El instante perfecto de las flores y frutos de Pilar Pequeño, en el Botánico
‘Tránsitos. El agua, la luz y las plantas en la obra de Pilar Pequeño’ es el título de la retrospectiva que el Real Jardín Botánico dedica a la fotógrafa madrileña a través de sus series más representativas: Plantas, Invernaderos, Hojas y Sumergidas. Recorremos con ella la muestra, mientras nos habla de pétalos y burbujas, de la luz y de la historia que encierra la vida de una flor. La paciente espera del instante perfecto impregna sus fotografías. En ellas, flores y frutos viven para siempre en una exacta quietud, que ahora comparten con el agitado y precioso devenir primaveral del Botánico.
En un día de sol, un jardín puede sonreír. Lo hace el Botánico en esta mañana, demasiado ardiente para ser de primavera. En los parterres sonríen las rosas, las peonías y los lirios a la sombra de castaños y acacias, y bajo la grandiosa palmera sonríen los nenúfares flotando en su estanque frente al pabellón Villanueva, entre cuyas columnas cuelgan, impresos en grandes lonas, los hermosos bodegones con jaras, ricinos, ciruelas, madroños, alcachofas o membrillos de la fotógrafa Pilar Pequeño, que viene atravesando con pasos breves y rápidos el camino y que, al llegar, como hace hoy el jardín, también sonríe.
Antes de abrazar para siempre la fotografía, Pilar Pequeño dibujaba. Se ve en la minuciosidad pictórica que caracteriza sus composiciones: una paciente búsqueda de cada contorno y cada pliegue, cada línea que delimita el cuerpo irrepetible y efímero de una fruta, una hoja, una flor. Se ve en estas granadas abiertas que dejan caer algunos granos encendidos a un plato de peltre, a la vez tan reales e irreales que alargando la mano podrías coger alguno con dos dedos y llevártelo hasta la boca. “Le pedí a un vendedor en un mercadillo si podía ir yo misma a escoger de sus árboles las que estaban picadas por los pájaros o habían quedado abiertas en el suelo, no quería las granadas perfectas que tenía en los mostradores”, cuenta la fotógrafa. Y luego se detiene frente al bodegón de las alcachofas, tan tersas que parecen recién cortadas, y señala el aura invisible que las barniza: “Yo lo que quería era sacar este rayo de luz”.
La luz y el agua son una presencia constante en la obra de Pilar Pequeño, como muestra esta retrospectiva que le dedica el Real Jardín Botánico de Madrid a través de sus series más representativas. “Me hace mucha ilusión porque, aunque había participado en colectivas del Botánico, es la primera vez que expongo aquí sola, y quería que la muestra hablara de mi evolución”.
Aquí, en el pabellón Villanueva, están las primeras fotografías en blanco y negro que inauguraron la serie Plantas antes del color: ramas de nardos o umbelas sobre platos desportillados. “Son las más antiguas, bodegones del año 83 hechas por mí en el laboratorio; empecé a sacarlas en pequeño y luego fui ampliando, las grandes me las hacía Castro Prieto. Luego me pasé al color y no he vuelto al blanco y negro, porque me deshice de mis útiles de revelado. Cuando trabajaba en analógico, nunca hice color, porque siempre tenías que depender del laboratorio y yo lo que quiero es interpretar el negativo; hasta que no he podido hacerlo no me he metido con el color. Son dos mundos diferentes: el color tiene los matices, las transparencias; el blanco y negro es más la forma, las sombras, la síntesis”.
Esa síntesis de luz y sombra tiñe de misterio las abstracciones de su serie Invernadero (1982-1990), donde flores y hojas se adivinan casi veladas por los plásticos, desdibujadas y envueltas en un vaho luminoso como extraños seres que respiran. “Estas fotografías son el origen, las primeras que expuse con el colectivo de Lleida, y la gente se quedaba atónita”, dice la fotógrafa. “Fui al pueblo de Pepe, mi marido, en las Alpujarras; allí había muchos invernaderos que entonces eran de plástico transparente, yo me levantaba muy temprano para captar el vapor de la noche o el rocío de la mañana, y los caminos de los caracoles”. Así se titula una de las instantáneas de la serie donde, como una metáfora del tiempo, se dibujan sobre la humedad del plástico los rastros del lento recorrido de los caracoles.
Se diría que desde entonces Pilar Pequeño ha tratado de capturar el alma misteriosa de las plantas. En sus obras, las plantas y las flores adquieren la misma gravedad solemne de algunos retratos, como si antes de cada instantánea le hubiesen revelado a ella su pequeña historia. “Amo las plantas, por eso empecé a fotografiarlas. Mira qué brillos tiene la amapola recién cogida, es una flor que enseguida muere. Esto son crocus, que nacen al borde de los arroyos; esta, un malvavisco marino que está en extinción y se criaba en una mata cerca de mi casa en Polop antes de que la arrancaran las excavadoras, y esta es un agapanto de mi jardín. Me fijo en la transparencia de los pétalos, en ese trocito amarillo del centro de la flor; en el movimiento de la hoja de esta camelia, que la he puesto junto al iris porque también se mueve por una corriente de aire”.
En sus fotografías todas viven para siempre en una exacta quietud, y en algunas la luz parece brotar de sus hojas o sus pétalos, como en los crocus, como en los claveles o el crisantemo, dormidos en vasos de agua que derraman unos reflejos transparentes sobre la textura del paño en el que reposan. “Busco recipientes de vidrio soplado, que casi desaparece y me deja concentrarme en la sombra, y también telas que me gustan; esta, por ejemplo, es un pañuelo antiguo de mi padre; tiene los pliegues de estar doblado”.
En 1993, Pilar Pequeño comenzó a fotografiar las plantas en su estudio, creando composiciones donde los hilos de una escenografía casi pictórica están en realidad manejados por las manos del tiempo, ya que trabaja siempre con luz natural. “La influencia de Zurbarán es muy fuerte en todo lo que hago; me interesaba mucho cómo plasmaban los pintores del Barroco las flores, el agua, y preparo la escena lumínica igual que hacían ellos, luego voy disparando y todo se modifica cuando se mueve la luz, y entonces cambia toda la escena. A veces pasan dos días hasta que encuentro lo que quiero: no es el instante decisivo, sino el instante que has creado tú”. Esa paciente espera del instante perfecto impregna las fotografías de la serie Sumergidas, que abre la exposición, en las que casi desaparecen el fondo y las flores, y las plantas bucean en el agua provocando burbujas, o flotan en la superficie nítida como si atravesaran la lámina de un espejo. “Las burbujas son caprichosas, a veces salen grandes y otras pequeñas; yo me pongo un trapo negro por la cabeza para no crear reflejos”.
En cierta forma, esta retrospectiva del Botánico resume la búsqueda en la que Pilar Pequeño lleva inmersa toda una vida, desde que empezó a entender ese lenguaje sutil con el que nos habla lo insignificante. “Estas fotos de aquí son de los inicios, cuando estaba trabajando en el ministerio de Hacienda y a mediodía, en vez de comer, me venía al Retiro con la cámara y sacaba estas hojas en los charcos. Ahora me cuesta más pasear cargada con las cámaras; cuando veo un paisaje que me gusta, busco la manera de llegar lo más cerca que puedo con el coche para poner el trípode”. Pero se mueve con ligereza entre las flores y el agua de sus fotografías, como si aún le quedara mucho por aprender. “Mira esta cala, parece un beso. Esta de la rosa marchita es de mis favoritas, porque se ve la piel de la flor, tiene personalidad; y esta la titulé Jarrón con flores rojas, pero tenía que haber puesto como lo llama la gente: pendientes de la reina. Lo voy a cambiar”.
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