Jordi Soler: “Hay que inventar un lugar donde refugiarnos cada día”

El escritor Jordi Soler. Foto: Pep Ávila.

El escritor Jordi Soler (La Portuguesa, México, 1963) acaba de publicar ‘La orilla celeste del agua’ (Siruela), un ensayo -dividido en cuatro partes- sobre la realidad que está fuera de los mapas. Defiende que hay que inventar un lugar en el que refugiarnos cada día del ruido cotidiano, de la prisa, del mundo acelerado. “He llegado a pensar que escribo libros porque me sirven de coartada para estar solo”.

El novelista y autor de libros como Mapa secreto del bosque (Debate) o Ensayos bárbaros (Círculo de Tiza) cree que eso que se llamaba antes realidad virtual “se ha convertido en la realidad real”, porque parece que solo existe “lo que sale de la pantalla y que lo que está al margen no tiene ninguna relevancia”.

“Hay que inventar un lugar en el que podamos refugiarnos cada día, cinco minutos o varias horas, un sitio al que siempre regresemos (no tiene por qué ser un espacio físico), un deslizamiento en donde sea posible abstraernos del ruido cotidiano y del abismo insondable de la pantalla”, escribes en ‘La orilla celeste del agua’, tu nuevo libro. ¿Cuál es tu refugio, tu trinchera, esa esquina del mundo, ese espacio sagrado donde te reencuentras contigo mismo?

Yo me refugio cada día, de manera natural, en mi gabinete de trabajo; la constructiva soledad que imponen mi silla y mi escritorio me lleva inmediatamente a pensar, no solo en la obra que estoy escribiendo, también en el día que estoy viviendo. Sin ese rato de soledad, que casi siempre dura muchas horas, me siento desorientado. He llegado a pensar que escribo libros porque me sirven de coartada para estar solo, refugiado, a salvo del tráfago que comienza del otro lado de la ventana. Ahora mismo estoy en California, muy lejos de mi gabinete en Barcelona y, para fundar mi refugio cada día, me basta con sentarme en la mesa y abrir la libreta en la que escribo mi siguiente novela. Mi gabinete es portátil, como los elementos que componen la mitología de los indios navajos.

Siempre andamos con prisa. Entregados a la velocidad. Al ruido. Al ritmo que impone la máquina. El algoritmo. La propia ciudad. ¿Dónde podemos encontrar hoy los contrapesos a tanta agitación?

La velocidad con la que se vive en el siglo XXI es optativa, basta hacernos la pregunta ¿por qué tengo tanta prisa?, para darnos cuenta de que nos estamos montando en el ritmo que imponen los demás y, curiosamente, los demás tampoco saben a qué se debe tanta prisa. Tendríamos que recuperar el ritmo pausado que tiene la gente que vive en el campo, en medio de la naturaleza; si no te viene persiguiendo una fiera, no existe la prisa, que es un artificio del mundo industrializado, muy útil para que los currantes no se adormezcan.

La realidad nos llega fragmentada a través de la pantalla de nuestros móviles. De nuestros iPads. De nuestros ordenadores y televisores. Pero la realidad es mucho más que esa luz saliendo de nuestros dispositivos tecnológicos. ¿Hemos perdido la capacidad de buscar otras luces naturales, otros caminos, de observar detenidamente el entorno y encontrar nuevos hallazgos, hemos perdido esa “mirada activa” de la que hablaba Goethe?

En este milenio todo nos lleva a la pantalla porque todo sale de ahí; eso que antes llamábamos realidad virtual se ha convertido en la realidad real. Parece que sólo existe lo que sale en la pantalla, y que lo que está al margen no tiene ninguna relevancia; en estas condiciones es cada vez más complicado proponer una perspectiva del mundo que no incluya la tableta o el teléfono pero, como decía hace un momento sobre la prisa y la velocidad, la pantalla generalmente es optativa, quien quiera tener otra perspectiva sólo tiene que desconectarse.

En tus ‘Ensayos bárbaros’ señalas que creer en algo es más fácil que no creer, porque implica menos tiempo y menos esfuerzo. En estos tiempos de corrección política, de pensamiento casi único, de globalización, de comportamientos similares, ¿el poderoso está más cómodo que nunca?

Diría que sí; la facilidad con la que hoy se puede influir, de manera inmediata y contundente, en el punto de vista de una comunidad, no tiene precedentes en la historia de nuestra especie. A estas alturas del milenio ya nos hemos convertido en un rebaño de animalillos que buscan en la mediosfera opiniones que se ajusten al mainstream; el punto de vista personal está penalizado en este siglo. Es verdad que el poderoso está hoy más cómodo que nunca pero, y esto me parece mucho más grave, también está muy cómodo el rebaño.

Durante el confinamiento y la pandemia se ha dicho por activa y por pasiva que íbamos a salir mucho mejores, que íbamos a recuperar esa parte humana que hemos ido perdiendo en las últimas décadas. ¿Crees que vamos a ser capaces de reconsiderar nuestras vidas, de reformular nuestras relaciones con los demás y con la naturaleza, y tomarnos nuestra existencia de otro modo?

Algo hemos aprendido de la pandemia, pero casi todo es de orden práctico, el trabajo y la vida social a distancia han cambiado radicalmente el panorama, pero no veo cómo este periodo brumoso y desconcertante pueda convertirnos en mejores personas; de hecho, ya empezamos a ver lo contrario: con la pandemia afloró el negacionismo, con una violencia vergonzosa que no será fácil olvidar.

Estos meses extraños que estamos viviendo nos han hecho descubrir nuestro entorno, conocer los alrededores de nuestra casa. Hemos emprendido largas caminatas, microviajes circulares que nos han puesto en contacto con nuestro entorno inmediato. ¿El viaje a pie, a escala humana, es el verdadero viaje, el viaje que en verdad más ilustra?

Propuse el microviaje, con gran entusiasmo, en mi libro anterior, Mapa secreto del bosque, que fue publicado antes de que la pandemia llegara a perturbar nuestras vidas. Este tipo de desplazamiento me parece fundamental, es un poco absurdo embarcarse en un viaje al otro lado del mundo cuando no conocemos lo que hay del otro lado de la calle donde está asentada nuestra casa. Creo que tiene más mérito, y sentido, ilustrarse a partir de un microviaje, alrededor de nuestra casa, que en un viaje a China o a Brasil, al que ya llegamos ilustrados, y programados, por la información y las imágenes de Google.

Entre las muchas obsesiones que tenemos hoy están las de la salud, el peso, la perfección del cuerpo, la seguridad. “Al ciudadano del siglo XXI le gusta tener el control absoluto. El máximo valor es estar a salvo de las enfermedades y los accidentes, el sexo virtual es un territorio seguro, como lo es la cerveza sin alcohol, café sin cafeína y leche deslactosada, o fumar cigarrillos sin tabaco ni nicotina”, señalas en uno de tus ensayos titulado ‘La era de Funes’. ¿Tenemos realmente control de algo o estamos más controlados que nunca?

Esa obsesión viene de muy lejos y tiene que ver con la pretensión ridícula de controlar el azar, que es la fuerza que mueve la vida. No tenemos el control de nada, los antiguos griegos lo sabían perfectamente y designaron a Tique para que encarnara el azar y no permitiera que la comunidad lo pasara por alto. Ortega y Gasset se quejaba de esa misma obsesión a principios del siglo XX, y lo mismo hacía Walt Whitman a principios del XIX. Parece que somos así, ingenuos y cobardes, qué le vamos a hacer.

¿Qué significa ser libre en el siglo XXI?

Pensar por tu propia cuenta. Huir, como de la peste, de las opiniones que nos inoculan cada día desde las redes y la mediosfera.

Antaño sacábamos las sillas al fresco en verano, nos contábamos cosas alrededor del fuego o del bracero de leña en los meses de frío, nos preocupábamos por nuestros vecinos, teníamos tiempo para aburrirnos y bostezar no estaba tan mal visto. Parecía un mundo más auténtico, más bueno, más vivible…

Y quizá más interesante porque el aburrimiento es el motor de la creación; una sociedad que no se aburre, como la nuestra, que está embebida permanentemente en la pantalla, se dedica a consumir antes que a crear y eso, desde cualquier perspectiva, me parece una desgracia.

Hablemos del bosque. De tu ‘Mapa secreto del bosque’. Emboscarse es una palabra bella. Escapar al bosque para reaccionar y decir no a este sistema de producción delirante y rendimiento permanente. Emboscarse como una forma de rebeldía, de salirse del rebaño y vivir con los cinco sentidos… 

Sí, es un concepto que inventó Ernst Jünger y que viene muy a cuento en este siglo; emboscarse es refugiarse en el bosque, real o metafórico, para reflexionar o para encontrarse a sí mismo, como hacían los caballeros del rey Arturo. Hoy, para emboscarse, primero hay que desenchufarse.

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