La invasión de los bolardos, ‘micromonumentos’ de un fracaso

Bolardos en Barcelona.

Sí, son ellos. Los que mejor representan el fracaso de la convivencia pacífica entre seres peatones y seres rodantes en nuestras ciudades. Y una reflexión: Si sobre todo los bolardos están plantados a gogó para que el tráfico respete a la gente que camina, ¿por qué han de invadir el espacio, ya de por sí escueto, reservado al caminante, atacando rodillas y espinillas e incluso provocando caídas?

Hace ya algunos años, cuando desde nuestro estudio colaborábamos con la empresa Tecnología & Diseño Cabanes, en un momento dado, su gerente nos convocó a una reunión para encargarnos un nuevo diseño de mobiliario urbano, adelantándonos únicamente que se trataría seguramente del más complicado de diseñar dentro de las tipologías de elementos para el espacio público.

Inmediatamente, mi hermano y yo comenzamos a elucubrar sobre cuál podría ser dicho elemento: ¿Se trataría de un banco –me refiero a un banco bien diseñado, no solo dibujado– donde confluyen, teniendo al sedente como centro del proyecto, factores como la antropometría, la ergonomía y la proxémica? ¿O tal vez de un kiosco de prensa o un punto de información turística concebidos estos como verdaderas microarquitecturas? ¿O podría tratarse de una marquesina para autobuses que no precisase ser cimentada y que pudiese instalarse y desinstalarse en un par de horas?

Pues bien, finalmente la duda quedó aclarada: se nos pedía que diseñásemos simple y llanamente un bolardo; obviamente, nuestra primera reacción fue de extrañeza; un bolardo, pilona, delimitador, pilotillo, pivote o como lo queramos llamar no entrañaba mayores complejidades proyectuales más allá de las derivadas de su propia fabricación o, si acaso, las de definir un sencillo, a la vez que eficiente, sistema de anclaje al pavimento.

Nuestro cliente volvió a sacarnos de nuestra extrañeza; la complejidad de un bolardo a la hora de diseñarlo residía, paradójicamente, en su componente inmaterial o incluso podríamos decir que psicológico. ¿Por qué? Porque se trata de algo que no le gusta a nadie. Ni a los conductores, ya que les suele incomodar a la hora de aparcar, pues su ubicación o invisibilidad complica la apertura de las puertas o incluso provoca el roce con la parte inferior de las mismas; ni a los peatones, porque en ocasiones entorpece el tránsito por aceras estrechas, y muchas veces, al menor despiste, propician tropezar con ellos o incluso provocan caídas. Está claro; todo el mundo agradece la instalación en sus calles y plazas de bancos, papeleras o farolas, pero difícilmente de bolardos.

De hecho, la idea que del bolardo se tiene en el imaginario colectivo y que suele salir a colación en cualquier conversación que lo mencione es la de una hipotética clasificación del mismo basada en un enfoque anatómico según sea la parte del cuerpo dañada por aquel, desde la puntera del pie, la espinilla, la rodilla…; podríamos seguir ascendiendo hasta llegar a los magníficos pivotes parisinos rematados en una bola blanca que, de manera contradictoria, con su elevada altura resultan menos lesivos para el caminante que tropieza con ellos, ya que el encontronazo se concentra por encima de la cintura e incluso impide la caída.

Bolardos ‘Haiku’.

Como curiosidad, comentar que, a partir de tales consideraciones, decidimos que para diseñar un objeto así –si no odiado, sí al menos menospreciado por la inmensa mayoría de los ciudadanos–, por primera y única vez en nuestra trayectoria haríamos que prevaleciese el componente formal, e incluso estético, por encima del estrictamente funcional. Dicho de otra manera, nuestro planteamiento fue que, si teníamos que crear un elemento con el que la gente tropezaría o le arañaría la puerta del coche, al menos que ese elemento fuese bello. Así nació nuestro bolardo Haiku.

Abandonando ahora el ámbito de la etérea y abstracta creatividad y volviendo a la dura realidad –nunca mejor dicho– de la vivencia cotidiana en nuestras ciudades, comprobamos cómo el bolardo no deja de ser un ente donde se materializa el límite entre dos territorios, el de la calzada y el de la acera –tradicionalmente reservados respectivamente al conductor y al viandante–, aunque esta última se haya visto invadida de un tiempo a esta parte por multitud de entes rodantes de la más variada tipología (patinadores, skaters, ciclistas, usuarios de segways, patinetes y similares…). De esta forma, el bolardo se nos presenta como el elemento que visibiliza una frontera que, como en muchas ocasiones sucede, refleja un conflicto latente entre intereses encontrados.

Así, el bolardo, el elemento urbano que, con mayor periodicidad espacial y menos distanciamiento se instala –incluso por encima del de las farolas– adquiere una cualidad cuasi simbólica al erigirse en un micromonumento cuya misión no sería la de conmemorar o rendir homenaje –si acaso, haciendo un chiste fácil, al Peatón Caído–, sino precisamente todo lo contrario: la de mostrarnos, de forma reiterada y lacerante, para nuestra propia vergüenza, la manifestación sonrojante del conflicto no resuelto entre conductores y viandantes.

Pero también es cierto que como en la mayoría de los conflictos, suele haber una parte agresora y otra agredida, y el caso que nos ocupa no podría ser menos. Debemos darnos cuenta que los bolardos no dejan de ser a su vez elementos defensivos, disuasorios y coercitivos que restringen y limitan una libertad, pero, ojo, la del fuerte frente al débil, la del conductor frente al caminante.

Y resulta contradictorio que cuando la función del bolardo es disuadir al automovilista de que invada la acera o cualquier otro espacio peatonal, y por lo tanto de cometer una acción incívica, este elemento invada parte de dichas áreas, limitando y entorpeciendo el tránsito no sólo de personas a pie, sino de personas con discapacidad en sillas de ruedas, personas con visibilidad reducida, carritos de bebés o de la compra, por poner sólo algunos ejemplos.

Por este motivo, con un planteamiento radicalmente disruptivo –y he de reconocerlo, bastante provocador– y teniendo en cuenta los avances preconizados para los llamados automóviles inteligentes, en concreto para el momento crítico que para muchos conductores supone el acto de aparcar, tal vez sería factible definir unos bolardos situados sobre la calzada, o al menos fijados a la cara vertical del bordillo, de tal manera que no se restase ni un milímetro a la zona de tránsito de la acera que es, por cierto –no sé si se han dado cuenta–, la que también acoge el resto de elementos de equipamiento público destinados al servicio del automóvil (semáforos, señales de tráfico, paneles indicativos, etc…).

Personalmente, quiero creer que el bolardo se trate de un elemento en vías de extinción, al menos en las pequeñas ciudades y los pueblos, donde la presión circulatoria e invasiva de vehículos no es extrema, o en aquellas urbes donde la concienciación, la educación vial y el respeto ciudadano hayan dado sus frutos, o donde el tráfico inclusivo, sin elementos normativos como señales, semáforos o pasos de cebra, ni barreras físicas como bordillos o bolardos, propicien la coexistencia pacífica entre cualquier habitante del ecosistema urbano, ya sea peatón o rodante.

Porque, en definitiva, y aquí es donde posiblemente resida la clave de este conflicto, la existencia de bolardos, pilonas, delimitadores, pilotillos, pivotes o como queramos llamarlos, no es sino la materialización concreta de un problema no resuelto que nace de la no asunción por parte de todos –especialmente de los automovilistas– de que todos somos, antes que nada y por encima de todo, y según la definición platónica, «un animal que camina sobre dos patas y no tiene plumas», hasta que llegue, claro, algún avieso y cínico conductor que, encarnando a Diógenes, se presente blandiendo un gallo desplumado y exclame: “¡He aquí el hombre de Platón!”.

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