Juan Diego Botto, Peris-Mencheta y el drama de los migrantes
Juan Diego Botto y Sergio Peris-Mencheta llegan a la parte más humana de la inmigración gracias a Ahmed Younoussi, quien defiende hasta el 28 de julio en las Naves del Español en Matadero Madrid nada menos que su propia biografía: la de aquel niño que creció observando las aguas del Estrecho e imaginando una vida mejor. Asistimos a la conmovedora representación de ‘14.4’.
Al público, como es habitual, le cuesta encontrar el silencio. Generar en la sala una quietud suficiente, que comulgue –cuando las luces bajan– con la oscuridad de la sala. Más llanamente: al público le cuesta callarse. Nos cuesta callarnos. Y lo que es más difícil todavía, algo casi imposible: apagar los móviles. No dejarlos en silencio, o en modo avión, sino apagarlos. A esto no estamos acostumbrados, porque apagarlos nos hace dudar sobre cuál era nuestro PIN. Tan conectados estamos, que no queremos apagar el móvil por miedo a no saber encenderlo.
Es una incógnita cómo lo han conseguido, pero 14.4 –una función profundamente política y anticolonialista– ha llegado a las Naves de El Español en Matadero Madrid. Y lo ha hecho con tanta carga ideológica, con un contenido tan sumamente humano, que no apagar el teléfono durante la representación también hubiera tenido un significado político. El simple brillo de las pantallas en cualquier punto de la representación hubiera sido un acto irrespetuoso, corrosivo. También el coltán que contienen sus baterías, porque todo lo que rodea a 14.4 se convierte en una forma de habitar la geopolítica.
14 kilómetros y 400 metros (14.4) es la distancia que separa Europa de África, España de Marruecos. Un corredor de tremenda importancia donde el desfile de muertes no tiene fin. En la representación, cuyos responsables son Sergio Peris-Mencheta (que asiste al éxito de la función desde la distancia; se encuentra hospitalizado en Los Ángeles, donde le están tratando de leucemia y acaba de recibir un trasplante de médula), y Juan Diego Botto, se transita por las claves políticas de un mundo dividido entre ricos y pobres (se habla de Historia con mayúscula, de Frontex, de datos en forma de números, de acuerdos bilaterales) para recalar siempre en lo particular: la historia de Ahmed Younoussi, el único actor en el escenario. Sobre sus hombros, y durante casi dos horas, él llevará al completo el peso de la función. Un peso que se hace doble, porque aquí no hay distancia que separe lo narrado de lo personal: la historia que cuenta el actor es la suya propia, la de un niño que consiguió salir de Marruecos para llegar a España. La frontera física entre ambos países se hace cada vez más tangible durante el transcurso de la historia, a medida que desaparece la que separa al público y Ahmed. Toda posible muralla es vadeada por el valor con el que el actor cuenta una historia de abandono, el suyo propio, tan doloroso que sólo el humor sobre sí mismo, sobre su biografía, es capaz de salvarle.
Al igual que la historia narrada, la escenografía nos va revelando sus lados ocultos, ingeniosamente concebida para reflejar las distintas etapas en el viaje físico y emocional de su protagonista. El dolor y la ironía de una vida se ven contenidos entonces en un balón de fútbol, en unas zapatillas nuevas, en juguetes pobremente armados. En los ojos azules del actor, que quizá en esta ocasión no sea tal, quizá solo sea su propio biógrafo.
En ocasiones, 14,4 puede parecer la narración propia de una novela de aventuras, un coming of age un poco dickensiano, y no deja de serlo. En otras, un melodrama sobre la emigración y la identidad. O directamente su tono es de comedia. O simplemente su trasfondo es puro drama. La interpelación directa al público, en ocasiones tan incómoda, es aquí necesaria, porque es la visión de éste a la que se alude.
Como en las películas de Pixar, tras el aplauso del público todavía quedará una sorpresa más. A ese mismo público al que antes de la función le costaba encontrar el silencio, después le costará encontrar las palabras. Aplaudirá entonces como remedio a su mutismo. Esperará, porque tras el cierre de la actuación todavía le quedará rozar con sus dedos el final de la historia y el principio de una vida. Se abandonan las butacas con cierta culpa: la de emocionarse cuando el actor apenas se lo permite a sí mismo, la de vivir de espaldas a un continente, a un mundo que nos sostiene. La culpa de haberte olvidado de cuál era el PIN de tu móvil.
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