José Manuel Ballester: Que los árboles nos acompañen siempre
Bajo el título ‘De arboris perennis’, el Jardín Botánico de Madrid expone en el pabellón Villanueva una selección de la obra de José Manuel Ballester que rinde un homenaje a la naturaleza a través de los árboles y reflexiona acerca de nuestra relación con el entorno natural. La muestra reúne 38 obras de gran formato y propone además un paseo por el jardín para descubrir los árboles en los que a través de códigos QR se pueden escuchar poemas recitados por Carlos del Amor, Pedro Azara, Raquel Martínez y Alba Ballester.
La luz sabe tejer bosques. Se ve en esta ventana del pabellón Villanueva donde un rayo de sol que recorta el edificio traspasa el vidrio polvoriento y dibuja en la pared un encaje de diminutas sombras caprichosas, como si se filtrara a través de las hojas de muchos árboles. Y se ve también en la fotografía que José Manuel Ballester tomó En el Templo Lingyin de Hangzhou en 2011, donde se adivina todo un bosque en las sombras de ramas y hojas que la luz proyecta sobre un muro tiñéndolo de oro. O en esta otra imagen de una pared roja del templo Shang Zhen Guan de Suzhou donde se diría que es más real el bosque insinuado por las sombras que el árbol del primer plano, para la que Ballester escogió un poema de Zhang Kejiu escondido en el código QR de la cartela: “El naranjo envuelve a la gente con su / neblina de / perfume; / en un rincón, las flores del ciruelo se ríen con la / luna”.
Y como se adivina en los versos de Kejiu, los árboles saben también mecer niebla entre sus brazos. Ahí está, lechosa y apresada en un doble juego de cristales y ramas, en ese Ventanal Lasar Segall. “Imagina que al salir cada mañana ves esto en la cristalera de tu portal, sería maravilloso ¿no?”, comentan dos mujeres ante esta fotografía de 2008 mientras leo en un panel de la sala, algo más allá, un texto del periodista Carlos del Amor. “Un lugar sin árboles es como un niño sin imaginación”, dice. En Subida al monte Tai, una imagen retroiluminada de 2011, la niebla arropa con su luz espectral a un árbol solitario y obstinado que se ha abierto paso entre los peldaños de piedra como una aparición, un gigante que escapó de algún cuento infantil y se quedó allí quieto con los brazos levantados hacia el cielo, sin subir ni bajar, hechizado. Y los versos de Wang Wei que acompañan esta obra dicen: “Las copas de los pinos llegan a las nubes. Quieren subir más”. Aquí hay poemas, y árboles, por todas partes. Después de todo, quizá sean lo mismo.
De arboris perennis se titula esta exposición que el Jardín Botánico dedica a José Manuel Ballester donde este artista de los espacios, que fue Premio Nacional de Fotografía en 2010 y ha recibido este año el Premio Fundación Enaire a toda su trayectoria, reflexiona acerca de nuestra convivencia con la naturaleza, ese decorado que pone fondo a nuestro paso por la vida y cuya representación quizá más paradigmática sean los árboles. En su serie de 2020 Espacios ocultos, de la que se muestran algunas piezas en la primera sala del pabellón, Ballester retrataba los fondos de obras maestras de la pintura eliminando a sus personajes, de modo que sin la presencia humana surgían otras narraciones en esos escenarios inquietantes: bosques sin cazadores a caballo, pabellones renacentistas donde podría surgir un ángel, el tronco amputado de un árbol donde sucederá un martirio o esa aldea nevada entre montañas que nunca habitó nadie. Desde sus años de estudiante, Ballester ha frecuentado el Botánico, y para compartir esta implicación emocional con el jardín propone además un recorrido por algunos de sus árboles, para que el paseante descubra poemas en las voces de Carlos del Amor, Pedro Azara, Raquel Martínez y Alba Ballester.
José Manuel Ballester no es un mero observador de espacios; en sus obras condensa la atmósfera que hay en ellos y por eso están siempre vacíos, como si en realidad captase un complejo entramado de átomos que flota en aire: lo que no se ve. Aquí se asoma en las copas de esos plátanos desnudos contra el cielo de París, en las ramas que parecen colonizar como zarza los edificios de Manhattan, en los árboles de Hongcun y de una colina sobre el río Amarillo que están atrapados en andamios. Lo que retrata Ballester en estas imágenes no es el espacio sino la respiración de los árboles, su jadeo silencioso en medio de nuestro ruido. “Nos separamos / Y ahora me quedo solo / A la sombra del árbol”, dice el haiku de Mashao Kashiki. Y ahí, en otra fotografía de 2014, la vieja fachada del huerto de San Vicente en Segovia parece un gran lienzo donde la larga sombra de un árbol dibuja sus ramas como si fueran arterias, como si la puerta entreabierta al patio fuese en realidad su corazón. “¡Árboles!”, dice Lorca en su poema, “¿Conocerán vuestras raíces toscas / mi corazón en tierra?”.
Profundizando en su interés por la pintura clásica y a partir de la serie Espacios ocultos, en la que Ballester alteraba la secuencia temporal y la percepción del espacio, el artista ha creado las grandes composiciones de El bosque de Giotto que cuelgan en otra sala del pabellón, donde el material fotográfico se transforma en pintura para recrear el color y los claroscuros característicos de los paisajes del pintor renacentista. Y como traídos en un lapso, aquí los árboles se recortan contra los hondos azules de los acantilados en unas atmósferas sin tiempo. Una chica que ha entrado en la sala con vestido blanco y un bolso oscilando en su mano me devuelve al presente y me saca de Giotto pero, como una aparición, apenas da una vuelta y luego ya no está.
Ahí fuera, arropando los senderos donde el calor hace dormitar a las estatuas, los árboles del Botánico parpadean bajo la intensa luz. Como el de la escalinata del monte Tai, parecen gigantes bondadosos que se negaron a caminar. “Solo vosotros podéis resistir la / luz que a nosotros nos ciega / y es vuestra sombra vibrante / la que nos acoge y protege”. Lo dice Ballester en Bosquejos, el precioso volumen publicado por MadLibro y diseñado por Diego Lara con los bocetos de línea que tomó el artista sobre árboles y bosques. En el cuadernillo central, los versos del poema-relato de Rafa Ruiz quieren convertir al amante en árbol: “Amor de hora y cuarto al que contarle todo, que fue haciendo savia de los besos, madera de los labios. Y se le fue infiltrando algo de verde en las carnes. Fue destrozando con raíces los zapatos y en otoño fueron hojas secas sus mejillas”.
Como dice Ballester, su sombra vibrante nos acoge en estos días de fuego; ojalá nunca venga un tiempo en el que tengamos nostalgia de los árboles.
‘De arboris perennis’, de José Manuel Ballester. Real Jardín Botánico de Madrid. Hasta el 27 de agosto.
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