“La ignorancia de muchos jóvenes sobre la Guerra Civil ayuda a la ultraderecha”

La escritora María Castro, autora del libro ‘Es tan fuerte la noticia’. Foto: Facu Peche.

La escritora y periodista María Castro reconstruye la historia mínima de dos personajes que murieron en la Guerra Civil, una guerra cuyos efectos aún perviven, con miles de muertos en las cunetas y con una ultraderecha crecida que no tiene ya ningún pudor en reivindicar el legado de un dictador sanguinario. Hablamos con María Castro de su libro ‘Es tan fuerte la noticia’ en torno a Vicente Rueda, víctima del odio y la sinrazón en un dramático episodio que resume bien la etapa más oscura de la historia de España en el siglo XX.

“Es tan fuerte la noticia”, escribió el militante comunista Vicente Rueda en su última carta en 1940, recién acabada la Guerra Civil. Preso en una cárcel franquista y sentenciado a muerte, no sabía cómo decirle a su madre cuál iba a ser su final trágico. Vicente Rueda había sido acusado sin pruebas de fusilar a Luis Calamita, director del diario ‘Heraldo de Zamora’, en el comienzo de la contienda, en Madrid. La capital, bombardeada sin descanso, resistía como podía la agresión golpista. Lo que iba a ser un paseo para tomar el poder, según habían planeado los generales fascistas, se encontró con una resistencia heroica de la población madrileña. Sin embargo, el vacío de poder que había dejado el gobierno republicano y el deseo de vengarse de los quintacolumnistas, a quienes hacían cómplices del golpe de Estado, desató una ola de violencia.

Luis Calamita fue una de las víctimas. Nunca pudo probarse que Vicente Rueda hubiera estado implicado en la “saca”. Pero pagó por ello igualmente. A partir de estos hechos, la escritora y periodista madrileña María Castro reconstruye la historia mínima de dos personajes que murieron en una guerra que nunca tuvo que haberse dado y cuyos efectos aún perviven, con miles de muertos en las cunetas, y con una ultraderecha crecida que no tiene ya ningún pudor en reivindicar el legado de un dictador sanguinario.

Escrito con aire de thriller, a mitad de camino entre el reportaje de investigación, el ensayo histórico, la autobiografía y la novela, en Es tan fuerte la noticia (Editorial Tres Hermanas), Castro reconstruye la vida de unos personajes malogrados en una de las épocas más oscuras de la historia de España. Un libro necesario que reivindica la memoria individual y colectiva de nuestro país, que nos alerta del extremismo y de los riesgos del olvido y de la manipulación de la historia.

Fotografía de Vicente Rueda hecha por su hermano Gonzalo.

Hemos hablado con la autora:

Llegaste a esta historia casi por azar, a través de una sobrina de Vicente Rueda, Marori León Rueda. “Sin ir a buscarla”, escribes. ¿Qué es lo que te llamó la atención del caso de Vicente Rueda que no le hubiera pasado a otras víctimas de la represión franquista?

Me llamó la atención que, más de 60 años después de su muerte, todavía se siguiera juzgando a Vicente y tachándolo, como hizo Juan Manuel de Prada en un artículo en 2007, de “desecho humano”. La total y absoluta tergiversación del Derecho Penal y Civil, convertido por los rebeldes en un arma para terminar de exterminar a cualquiera que pudiera oponerse al nuevo régimen, invalida, por sí misma, cualquier juicio. No se buscaba la verdad, sino, por el contrario, establecer una verdad: la suya. Todas las personas que fueron sometidas a ese tipo de juicios son, sin excepción, represaliados. La insistencia en su inocencia (en si cometieron o no crímenes de sangre) no aporta ninguna diferencia en esa designación. Que en el año 2007 un periodista impunemente insulte a un represaliado y vuelva a acusarlo sin pruebas, con falsedades y con medias verdades de lo sucedido, es un claro ejemplo de cómo la represión consiguió convencer de su verdad. Que la familia, entonces todavía vivían dos hermanos de Vicente, no se atreviera a denunciarlo por difamación es un ejemplo de hasta qué punto se interiorizó la represión y el miedo a decir nada.

A Vicente Rueda lo ejecutan en 1940, después de acusarle del fusilamiento de Luis Calamita, sin un proceso en el que hubiera garantías judiciales. Lo que buscaban los vencedores, escribes, “era realizar una limpieza rápida de todas las personas contrarias a los principios del Glorioso Movimiento Nacional”. Después de la guerra, no hubo ningún espíritu de perdón ni de reconciliación por parte del ejército vencedor, ¿no?

No solo no hubo un espíritu de perdón, sino que, por el contrario, como he dicho antes, se tergiversaron los principios del Derecho Penal y Civil para poder perseguir y callar a todos aquellos que se opusieran al régimen. La represión fue extremadamente dura desde el 39 hasta el 44, es decir, ya terminada la guerra. Y si en el 44 empezaron a reducirse las condenas a muerte no fue por voluntad de los vencedores, sino por la inminente derrota de Hitler que hizo que Franco temiera que los aliados decidieran intervenir en España, lo que, como sabemos, fue la principal esperanza de muchos republicanos. Ten en cuenta que el delito del que más se acuso es de “Auxilio a la rebelión”, es decir, que los rebeldes que habían dado un golpe de Estado contra el gobierno legítimo de la República acusaban a los que la habían defendido de rebeldes. Serrano Suñer fue el principal artífice de ese sistema.

Luis Calamita fue víctima de los primeros meses de violencia incontrolada tras el golpe fascista, en el que el Gobierno republicano estaba ausente y el poder lo habían tomado algunas checas. Como ya hiciera Manuel Chaves Nogales, a quien citas, te preguntas qué pasó en España para que se instalase la barbarie de esa manera. Dada la polarización que se vive hoy, casi cien años después, con una ultraderecha cada vez con más fuerza, ¿crees que la historia se repite de alguna manera?

En efecto, la violencia incontrolada al principio de la guerra en la retaguardia republicana fue muy dura (los últimos datos basados no en especulaciones, sino en nombres y apellidos, hablan de un total de 49.367 represaliados por el bando republicano frente a 140.159 por el rebelde). Debido sobre todo a dos razones: al vacío de poder y al hecho fundamental de que el quintacolumnismo fue muy activo desde el principio de la guerra porque las redes que habían conspirado contra el gobierno ya estaban establecidas. Entender el quintacolumnismo (remito al interesante trabajo de Carlos Píriz) nos ayudará no a justificar, sino a entender lo sucedido.

Sobre el tema de las checas hay ahora trabajos muy interesantes, como el del historiador Fernando Jiménez Herrera (El mito de las checas), que analizan cómo la propaganda rebelde se encargó de extender esa denominación para que la opinión pública la asociara con las cárceles soviéticas y que, de esa manera, arraigara en el imaginario colectivo la idea del “terror rojo”. Las llamadas checas eran en realidad comités revolucionarios en los que se desarrollaban muchas actividades culturales, entre otras cosas, clases de alfabetización, por ejemplo. Al estallar la guerra, muchos comités aprovecharon la debilidad y desconcierto del gobierno para arrebatarle el monopolio del uso de la violencia.

Pero el término “Checa” fue impuesto por los insurrectos. Esto nos sirve para entender cómo funciona la propaganda y lo peligrosa que es, porque activa de manera muy eficaz nuestros miedos más primarios. Por eso es muy importante la educación, los trabajos de recuperar la Memoria y ayudar a desvelar cómo funcionó la represión para que no caigamos en los mismos errores. Y, evidentemente, cuanto menos sepamos y menos estudiemos, más fácilmente nos manipularán. El desconocimiento de muchos de nuestros jóvenes de lo que fue la Guerra Civil puede ayudarnos a entender el auge de la extrema derecha.

Laureano León, Fidela y Vicente Rueda (Laureano y Fidela son los padres de Marori, sobrina de Vicente). Foto del archivo familiar.

Uno de los aspectos más atractivos del libro es que incorporas al lector a tu propia investigación. Han sido años de trabajo, ¿no?, con numerosos viajes, visitas a archivos, conversaciones con los familiares. Casi un trabajo detectivesco, en la estela de Emmanuel Carrère.

Cuando empecé a investigar no lo hice, en realidad, pensando en escribir un libro, sino en intentar ayudar a Marori, la sobrina de Vicente, que me había hablado con tanto dolor de lo sufrido y de cómo su madre siguió toda su vida llorando al hermano asesinado. Empaticé con su sufrimiento y con su necesidad de reparación. Y lo que ocurre es que, cuando empiezas con algo así, es muy difícil no engancharse, es una apelación casi personal. Los reveses te enfadan y, en cierto modo, te espolean y los hallazgos te animan.

Cuando aparecieron todas las cartas de Gonzalo, el hermano de Vicente, que abarcan desde el año 36 hasta el 44 (cuando consigue la libertad) y pude, de esa manera, entender desde dentro lo que vivieron aquellos hombres, fue cuando fui consciente de que tenía que contarlo. Y también descubrí que hablar de la investigación era una manera de hablar de cómo somos como sociedad. Porque las dificultades para investigar, la selva archivística en la que uno tiene que moverse, las personas que ayudan, las personas que no lo hacen, todo, absolutamente todo, nos sirve para entendernos, nos sirve para aprender. En ese momento comprendí que la investigación formaba parte de la historia. Si he de ser sincera, me fijé más en los trabajos de Philippe Sands que en Carrère, pero te agradezco la comparación, que entiendo como un elogio excesivo.

De hecho, el libro es una obra híbrida, que bebe de varios géneros, entre otros el periodismo. Tú eres periodista y también lo fue tu padre. ¿Por qué, a diferencia de lo que ocurre en otros países de nuestro entorno, no son tan habituales en España obras como ‘Es tan fuerte la noticia’? ¿Se debe quizás a otra herencia del franquismo, por su desprecio por la verdad y la memoria? 

La diferencia entre lo sucedido aquí y lo sucedido en Alemania, por ejemplo, está en los 40 años de dictadura. Franco tuvo 40 años para imponer su verdad, y nosotros la interiorizamos hasta el punto de que, como he señalado antes, en el año 2007 todavía a la familia le daba miedo denunciar por difamación, y hasta el punto de que todavía hoy en día muchos familiares cuando reivindican la memoria de sus fallecidos y represaliados lo hacen insistiendo en su inocencia, con lo que, sin darse cuenta, están legitimando el sistema judicial franquista (algo que también hacen muchos autores reconocidos).

Tenemos demasiadas cosas asimiladas porque tuvieron muchos años para inculcárnoslas; entre todos debemos esforzarnos por desvelarlas. Quisiera aprovechar para destacar la labor de los Foros y Asociaciones de Memoria que se han constituido de manera inquebrantable en la conciencia ética de este país. Su trabajo de recuperación y documentación es ejemplar y constituyen todo un modelo de sociedad cívica. Sin su apoyo, no creo que hubiera sido capaz de sacar este trabajo adelante. Sobre todo, estoy en deuda con Eduardo Martín, del Foro por la Memoria de Zamora, un investigador escrupuloso y serio que conoce a fondo lo sucedido en la ciudad y maneja con mucha solvencia una gran cantidad de datos.

Ante todo, el libro se erige como una reivindicación de la memoria colectiva a partir de las pequeñas historias, un poco en lo que sostenía Balzac cuando dijo que la novela es la historia privada de las naciones.

Escribir desde las pequeñas historias, lo que la escuela de los anales empezó a hacer el siglo pasado, nos ayuda a entender la Historia no como una sucesión de acontecimientos, fechas y sucesos ajenos a nosotros, sino como un organismo vivo del que formamos parte. Entendernos así en la Historia también nos permite ser más conscientes de nuestro papel de ciudadanos, de la importancia de nuestras decisiones y de las dificultades para tomarlas, lo que nos ayuda a desarrollar un pensamiento crítico para no aceptar de manera adocenada lo que se nos dice.

Estremece leer las cartas que enviaron los hermanos Vicente y Gonzalo Rueda cuando estuvieron presos y que te han proporcionado sus familiares. Esa esperanza de que todo saldría bien, que volverían a recuperar sus vidas. Evidentemente, no fue así. Gonzalo sobrevivió, pero no pudo regresar al negocio familiar que tenían antes de la guerra. Y a Vicente lo fusilaron sin pruebas.

 Las cartas que la familia con tanta generosidad ha compartido conmigo son fundamentales en el libro. Las de Gonzalo empiezan en el verano de 1936, cuando los dos hermanos tienen que huir de Zamora. La ciudad se declaró desde el principio a favor de los rebeldes y las persecuciones empezaron inmediatamente (en Zamora no hubo guerra, el frente más cercano estaba a 200 km, sin embargo, el Foro por la Memoria de Zamora ha documentado los datos de 849 personas que o bien fueron fusilados judicial o extrajudicialmente o murieron en cárceles o campos de concentración franquistas).

Los dos hermanos Rueda huyen hacia Portugal, como gran parte de los republicanos de provincias fronterizas. La primera carta de Gonzalo es del 17 de agosto de 1936, le escribe a su novia, Tránsito, desde Braganza. Allí le dice: “Pero te aseguro que no tardando mucho volveremos a estar juntos y con la tranquilidad absoluta que yo espero en un próximo muy corto”. No sabía Gonzalo que hasta el año 44 no iba a conseguir salir libre y que su hermano Vicente no volvería nunca más a Zamora. Vicente fue víctima de un juicio sumarísimo, que eran similares, como ya sabemos, en su forma a los inquisitoriales, condenado a muerte y fusilado la madrugada del 9 de agosto de 1940 en Madrid. Gonzalo sufrió primero condena por Auxilio a la rebelión y, en 1942, dos años después de que hubieran fusilado a Vicente, le comunican que tiene un sumario abierto en el que se le acusa del mismo delito que se había llevado por delante la vida de su hermano. Ese sumario estaba abierto en el año 39, al igual que el de Vicente, pero a Gonzalo no le comunican la acusación hasta el 42. Te puedes imaginar el impacto de esa noticia y la angustia con la que vivió los años siguientes esperando que, en cualquier momento, se lo llevaran, porque ya sabía, por propia experiencia, que no había garantías jurídicas de ninguna clase.

Marori, sobrina de Vicente Rueda, es en gran parte la destinataria de este libro. Foto: Facu Peche.

A través de una carta sabemos que Vicente había evolucionado, que hubo una especie de conversión hacia el catolicismo.

No estoy segura, y la familia tampoco, de si hubo una evolución o si fue así desde el principio. Tenemos que aceptar que la figura del comunista ateo en muchos sentidos es un modelo teórico y que no se cumplía al cien por cien en nuestro país, con una larga tradición católica (sobre todo en Castilla). Es posible que el comunismo de Vicente le permitiera hacer una interpretación humanista del cristianismo (lo que se corresponde más con el mensaje original) y no le supusiera una incoherencia. Desde luego, lo que sí que tengo claro es que en una carta final no se dice nada en lo que uno no crea firmemente.

El libro está lleno de detalles para construir tus personajes, como esos ojos tiernos de los que hablaba el denunciante de Vicente Rueda. Llama la atención que utilizara ese adjetivo y que, aun así, no sintiera ningún tipo de piedad hacia él, ¿no?

Fíjate que lo de los ojos tiernos me llamó mucho la atención y luego pensé que igual es una expresión que apela no tanto al sentimiento de pena por el prisionero, sino quizá a una malévola insinuación de homosexualidad que para los rebeldes era claramente un signo de depravación. Tuve mis dudas, pero vete a saber.

Por citar una novela de Isaac Rosa, ‘Otra maldita novela sobre la Guerra Civil’, ¿por qué a la derecha, y no digamos a la ultraderecha, le cuesta tanto reparar las heridas que supuso la Guerra Civil y el Franquismo para las víctimas? Al final del libro mencionas cómo el alcalde Martínez Almeida retiró la placa en el cementerio de la Almudena en la que se rendía homenaje a los fusilamientos de la posguerra.

El gobierno de Almeida retiró las placas con los nombres de los 2.934 represaliados del 39 al 44 en la tapia del antiguo cementerio del Este en Madrid (conseguir sus nombres y apellidos fue el meritorio trabajo de investigación que llevaron a cabo Mirta Núñez Díaz-Balart y Antonio Rojas a finales de los 90).  Desde mi punto de vista, los muros de hormigón vacíos con las marcas dejadas por las placas nos hablan de cómo somos como sociedad y cómo estamos fundamentando nuestra democracia en el silencio y el olvido. Hay que abandonar el acercamiento a la guerra y al franquismo desde la ideología, el odio y el insulto y trabajar desde el estudio, la fundamentación, la documentación y la rigurosidad. Aceptar o ceder al discurso del miedo, del “es mejor no remover” es inaceptable.

Como sociedad no podemos dejar que la historia se escriba con falsedades y, desde el dolor individual de cada familia, tenemos que ayudar a que puedan cerrar heridas y despedir a sus muertos con dignidad. En la Transición, por orden de Martín Villa, se expurgaron muchísimos documentos, sobre todo de los gobiernos civiles (entre ellos los referidos a la actuación de Miguel de Unamuno como rector de la USAL y las purgas de maestros; en el caso de Zamora, ciudad de la familia Rueda, se eliminó todo lo referido a los años 1934-1939). En el Archivo de Salamanca, del que nace el CDMH, los 20 km originales de documentación se redujeron a 4 por diferentes actuaciones. Por no hablar del estado de conservación de muchos archivos, que es lamentable y que provoca el deterioro irreparable de documentos.

Frente a la sinrazón, el argumento es siempre el trabajo serio. Por mucho que haya sectores que no lo acepten, tenemos la obligación de avanzar, de preservar para el futuro los documentos y recoger los testimonios que podamos, mientras todavía exista esa opción. Espero haber aportado mi granito de arena.

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Comentarios

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