La cansina bronca política y el peligro para la democracia

Miguel Tellado, portavoz del Partido Popular en el Congreso. Foto: PP.

El libro ‘La teatralización de la política en España’, con un subtítulo muy esclarecedor: ‘Broncas, trifulcas, algaradas’, (recién publicado por Los Libros de la Catarata), del catedrático de Ciencia Política y Sociología Xavier Coller, es un interesante análisis sobre los peligros para la salud democrática de tanto ruido amplificado por los medios y las redes en lo que debería ser una sana y ética confrontación política. Os dejamos aquí unos extractos de la introducción y del capítulo ‘¿Qué hacer?’ de tan oportuno ensayo, que invitan a la reflexión y la alerta (no nos vayamos a pasar de frenada, y más ahora que se abre un intenso ciclo de citas electorales).

“Y ese es, precisamente, mi interés: destacar lo que creo que es un riesgo importante para la democracia. No soy el único que piensa que las democracias están en peligro como especie de regímenes políticos. Como mínimo, están en recesión y con problemas de funcionamiento. El índice de democracia del Economist Intelligence Unit (EIU) y de otros institutos solventes muestra un cierto retroceso global a pesar de que se observan mejorías en algunos países, entre ellos España, que suele estar entre las 15 mejores democracias del mundo. Aun así, estos índices no suelen detectar las corrientes de fondo que algunos académicos nos muestran con sus estudios minuciosos.

En las democracias consolidadas se produce también un deterioro de su funcionamiento, como nos ilustra Linz (2009a) y, a su estela, Levitsky y Ziblatt (2018). Hay una creciente desafección ampliamente estudiada (Torcal, 2016) que se dirige a políticos y a las instituciones en las que sirven y que termina erosionando el principio democrático de la participación y deslegitimando la democracia. Hay dosis altas de populismo en los partidos (algunos directamente populistas) que los conducen hacia el iliberalismo, socavando el principio de responsabilidad y debilitando la democracia (Olivas, 2021). Hay una erosión de la credibilidad y confianza en los partidos y los medios como actores fundamentales de intermediación en la política (Sánchez­Cuenca, 2022). Y esta erosión de la confianza y credibilidad tiene efectos negativos sobre la salud mental de quienes toman decisiones que nos afectan (Weinberg, 2023). Hay banalización y simplificación de las soluciones que desde la política y los medios se dan a los problemas complejos de la sociedad. Hay una creciente judicialización de la política y, si se me permite el juego, una cierta instrumentalización política de las instituciones de la justicia, algo nefasto, porque la separación estricta de poderes es una fuente de resiliencia de las democracias. Hay muchos problemas, pero, sobre todo, se está observando que hay una creciente polarización afectiva que lleva a la radicalización y a que personas de ideologías o partidos rivales prefieran no comunicar, argumentar o contrastar entre ellos sus posiciones sobre temas concretos (Torcal, 2023; Miller, 2023). Se rechazan mutuamente. Aunque en España puede que no se den con la misma intensidad que en otros países, estos problemas existen y, muy especialmente, la polarización afectiva.

La cuestión es: ¿crece la polarización afectiva en la ciudadanía porque nuestros políticos parecen estar todo el día a la greña y se traslada ese conflicto a la ciudadanía? ¿O la manifestación del conflicto entre los políticos en las instituciones de representación es un reflejo de la polarización de la sociedad? No sabemos qué fue primero, si el huevo o la gallina, y esto me preocupa menos que las consecuencias sobre la vida política.

Inevitablemente, cuando no se puede tener un debate público razonado porque el desprecio al rival lo inunda todo, la calidad de la democracia se resiente. Parece que la polarización afectiva reduce el nivel de tolerancia mutua que se requiere para el funcionamiento saludable de la democracia. Y esto implica que se achica también uno de los pilares de lo que Fishman (2021: 24) denomina “práctica democrática”, la lógica y esperable interacción entre actores políticos dentro y fuera de las instituciones. Se sigue de aquí el riesgo de adentrarnos en la senda de una democracia centrífuga, inestable, en la que la pluralidad de la sociedad no es incorporada al comportamiento de unos políticos cada vez más adversariales (Lijphart, 1977: 114 y ss.).

En un texto titulado In Defense of Polticians, Medvic (2012: 124) explica el descontento con los políticos como el resultado de la combinación del diseño institucional de la democracia estadounidense y la triple trampa de las expectativas contradictorias y poco realistas que la ciudadanía tiene sobre los políticos: quieren que sean líderes para tomar las mejores decisiones, pero seguidores de los deseos de la ciudadanía; quieren que se orienten por principios, pero que al mismo tiempo sean capaces de alcanzar compromisos siendo pragmáticos; quieren que sean como la ciudadanía, como personas ordinarias, pero que sean mejores que los ciudadanos, como personas extraordinarias.

Medvic se centra en el caso de los Estados Unidos, pero no creo que cueste mucho hacer una traslación a otras democracias, con los matices debidos, y en particular al caso de España. Para este autor, la responsabilidad de la erosión de la política son el diseño de las instituciones y la sociedad (usted y yo, para entendernos). El problema de Medvic es que defiende tanto a los políticos (con razón algunas veces) que se olvida de meterlos en la ecuación que explica la erosión de la política democrática. Siendo cierta esta erosión, las personas que se dedican a la política tienen también una parte de responsabilidad, especialmente con lo que se ve en muchas ocasiones en las cámaras de representación (…).

Las personas que ocupan un escaño están ahí porque alguien las ha puesto en una lista electoral y la ciudadanía las ha votado. A veces no nos damos cuenta, pero los partidos, más en concreto sus “selectorados”, son también responsables de lo que pasa en los parlamentos (2018: 35), son los guardarraíles de la democracia al cribar a las personas que decidirán desde las instituciones. En consecuencia, tienen una responsabilidad crucial en el funcionamiento de las instituciones en democracia.

Quiero indicar tres prevenciones importantes para entender bien este libro. Primero, entiendo que la política es una actividad recorrida por los conflictos generados por brechas sociales inevitables en nuestras sociedades de capitalismo avanzado. Se parte de la asunción de que el conflicto forma parte de la naturaleza de la actividad política democrática. El conflicto político se puede visibilizar tanto en una protesta social (una manifestación) como en una moción de censura, por ejemplo. Tenemos instituciones que sirven para canalizar este conflicto y libertades para expresarlo de muchas maneras legales. No todo conflicto político se circunscribe a las instituciones de representación, aunque yo me centre en ellas en este estudio.

Pero también creo que es posible gestionar la gobernanza de la política en democracia sobre la base de principios elementales como el reconocimiento del derecho a ser escuchado, la legitimidad de las opciones políticas que, dentro del orden legal, derivan de la pluralidad, la concepción del otro como un rival, no como un enemigo a batir, y, en consecuencia, la necesidad de entender la política, también, como un juego de suma no cero, cooperativo, regido por la tolerancia mutua. De hecho, mi interés por estudiar los acuerdos en los parlamentos no obedece a una cuestión de normatividad, de opciones morales o preferencias políticas, sino a la necesidad de evidenciar que, siendo la política una actividad esencialmente conflictiva, también es cooperativa entre rivales. Se basa en lo que Sartori (1987: 290) llamó una “concordia discors, un consenso en el que se disiente”. La crispación creciente que se vive a finales de 2023 (como la vivida en otros periodos) llama a la necesidad del diálogo para la práctica democrática”.

***

“Es cierto que la teatralización tensiona para movilizar. Esa es la estrategia de marcar el territorio ideológico, como se vio anteriormente. En ese sentido, la teatralización puede ser percibida desde un punto de vista positivo en la medida en que ayuda a rentabilizar las posiciones políticas, a implicar a la ciudadanía, pero (…) bajo ciertas condiciones de baja intensidad y con el riesgo de que la ciudanía deje de prestar atención a la política (…)

El problema de esta perspectiva es alcanzar el equilibrio entre la movilización que un cierto grado de teatralización puede generar y otros efectos negativos que puede provocar. Estos efectos se perciben como riesgos asociados al oficio de político que, por asumidos, no dejan de ser preocupantes para los protagonistas. Esta preocupación existe, principal pero no exclusivamente, entre los representantes del arco ideológico de la izquierda. Y el, a mi modo de ver, riesgo más relevante es que a alguien se le vaya la mano y ejecute actos de violencia de intensidad distinta. Ciertamente, la expectativa de que se cuelgue de los pies a un responsable político (Bruni, 2023) no ayuda a evitar estos posibles actos de violencia. Más bien, parece lo contrario: en la Nochevieja de 2023 unos cientos de ciudadanos se concentraron frente a la sede del PSOE en Madrid, colgaron, insultaron, apalearon, “lincharon” a un muñeco que representaba al presidente del Gobierno entre gritos exaltados que invitaban a hacer lo mismo pero con el personaje real. El argumento básico recae en el concepto de responsabilidad y de imitación: si un parlamentario actúa de manera violenta, aunque sea de forma simbólica a través de gestos o palabras gruesas, autoriza a sus seguidores a comportarse de manera igual porque terminan entendiendo que es social y políticamente aceptable actuar de esa manera (Miller, 2023: 180). Y ahí, en momentos o circunstancias especiales (o, en el plano individual, cuando hay desequilibrios educacionales o químicos), es cuando se pueden desembridar los elementos de contención de la violencia: (…)

Se apuntó en la introducción que uno de los fenómenos que ha captado la atención de varios analistas es el de la polarización afectiva. Se trata de un fenómeno que está erosionando el funcionamiento de las democracias poco a poco y que contribuye a que personas que piensan distinto (y los parlamentarios entre ellos) terminen sin escucharse unos a otros porque se repudian de entrada. El fenómeno de las megaidentidades partidistas estudiado por Torcal (2023) está en la base del hooliganismo político que es una manifestación de la polarización afectiva. Y aquí aparecen dos facetas en los discursos de los parlamentarios sobre los efectos de la teatralización. Por un lado, la radicalización de la población y, por otro, el fenómeno concomitante de la polarización y del desinterés por la política. (…)

Otro efecto relacionado con la teatralización de la política es el de la desafección, expresado por los parlamentarios también como desapego, desgaste, agotamiento, hartazgo por parte de la ciudadanía. El mecanismo que opera es que la continuada visibilización del conflicto político genera una progresiva separación de la población respecto de los políticos, sus partidos, las actividades que realizan (incluyendo la legislativa), que se asocia también al hartazgo y agotamiento en la ciudadanía. Ver en los medios continuamente las broncas entre políticos, las declaraciones gruesas, es percibido como el factor que explica que la ciudadanía tenga tan bajo nivel de aprecio por la política y una buena parte termine por el desapego, la distancia, la alienación política”.

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