La isla del viento y las mujeres-pájaro

El GoOn entre dos minotauros en el puerto de Heraklion.

El GoOn entre dos minotauros en el puerto de Heraklion.

El GoOn entre dos minotauros en el puerto de Heraklion.

El GoOn entre dos minotauros en el puerto de Heraklion.

Cuarta crónica de diosas y vientos por el Mediterráneo, costeando Creta, al reencuentro con nuestras ancestras. Las aguas recogen la fuerza de vientos pretéritos y nos zarandean bajo un cielo silencioso. En el interior del velero todo está arranchado (los cajones, los libros, las ollas, las botellas de agua…), en cubierta mantenemos el equilibrio con manos y pies. El agua parece querer hervir, el cielo calla; a esta contradicción de olas sin viento lo llaman ‘mar vieja’. Sabemos que nuestro velero, el GoOn, buscará hoy un refugio en la orilla como un niño el pecho de una nodriza sin leche. Será una navegación incómoda, forma parte del juego, unos días abrazamos espera y silencios, otros, bufidos y envites, siempre con respeto y entrega. Navegar es una acción-amante.

La mar vieja nos obliga a ser puro cuerpo en busca de equilibrio. Ay, pero yo… llevo dentro un mar de fondo. Soy un doble tirabuzón. Mi memoria trae a la luz instantes como remolinos: los días de calma en Heraklion y sus inmediaciones; los delfines del palacio de Knossos en buena compañía; la vigilante que imponía silencio en el museo arqueológico de Heraklion … El sueño que galopa aún tras mis pestañas quiere trazar sus propias espirales; le avento para que se funda con la espuma de las olas.

Obedezco al capitán y tomo el timón. En algún lugar leí que en Polinesia, antes de que aparecieran las tecnologías, los navegantes se hacían a la mar de noche guiándose por el movimiento de las olas en sus cuerpos: bailaban a ciegas con el viento y el agua. Cierro los ojos con el deseo de burlar las indicaciones del radar. Hoy es fácil orientarse: vamos hacia el este y a estas horas el sol traza una estela en el horizonte en esa dirección; las olas que dan en la amura  llegan del nordeste, sorteo sus picos, ellas marcan los giros del timón. Atiendo a la fuerza con la que el suave viento infla las velas para afinar los grados…

-“¡Hey!”, silba el capitán.

Apenas son las seis de la mañana, decido no andar con explicaciones y exclamo:

– “¡Déjame jugar un poco!”.

He debido de resultar convincente porque confía. Yo no. Ahora me toca llegar a acuerdos con el sueño, la memoria, mis sentidos y el mar. ¿Y si abriera los ojos?

El cielo sigue callado. Me siento acompañada. Desde que salí del museo arqueológico van conmigo las mujeres-pájaro-serpiente-abeja, las hembras-mariposa que se elevan de la luna formada por los cuernos de los toros. Sé que tengo una conversación pendiente con ellas, nuestras ancestras; por el momento, paseamos juntas. Cuando me las encontré, diminutas, firmes tras las vitrinas, confirmé que el agua nos enlazaba. Hace 7.000 años situábamos el misterio de la vida en los océanos, ríos, la lluvia y el rocío. Aquellas entidades sobrenaturales palpitan en nuestros mitos, arquetipos, santorales y milagros. Dionisos viene del lugar en el que ahora vivo, del mar, Atenea y Afrodita también. Nuestra intuición ancestral y nuestra ciencia actual tienen muchos puntos en común: enlazan el agua y la vida. Abiogénesis.

Cuando exclamamos que hay que volver a la tierra, que necesitamos recuperar nuestra conexión con el mundo, quizás debiéramos decir “volvamos al agua”, a esa sopa primitiva, prebiótica y primordial. Cuentan en el entorno de la arqueología que antes de adorar a la madre-tierra veneramos a la madre-agua. Miles de años después yo también honro este elemento, de forma laica y fascinada. Durante unos meses al año miro el cielo como nunca lo hago cuando estoy en tierra, hablo con él, le observo, me entrego, y ahora… tres semanas costeando Creta permiten entender mejor por qué las religiones han imaginado ángeles, por qué alzamos los brazos al cielo, de dónde vienen las sirenas, a qué niño amamantan las vírgenes de nuestro santoral, por qué las brujas vuelan y cómo hemos logrado retorcer al Minotauro para convertirle en el punto de encuentro de bestias que olvidan ser hombres.

Abro los ojos, cotejo la ruta en el radar. No me he desviado. A pesar del acierto regreso al lado dorado de los párpados con precaución: lo que espera ser soñado insiste en hacer acto de presencia. Me centro en mi objetivo: llevar el rumbo de esta nave a ciegas, ampliar la percepción, experimentar durante unos minutos la forma de estar en el mundo de Babi, el único pescador que nos hemos encontrado en su barquita en nuestro recorrido.

Había regresado para vaciar las redes a su pequeña boya en Nissos Día un área protegida en la que anida el halcón Eleanor, a 6 millas al norte de Heraklion. Esta isla seca con forma de lagarto tiene algunas bahías protegidas del viento, como aquella, la de Agios Giorgios. En un rincón se deshacían las ruinas de un restaurante que en las guías aparece como si estuviera funcionando. Las mujeres que anidan en mi corazón miraban al cielo en busca de halcones, sin verlos. No supe, hasta que me fui, que en 1974 Cousteau descubrió en sus aguas unas murallas ciclópeas de más de 3.000 años de antigüedad. Tampoco sabíamos que ese punto al que nos habíamos amarrado pertenecía a Babi. En días de viento una boya es un bien preciadísimo y habíamos tomado la delantera a los charters, que ocupan su puesto cuando él no está. El pescador vino a exigirnos que nos fuéramos. El capitán le hizo una propuesta:

– “Viene mal tiempo. Si nos cuidas, te cuido. Nos vamos a quedar dos días más. Custodiaré tu barca”.

Minutos después los dos desenmallaban el pescado abarloados al GoOn.

Babi, hijo de pescadores, fue ingeniero durante 20 años, hasta que comprendió que su salario, su energía y su conocimiento no sólo habían dejado de pertenecerle sino que aquella profesión a la que entregaba su vida le estaba devorando. La abandonó. Con la pequeña indemnización compró una barca y volvió al mar.

“El tiempo”, contaba, “ha cambiado: ahora el invierno es mejor que el verano”. “Los peces”, contaba, “son cada vez más listos y ya nacen sabiendo cómo escapar de nuestras artes”. Las focas, contaba, son sus grandes competidoras.

– “¿Focas?”.

El capitan y Babi desenmallando. Fotografía que se puede ver en el Instagram de la autora donde sigue un diario gráfico de estas crónicas.

El capitán y Babi desenmallando. Fotografía que se puede ver en el Instagram de la autora donde sigue un diario gráfico de estas crónicas.

El capitán levantó la vista. Conoce de cerca la progresiva desaparición de la foca monje en el Mediterráneo. Babi juraba que son muchas y que las traen de Gibraltar.

A base de intoxicación, las leyendas se reescriben.

Cotejo la ruta. Me he desviado. Corrijo el rumbo. Observo lo que hago: buscar la certeza en la máquina. La idea me incomoda. ¿Dónde deja el riesgo esta cultura en la que he crecido? Vivir siempre es arriesgado. Entre lo seguro y lo peligroso situamos aparatos que aíslan nuestros sentidos.

Miro de refilón al capitán. Dormita. Vía libre, puedo volver al juego. Contemplo el azul, sus infinitas gamas. Viene a mí una frase de Ciorán: “Hablar de amor de una forma tan etérea que incluso los copos de nieve pidan perdón”. La he leído en uno de los libros que traje a bordo, Decir la nieve, de Menchu Gutiérrez: He querido traer la nieve aquí, al calor de julio, al mar. El sol sigue escalando el horizonte, cegándome por proa. Si el resplandor de la nieve quema las córneas de los porteadores, ¿Qué huella dejará el añil en mis ojos?

Hablar de amor de una forma tan etérea… Regreso al mundo oculto tras los párpados, a la cena junto a la muralla de Heraklion, a aquella mesa en la que se mezclaba el catalán, el inglés, el griego y el castellano. Me senté junto a Dimitris, un arqueólogo cuya pasión por entender el comportamiento humano contemporáneo le ha convertido en antropólogo. Antes de que trajeran a la mesa la ensalada ya le estaba preguntando por el significado de aquellas estatuillas de terracota con los brazos alzados de hace miles de años. La pregunta tenía trampa. Dimitri empezó a contarme que nuestra cultura cristiana las identifica con la representación de la epifanía. Le conté que yo veía el gesto necesario para alzarse al vuelo, (ah, sí, las mujeres-pájaro-mariposas); un ademán de entrega (el “arriba las manos” puede transformarse en la celebración de la confianza) y la silueta que se esconde en una la letras griegas, psi (ψ), que hace años me sorprendió en Leros.

Dimitris saltó de la silla:

– “¡Es el eje de mi doctorado!”.

Según su tesis, antes de la escritura usábamos las estatuillas para contar historias. Con el paso del tiempo interiorizamos sus gestos hasta el punto de que un simple esquema ya nos remitía a un relato. Mi intuición poética planteaba este viaje al revés: cada una de nuestras vocales y consonantes proceden de símbolos y figuras que, antes del lenguaje escrito, ya contaban historias. Aquella noche intuición poética y conocimiento científico se dieron la mano.

-¿Sabes cuál es la gran aportación del griego a los idiomas que aún hablamos? Las vocales”, reveló Dimitri, con pasión.

-“¡Claro!” – ahora era yo la que saltaba de mi asiento – “Las vocales están hechas de aire, es lo primero que tomamos al nacer y lo último que hacemos al morir”.

Abro los ojos. El viento ha vuelto, mujer-pájaro.

El secreto de la letra Psi y las diosas de Creta.

El secreto de la letra Psi y las diosas de Creta.

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