‘La educación física’, hombre maduro desea a joven inexperta
Pocas veces como lectora he asistido a una comunión tan extraordinaria entre lo íntimo y lo global como al leer ‘La educación física’, la nueva novela de Rosario Villajos (Córdoba, 1978), premio Biblioteca Breve 2023. Una novela escrita desde una inteligencia intimista y, al mismo tiempo, expansiva, que contiene verdades que salen y saldrán de la boca de todas las generaciones de mujeres que han vivido, viven y vivirán en el mundo. Villajos escribe desde una beneficiosa globalidad, desde ese lugar que todas hemos habitado o en el que la gran mayoría de los hombres han querido que habitemos. Villajos nos saca de las garras despiadadas de un machismo acérrimo, marchito y mal oliente a través del relato de su maravillosa y perdida protagonista. Catalina es una adolescente valiente que ha caído en esa trampa tan poco original que es el deseo de un hombre maduro por una joven inexperta.
Catalina, la protagonista, con 16 años recién cumplidos, habla por todas las mujeres y con todas las mujeres a través de un relato profundo y generoso donde dialoga con la inocencia de una manera deslumbrante. Catalina nos enseña que los abismos no son siempre lugares oscuros, húmedos e intrincados. Hay veces en que los abismos se sitúan bajo la hermosísima luz de un día cualquiera durante un verano cualquiera. Catalina nos enseña que para una mujer es casi imposible sentirse a salvo, que somos siempre objetivo y meta para el nocivo deseo masculino.
La ecuación física es un relato resiliente y exacto que alberga ese dramatismo narrativo que hace de una novela un nido de verdades útiles.
Catalina sale del infierno después de una tarde en la que pensó que habitaría el paraíso. Catalina sale a la calle indefensa, marcada, sola, perdida y tan vulnerable que parece mentira que sea capaz de deslizarse por el periplo emocional que Rosario Villajos ha diseñado para ella. Catalina es una adolescente valiente que ha caído en esa trampa tan poco original que es el deseo de un hombre maduro por una joven inexperta y cercana al núcleo duro de su familia. Algo que jamás se imagina en los primeros encuentros con ellos, porque la atención de un hombre maduro tiene siempre efectos muy distintos en la memoria y en el cuerpo de ambos protagonistas. Las fantasías del primero revierten en la desesperación y la humillación de la segunda. Catalina sale despavorida de una casa en la que siempre se había sentido a salvo y lo hace en dirección a un páramo que el calor distorsiona. Catalina tiene miedo de demasiadas cosas cuando sale a la calle. Miedo a la despiadada exactitud de los relojes, miedo a la furia de sus padres si se le ocurre llegar fuera de su hora, miedo a la nueva piel que hay sobre su cuerpo. Miedo a moverse, miedo a quedarse quieta. Es un animal con demasiadas identidades, con demasiados dueños.
A Catalina le gustaría quedarse quieta, sí, ser una estatua que nadie reclama para colocar en su jardín, pero sabe que debe avanzar, salir de ese aliento viciado que la empuja a buscar una salida, la más nociva y a priori la única que podrá salvarla de su abrasador presente.
Sola, incrédula y vencida, Catalina decidirá hacer autostop. Quizás haya escogido la opción más arriesgada, pero su voluntad ha quedado arrasada tras un episodio que jamás pensó vivir, y piensa que qué más le puede pasar. Quizás sea mejor la muerte a manos de un desconocido que la muerte emocional que vivirá a manos de sus padres por llegar tarde a casa.
Mientras espera, Catalina reflexionará sobre el papel de la mujer en la sociedad, sobre esos cambios físicos que a determinada edad convierten su libertad en un gueto cada vez más intransitable, cada vez con más invasores acechando a sus puertas:
“Cruzar el descampado es lo más parecido a lo que viven los personajes de las novelas del oeste y de aventuras que leía hace unos años, solo que John Silver y el pequeño Jim quieren encontrar un tesoro en una isla y Catalina solo quiere llegar a casa a tiempo y sin que la violen”.
La educación física es una novela dura e hipnótica. Un prodigio de naturalidad en la que ninguna verdad necesita de la impostura literaria. Villajos escribe con ese talento de quien conoce lo que implica cada narración. Es una narradora inmisericorde, le da a cada palabra un espacio amplio y neutral para que su eco rebote y derrumbe lo estereotipado de este tipo de historias. Villajos ha derramado sobre La educación física el peso de una intrahistoria que hiela la sangre. No pierde de vista en ningún momento las barrabasadas que el patriarcado alentó y dejó sin castigo en los libertarios años 90. Y para ello introduce en la memoria de su protagonista la secuencia de un crimen atroz y aterrador que, a día de hoy, no permite descansar en paz ni a sus maltrechas protagonistas ni al resto de la población. ¿Qué sociedad puede descansar en paz sabiendo que hay niñas convertidas en fantasmas por culpa de una bala que ha destrozado su cabeza después de que su sexo haya quedado para siempre triturado por la saña de un puñado de sátiros asesinos?
Villajos habla de que los hombres mueren envueltos en una infantilidad que les libra de todo, sea lo que sea que hagan; que son seres inconscientes y dañinos; que en rara ocasión respetan la inocencia de una mujer, su debilidad, su confianza, sus tiempos, los tiempos de su cuerpo, los tiempos necesarios para llegar a la edad adulta:
“Catalina se ha entretenido demasiado en el camino, como Caperucita, y ahora la culpa le dice que solo por eso se ha de encontrar con un lobo”.
“Hacer autostop es una falta muy grave para una jovencita, es ponerse en peligro conscientemente, dar carta blanca a violadores y asesinos, poner un filete de ternera en el plato de un dóberman para después pedirle que no se lo coma”.
Villajos habla de la violencia que acorrala a una adolescente en un día cualquiera. La violencia sexual, la violencia de sus coetáneos, de sus propios amigos, pero sobre todo habla, y ¡¡cómo!!, del aberrante machismo de demasiadas madres. Las hijas pierden su libertad por primera vez por culpa de los movimientos dañinos y castradores de la madre. Por sus inseguridades y su gazmoñería social y marital, por su silencio.
Catalina es una paria en su casa, en el colegio, en la sociedad y en la podrida mente del padre de su amiga.
Una paria reflexiva y autónoma que anda en busca de un destino incierto y escurridizo que mantiene en vilo a quien lee. Ella piensa, mientras busca su salvación en todos los ámbitos, que ese será su último día, que ha jugado con fuego y que el diablo ya paladea su nombre y sus apellidos, y, sin embargo, a través de su huida y de sus movimientos confraternizará con una libertad con la que no contaba al comienzo de su obligada huida hacia delante. Vencer el miedo a lo establecido es la única forma de que el futuro no muera antes de poder rozar nuestra carne.
La educación física es un libro cargado de esa ironía que subyace por culpa del miedo, de la incertidumbre. Un libro que a veces resulta angustioso, porque cada página está repleta de verdades que algunas vez nos han pertenecido, porque la vigencia de esta historia pretérita es una herida abierta que por el momento no tiene cura, porque la seguridad de las mujeres no está en el ideario de ningún partido político ni en la legendaria sabiduría de los jueces. Me maravilla la cantidad de golpes mortales que esta novela propina al cuerpo amojamado del patriarcado. Y me maravilla aún más cómo saca a la luz esos tabúes sexuales e íntimos que permanecen aislados en esa caverna temeraria y jamás temerosa que es la familia:
“Verás, a casa no vino nadie a dar talleres sobre educación sexual ni a repartir condones. Además, a papá no se le habría ocurrido ponérselos y mucho menos hacerse una vasectomía. Se castra siempre a la res, nunca al semental”.
La educación física pone de manifiesto que la sororidad es demasiado a menudo una palabra que pronunciamos para salir bien en la foto.
Villajos ha sido totalitaria en la exposición de un tema largamente aplazado en la literatura. Ha ido a por todas, a exprimir hasta dejarla seca la culpa en la mujer. Catalina no se siente culpable de despertar deseo en un hombre, en un hombre mayor, no se siente culpable de lo abyecto de ese deseo, no se siente culpable del sometimiento de su madre y del consentido libertinaje de su hermano Pablo.
Catalina, mientras avanza, va liberándose de todos esos miedos que la atenazaban antes de que el ejemplar padre de su mejor amiga metiese su mano adulta bajo su ropa. Y en su huida comenzamos también las demás a ser libres. A desoír la densa letanía de la culpa.
La educación física es un relato liberador y jamás tangencial, jamás maniqueo. Su transversalidad narrativa perfora la memoria de quien la lee como perfora un zahorí las malas artes de una tierra en apariencia yerma. Rosario Villajos ha posibilitado al escribir esta novela que la oscuridad en que vivió sumida toda una generación, que había nacido para interrelacionarse con la luz, tenga acceso a ella. La culpa no prescribe cuando nos hacemos adultas, y esta novela nos enseña el camino de una redención hermosa y unilateral.
He disfrutado mucho de esta carrera de fondo que supone La educación física, he sufrido con sus obstáculos, he respirado con fruición y esperanza cada vez que Catalina daba un paso más. He disfrutado de esa verosimilitud constante y aplastante con que Villajos ha ido recreando la huida de esta niña que ha tenido que mudar de piel por persona interpuesta en unas pocas horas. He paladeado su miedo, he sentido su claustrofobia y su asco cada vez que un hombre ha querido acabar con su inocencia y su porvenir. He soñado con vehemencia cuando ha entrado en escena ese muchacho dispuesto a salvarla subiéndola en su moto de baja cilindrada. He sentido el viento moviendo mi cabello adolescente, he sentido el calor del abandono inflamando mi cara. He temido el lento paso del tiempo, las agujas de los múltiples relojes que Villajos ha dibujado entre las páginas de esa impecable e implacable novela, hurgando en mi carne y mi memoria con una manifiesta precisión. He disfrutado con la venturosa ausencia de lugares comunes, porque La educación física supone una vuelta de tuerca a la violencia contra la mujer desde un lugar que no se espera.
Villajos ha escrito un libro peligroso y certero, denso y revelador desde lo vivencial, pragmático, inclusivo y atrozmente paradigmático. Un libro que los profesores deberían regalar a sus alumnos, que los hijos deberían regalar a sus padres, que sus padres deberían regalar a los políticos y que el diablo debería regalarle a Dios para que perfeccione cuanto antes su fallida omnipotencia.
Mágico e imprescindible.
‘La educación física’. Rosario Villajos. Seix Barral. 297 páginas.
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