“A la izquierda no le vendría nada mal reconciliarse con la utopía”

El filósofo Francisco Martorell Campos. Foto:

El filósofo Francisco Martorell Campos. Foto: Eduardo Ripoll.

Durante el confinamiento por la pandemia del coronavirus hemos sido testigos de una llamativa profusión de vaticinios sobre cómo será el mundo tras la Covid-19. Un interés en las transformaciones que quizá nos digan más sobre lo que no nos gusta del presente que sobre cómo creemos que debería ser el futuro. Porque, a decir de Francisco Martorell Campos (Valencia, 1971), desde hace décadas padecemos una alarmante falta de imaginación política –y también, aunque en menor medida, literaria–, pese a que necesitamos más que nunca proyectos de cambio. Este doctor en Filosofía y miembro del grupo de estudios Histopía es autor de Soñar de otro modo (La Caja Books), que se pregunta cómo perdimos la utopía –hoy más asociada a una quimera irrealizable– y de qué forma recuperarla con proyectos como la Renta Mínima y otros contra los efectos del cambio climático.

El término utopía, ¿se encuentra más devaluado o más malinterpretado?

Las dos cosas. En el concepto de utopía convergen múltiples significaciones. La más difundida en el habla cotidiana es la anti-utópica, que asocia la utopía con lo imposible, o con los planes políticos trastornados o ilusos. Dichas acepciones despectivas no proceden únicamente de los enclaves conservadores. Existe de siempre un desdén izquierdista hacia la utopía, localizable, sin ir más lejos, en pasajes de La sagrada familia y Miseria de la Filosofía, de Marx. Su versión más recalcitrante se expresa durante la tercera sección del Manifiesto Comunista o en Del socialismo utópico al socialismo científico, donde Engels etiqueta a Saint-Simon, Owen y Fourier de “traperos a literarios” que propagan imágenes quiméricas y desmovilizadoras de la emancipación proletaria.

¿Pero no hay algo o mucho de verdad en esos reproches?

Sin duda, igual que en los reproches de derechas. Medias verdades, más bien. En el fondo, las suspicacias de Marx y Engels frente a la utopía remiten a la prohibición hebrea de elaborar imágenes de Dios. Junto a otros factores, esta directriz iconoclasta latente explica su negativa a proporcionar retratos del paraíso comunista del porvenir, así como los ataques que tuvo que soportar William Morris del entorno marxista tras publicar Noticias de ninguna parte. Con todo, el socialismo acabaría convirtiéndose en la gran utopía política del siglo XX y en la fuente de cuantiosas utopías literarias, lideradas por Estrella roja, de Alexander Bogdánov, en 1908, y La nebulosa de Andrómeda, de Iván Efrémov, en 1957.

¿Cómo defines entonces la utopía cuya necesidad defiendes?

Esencialmente, utopía nomina el deseo de un futuro mejor. Se trata, si no interponemos matices, de un fenómeno masivo. Al fin y al cabo, ¿quién no lo ha experimentado alguna vez? El peligro de concebir la utopía así estriba en que uno la acaba avistando hasta en Marina d´Or, por todos lados. Para evitarlo, solo hace falta restringir su uso a los productos del deseo utópico que versan sobre la emancipación del ser humano conseguida merced a la transformación deliberada de la realidad social y natural. Este criterio excluye las expresiones desiderativas dirigidas a escapar de la realidad; por ejemplo, las fantasías compensatorias cotidianas (ya sabes, el pobre que imagina lo que haría si acertara la quiniela) y las doctrinas religiosas de salvación.

Le concedes mucha importancia a la literatura utópica. ¿Qué tiene que enseñarnos?

A mi entender, la literatura conforma el material más jugoso y sintomático para abordar las múltiples dimensiones de la utopía. Se habla de pensamiento utópico, de forma utópica, de epistemología utópica y, en efecto, de deseo utópico. ¿Cómo estudiar los claroscuros de esas instancias? Pues examinando los textos que las plasman o producen, caso de las narraciones que imaginan civilizaciones mejores que la existente. La tesis que intento ilustrar a lo largo de Soñar de otro modo es que el grueso de las novelas utópicas convencionales no tienen mucho que enseñarnos en el plano del contenido. Si queremos quitarnos la inopia de encima y desafiar a las élites con programas innovadores e ilusionantes, necesitamos articular utopías nuevas, literarias y no literarias, objetivo para el que ofrezco varias sugerencias.

Dices que las utopías viejas no valen.

No valen en tanto que programa reivindicativo para nuestro mundo. El análisis filosófico de los relatos utópicos alumbrados durante la modernidad y el análisis sociológico de la posmodernidad certifican que las utopías viejas ya no nos conciernen en ese sentido. Y no solo porque prosperaban en períodos cuyas problemáticas difieren de las que ahora sufrimos, sino porque los supuestos metafísicos que solían vehicularlas conducían (sin demérito de las medidas emancipadoras puntuales que abrigaban) a la proyección de regímenes tan estáticos, homogéneos, disciplinarios y cerrados que nadie en su sano juicio apostaría por ellos.

¿No implica esa inclinación utópica hacia lo estático y homogéneo que los críticos liberales de la utopía tenían razón?

Los discursos anti-utópicos liberales del siglo XX alertaron sobre los arrebatos totalizadores del utopismo. Retrotrayéndose al racionalismo platónico, Karl Popper e Isaiah Berlin los detectaron con tino y dedujeron, a mi entender equivocadamente, que era imposible desactivarlos, idear utopías democráticas, ajenas a la totalización y compatibles con la libertad, la singularidad y la intimidad. Yo pretendo llevarles la contraria. Critico la utopía tradicional y diagnostico sus patologías, pero a fin de promover utopías distintas, plenamente destotalizadas, decididas a renovar el giro antiautoritario profesado por las novelas utópicas de la primera mitad de los setenta, justo en los albores del capitalismo global.

¿Qué impactos tiene la literatura utópica sobre la política utópica?

Ambas se retroalimentan. A veces, las novelas utópicas estimulan la afiliación a políticas utópicas previas. La novela El año 2000: Una visión retrospectiva, de Edward Bellamy, de 1888, convirtió a más estadounidenses al socialismo que el Manifiesto Comunista. Y lo mismo sucedió en Rusia con ¿Qué hacer?, clásico de Nikolái Chernyshevski publicado en 1863. Alguien podría replicar que en la era de internet ya no es viable que algo semejante suceda. Y estará en lo cierto. Unos cuantos libros no van a cambiar el mundo. Nunca lo hicieron por sí solos, y hoy menos. Pero enlazados a otras variables que empujan en análoga dirección, quizás ayuden un poco. Recordemos, si no, el papel que desempeñó el ¡Indignaos! de Stéphane Hessel.

¿La influencia de la literatura en la política se reduce a la retroalimentación comentada?

No, va más allá. Acabo de declarar que la plana mayor del utopismo literario no tiene mucho que enseñarnos a nivel de contenidos. Sin embargo, la lectura de utopías continúa siendo útil a nivel pedagógico. Fomenta el ejercicio de competencias políticas imprescindibles. Al margen de negar lo que es, aporta instantáneas, todo lo discutibles que se quiera, de lo que debe-ser. Instantáneas que, cuando suscitan empatía, infunden esperanza, espolean el deseo de cambio social y abren horizontes hacia los que dirigir la acción reivindicativa. Las utopías amplifican la imaginación, la receptividad ante lo nuevo y la conciencia de que las cosas podrían cambiar.

Pero la tendencia hacia el cambio es otra, más conservadora, también en la izquierda. Al menos lo ha sido en las últimas décadas.

Desde luego. A la izquierda no le vendría nada mal reconciliarse nuevamente con la utopía y que esta volviera a colonizar, debidamente renovada, la esfera literaria y otros medios afines, caso de la teoría social y el urbanismo. Y que incursionara, sirviéndose de los encantos de la ciencia ficción, en el cine, el cómic, los videojuegos y las teleseries. De momento, parece que las manifestaciones utópicas literarias y teóricas están repuntando, pero testimonialmente, sin recabar la resonancia popular requerida para aminorar las tendencias utopofóbicas dominantes tras la caída del muro de Berlín.

Cuando alguien reivindica la utopía, enseguida se blanden libros como ‘1984’ o ‘Rebelión en la granja’, de Orwell, o ‘Un mundo feliz’, de Huxley, que parecen decir a su manera que a lo mejor la utopía es enemiga de lo bueno y que resulta más apropiado el gradualismo imperfecto, reformas menos ambiciosas.

Tu pregunta alude a la disyunción radicalismo-reformismo, fuente de mil y un altercados tediosos. A mí me parece tramposa la elección que nos obliga a tomar, pues existen radicalismos cuasi colaboracionistas, que no cambian nada, y reformismos que, por el contrario, imprimen cambios drásticos. Sea como fuere, las coordenadas del radicalismo-reformismo se han trastocado. Ken Loach muestra en El espíritu del 45 que, a causa de la derechización integral padecida desde finales de los setenta, lo antaño reformista se ha vuelto radical. Recién terminada la Segunda Guerra Mundial, el Partido Laborista se puso a nacionalizar servicios e industrias como si no hubiera un mañana. El programa que implantó sería catalogado de extrema izquierda en nuestros tiempos. Lo mismo le pasaría al New Deal, que obligaba a los millonarios a pagar un 90% de sus ingresos a las arcas del Estado.

¿Cuál es la posición de la utopía en ese proceso?

La utopía no supone ninguna excepción. Hace tiempo podía elegir entre ser radical o reformista, revolucionaria o procesual. Hoy no. La soberanía material y espiritual del neoliberalismo provoca que estemos privados de alternativas radicales al capitalismo y de la capacidad de imaginarlas. Algún día superaremos las dolencias originadas por lo que Mark Fisher denomina “realismo capitalista” y aparecerán nuevas alternativas. Esperemos verlo, si bien no depende de la simple voluntad. Hasta entonces, ¿qué hacemos? ¿Verlas venir o intentar mejorar la sociedad con las ideas más ambiciosas a nuestro alcance?

Así pues, la utopía gira hacia el reformismo.

Según la opinión habitual, la utopía emana de la mística de la revolución, del acto que ansía cambiarlo todo de golpe en aras de la perfección y la armonía supremas. El grueso de las utopías literarias florece sobre la asunción del motivo revolucionario. Pero eso no significa que sin perspectivas de revolución la utopía esté sentenciada a desaparecer. Cada vez son más los analistas que notifican que el deseo utópico planea, de igual modo, sobre la sucesión de luchas que integran la historia del “reformismo radical”: el que corroe pilares fundamentales del orden vigente con vistas a incrementar la justicia a corto plazo y despejar el camino poscapitalista a largo plazo. La concatenación de los logros sociales cosechados por los activistas, a menudo revolucionarios, de los dos siglos pasados protagonizaría los episodios preliminares del relato utópico al que hago referencia. 

¿Qué nombres vinculas a la utopía que acabas de caracterizar?

A pensadores socialdemócratas y marxistas recientes de lo más dispares. Pienso en las “utopías realistas” de John Rawls, Rutger Bregman, Seyla Benhabib, Erik Olin Wright, Nancy Fraser y Peter Frase. O en la utopía ironista de Richard Rorty, sin olvidar a la utopía feminista de Renate Rott, al utopismo aceleracionista de Nick Srnizek y Alex Williams y a teóricos de la economía capitalista como Paul Mason, Thomas Piketty o Joseph Stiglitz.

Un grupo bastante heterogéneo, y también causas muy distintas.

Cierto. Lo que une a esta gente es el hecho de proponer soluciones a gran escala para los males que afligen a la sociedad. No se quedan varados en la crítica demoledora del presente. Dan un paso más allá del nihilismo gótico de moda e imaginan fórmulas, creo que compatibles, para crear, desde ya mismo, un futuro digno. Juntos, nos permiten tener un bosquejo general del porvenir que queremos. Si no lo imaginamos, ¿cómo vamos a conquistarlo? Andamos ciegos. Hay que tener sumo cuidado, dado que la red de poder global ya está allí, en el futuro, contenta de que parte de la intelectualidad y de los propios activistas se atraganten con filosofías anti-ilustradas y renuncien a disputárselo.

¿Hay utopías políticas hoy?

Tuvimos el 15M y Occupy Wall Street, revueltas atestadas de impulsos utópicos. Y tenemos propuestas que van ganando adeptos. A diferencia de las utopías totalizadas de la modernidad, que regulaban hasta los ingredientes del menú, la utopía política que nos interpela se contenta con ensamblar preceptos ventajosos para el bien común y el disfrute de la auténtica libertad. Me refiero a la Renta Básica Universal, a la reducción de la jornada laboral y a la prohibición de los paraísos fiscales, sin olvidar la instauración de tasas internacionales a los movimientos financieros y el fortalecimiento del derecho internacional. De entre estas proposiciones, destaca la Renta Básica Universal, timón de una “utopía postrabajo” en ciernes que apunta contra el sistema de valores neoliberal y satisface abundantes aspiraciones del feminismo y el ecologismo político.

La mayoría cree que la Renta Básica Universal puede ser deseable, pero imposible de conseguir.

Karl Mannheim mostró hace casi 90 años que la concepción imperante en un contexto dado sobre lo posible e imposible no es neutral ni inocente. El poder determina el significado de los dos conceptos. Y lo hace para perpetuarse, estigmatizar las propuestas que lo amenazan y estorbar la adhesión a las mismas.

María Zambrano decía: «No se pasa de lo posible a lo real, sino de lo imposible a lo verdadero».

No me gustan los términos “real” y “verdadero” para definir los procesos utópicos. Prefiero politizar los términos de “posible” e “imposible”. Me explico. A los que dicen que la aplicación de la Renta Básica Universal peca de imposible, habría que responderles que es imposible desde el punto de vista instituido por el orden dominante, desde el marco de referencia ideológico, y por lo tanto sesgado, que condiciona las percepciones y valoraciones de los sujetos bajo el manto neoliberal. Aquí habría que complementar a Mannheim con Herbert Marcuse y diferenciar entre lo “imposible absoluto” y lo “imposible relativo”. No morir es, de momento y salvo que el transhumanismo lo impida, una imposibilidad absoluta. Que cada ciudadano reciba un salario por el mero hecho de existir es, a lo sumo, una imposibilidad relativa. No existen leyes físicas o metafísicas que impidan la aprobación de la Renta Básica Universal. Son intereses económicos los que la ridiculizan, sabotean y postergan. El problema estriba en que al individuo medio de la posmodernidad le parece más viable la eliminación científico-tecnológica de la muerte que la eliminación política del imperativo de trabajar.

Se hacen muchas analogías entre el actual año con los años 20 del siglo pasado. Con todo esto de la pandemia, ¿crees que saldremos con más ganas de utopías, con más ganas de diversión y algo de frivolidad, tipo años 20, o con más distopías reforzadas?

Soñar de otro modo reflexiona en torno a la sociedad nacida de la crisis de 2008. Nadie sabe lo que sucederá, y algunos de los filósofos más renombrados que se han pronunciado al respecto han soltado bastantes sandeces, tanto optimistas como pesimistas. No hace falta presumir de dotes visionarias para temer que la crisis del Covid-19 agudizará la desigualdad generada por el colapso anterior y las socorridas políticas de recortes. A priori, parece un escenario favorable para que persevere la primacía de la distopía y la precariedad de la utopía que ya venía dándose. Sin embargo, los momentos históricos traumáticos no tienen por qué taponar la utopía. La pandemia de 1918-1919 y la Primera Guerra Mundial no lo hicieron. La Segunda Guerra Mundial tampoco.

¿Qué pasó entonces?

Pondré un ejemplo. Ernst Bloch redactó el clásico de la filosofía utópica, El principio esperanza, durante su exilio estadounidense, traumatizado por la información que le llegaba de su país. Lo escribió en la época más ignominiosa. Nada extraño, ya que si todo fuera una balsa de aceite, la utopía no tendría sentido. Justo cuando el mundo se mostraba más obsceno y el destino más siniestro e inseguro, despertaba el deseo utópico. ¿Por qué se resiste a despertar hoy? Porque, al contrario de quienes vivieron tras la epidemia de 1918-1919 y las dos guerras mundiales, carecemos de alternativas a lo existente que permitan sublimar los traumas colectivos, impulsar la esperanza social y confiar, a pesar de los pesares, en el futuro. Y porque no vislumbramos el crecimiento económico que ellos disfrutaron, sino lo opuesto.

La publicación de utopías literarias, ¿no comenzó a descender en ese mismo período?

Sí. La Primera Guerra Mundial erosionó en muchos sectores literarios la fe en el progreso y disparó la producción de distopías. Ahora bien, la utopía persistió a través del resto de canales. Las vanguardias artísticas, las campañas pro liberación de la mujer, el movimiento Ciencia y sociedad y el urbanismo de Le Corbusier y Frank Lloyd Wright lo corroboran. El utopismo no literario se mantuvo operativo tras la Primera Guerra Mundial. ¿Por qué el literario no? Seguramente, porque la aparición de la Unión Soviética extendió la impresión de que la utopía política ya no era un sueño a materializar en el futuro de acuerdo a las meditaciones prospectivas del literato, sino una realidad presente que precisaba de la intervención inmediata del arquitecto, el ingeniero y el artista.

Hoy vemos una gran demanda de distopías. ¿En qué medida perjudica eso también a las utopías literarias?

Pues en el hecho de que la mayoría de escritores de ciencia ficción preocupados por cuestiones políticas solo escriben distopías. Lo ideal sería que produjeran distopías y utopías al unísono, a la manera de Wells y Aldous Huxley. Quiero dejar claro que defender la utopía no conlleva negar la relevancia de la distopía. Sus mejores obras transmiten a amplias audiencias descalificaciones profundas e incisivas del presente. Otras desenmascaran la degradación de utopías específicas. Lejos de contraponerse al utopismo en general (ese papel le corresponde a la anti-utopía), lo complementan. Hay ocasiones en que, incluso, coquetean con él. Ahí están para verificarlo las distopías de última hornada, cargadas de energías utópicas, atravesadas por imágenes de rebeliones y resistencias contra el poder, incluso proclives a dejar la puerta abierta a la esperanza. Pero esas virtudes, visibles en Westworld, Years and Years, Carbono alterado, Snowpiercer, El cuento de la criada y series actuales por el estilo, no bastan para sustituir a la utopía tal cual, la única preparada para gestar alternativas a lo que hay.

¿Qué libros de ficción utópica nos recomendarías?

Empezaría por Una utopía moderna de H. G. Wells, publicado en 1905. Una obra que inauguró oficialmente la crítica utopista a la utopía. Wells desvela las inconveniencias de las utopías tradicionales y reivindica la producción de nuevos paradigmas utópicos, basados en la defensa de la libertad individual y del cambio incesante, en la certeza de que ni las civilizaciones dotadas de mayor justicia serán perfectas, inmutables y eternas.

Creó cierta escuela.

La directriz wellesiana dio sus frutos. El mejor fue Los desposeídos de Úrsula Le Guin, de 1974, crónica de una sociedad anarquista sometida a sus propias lacras, disputas y contradicciones. Ecotopía, de Ernest Callenbach, publicado en 1975, dio el espaldarazo decisivo a la utopía ecologista y merece revisitarse a la luz de los desafíos medioambientales presentes. Lo mismo ocurre con Mujer al borde del tiempo, de Marge Piercy, editado un año después, y El hombre hembra, de Joanna Russ, también de 1975, clásicos de la utopía feminista contemporánea. En mi opinión, estas tres obras tienen el mérito de apuntalar tradiciones utópicas esenciales y exhibir cuantiosos comentarios autocríticos. Barajan diversas iniciativas sugerentes. No obstante, beben de los arquetipos agotados de la contracultura hippie. Gustarán a los militantes del decrecimiento.

¿Y a los que el decrecimiento no nos parece una solución practicable, menos aún una utopía?

Pues podéis lanzarle el guante a la utopía del crecimiento máximo, la saga de La Cultura, de Iain Banks, escrita durante el período 1987-2012. Crecimiento y decrecimiento se corrigen recíprocamente en la Trilogía marciana, de Kim Stanley Robinson, escrita entre 1992 y 1996, demostración palpable de que la conciencia ecológica y el fomento de la diferencia no son irreconciliables con la construcción de civilizaciones alternativas más modernas, cosmopolitas y tecnológicas que las del capitalismo. Del mismo autor, vale la pena detenerse en Nueva York 2140, que apareció hace pocos años. Pese a cumplirse las peores previsiones del cambio climático, la civilización avanzada sobrevive. La movilización popular logra desbancar al régimen neoliberal y levantar una utopía socialdemócrata abierta a modificaciones estructurales más radicales, gravitadas alrededor de directrices ecologistas que giran alrededor de la humanidad, no de la divinización de la naturaleza. A Robinson no le gustan nada los mantras ecocéntricos del tipo “el virus somos nosotros”. A mí tampoco.

Por lo que veo, sigue predominando la creación anglosajona.

Fuera del canon anglosajón hay aportaciones interesantes también. Destacaría la utopía española El amor dentro de 200 años, relato de Alfonso Martínez Rizo publicado en 1932, que nos traslada a un porvenir anarquista cimentado sobre toda suerte de cachivaches tecnológicos futuristas y la automatización de la existencia, agentes que hacen viable la desaparición del trabajo y el disfrute de la abundancia. A ver si se anima alguien a reeditarla. Finalmente, recomendaría sin titubear El futuro que hicimos, de 2017. Su autor, Óscar Eslava, compone una utopía ambientada en el año 2081, fecha en la que la sociedad se rige por los principios político-económicos del 15M. Me temo que los políticos provenientes de tal movimiento no la han leído.

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