimos que absorben las huellas de las emociones más incómodas:

«El futuro te mata así: por exceso de imaginación, o por agotamiento».

Había una fiesta es contradecir la estudiada perfección visual de Fitzgerald, y dejar que Djuna Barnes recupere el control de ese bosque lleno de dudas y heridas que supone estar vivo desde la sencillez más absoluta.

Esta joven autora deja K.O. a Morfeo y restaña la manera de soñar sobre la aséptica explanada del parking de un hospital. Soñar es otra cosa después de leer esta novela, en la que la neutralidad emocional queda sepultada bajo el polvo de los coches que derrapan y bajo las huellas de toda una generación.

Había una fiesta es extrapolar el abuso, tumbarlo sobre una mesa metálica y hurgar en sus órganos vitales. Es un escáner minucioso de la sociedad. Una desintometría de colores fluorescente que deslumbra mientras ocurre:

«Resulta inquietante el modo en que se asimila algo molesto como normal mediante su insistencia».

«Nadie puede recordar las cosas de un modo exacto, es parte de la belleza de la imperfección humana».

Es el exterminio total de Peter Pan. Es ahondar en lo que destruye la Literatura, es la quietud a la que aboca el aprendizaje traumático. Es caminar sin rumbo sobre el asfalto caliente cuando se tiene la boca seca y el agua es el mal endémico que tanto apetece, pero que sabemos que corrompe la supervivencia. Es esconder la culpa hasta que te lacere la carne sin que seas tú quien ha de esconderla. Es acatar la desolación sin dejar de lado la humanidad que conlleva. Es seguir viviendo sin saber que mientras lo haces alguien está muriendo. Es un paseo por el lado salvaje de la vida sin usar pantalones de cuero y sin provocar destrozos sustanciales en los hoteles de lujo. Es la dificultad que entraña narrar la muerte cuando se está llena de vida. Es, en definitiva, el sublime experimento emocional que le hacía falta a la narrativa española. Sus frases son pequeños monumentos a la lucidez, pequeñas estatuas que las próximas generaciones van a venerar:

«Se lo repitió una vez más: atacó para rescatarse.

Lo repito ahora: ataqué para rescatarme».

«Te diré algo, no vamos a vivir con mierda extra en los bolsillos».

«Sus movimientos tenían la mecánica desgarbada que solo puede percibirse en el sexo cuando no se participa en él».

Había una fiesta es una historia de metamorfosis individuales que hiela la sangre y que nos señala con la solidez con que solo puede señalar el desastre colectivo y permisivo de todo un planeta. Es un concretísimo ranking de emociones que se vuelve viral mientras pisa nuestra memoria. Es un espejo de poesía y furia, y contiene una estética que noquea porque sus protagonistas son esa herida que todos hemos acariciado alguna vez sobre nuestro cuerpo o el de alguien querido.

Había una fiesta es una novela que impacta sobre el futuro del mundo como impacta un meteorito que se escapa al control de la física.

No dejen de leerla, porque es un viaje inolvidable hacia la edad madura sin renunciar a los detalles que hacen de la juventud ese paraíso y ese purgatorio en el que todos hemos sido mártires y dioses a merced de la maldad ajena.

‘Había una fiesta’. Marina L. Riudoms. Caballo de Troya. 167 páginas.

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