La naturaleza se oculta, nosotros nos exponemos cada vez más

Foto: Pixabay.

Puedes seguir al autor, Alberto Pereiras, en Twitter, aquí: @4ldan

Nos reíamos de los indios por espantarse ante una simple fotografía y creer que ese invento del demonio les robaba el alma. Pero en esa intuición había algo genuino, tan natural como el extrañamiento que sienten los niños o los animales al ver por primera vez su reflejo en un espejo. Y cuando llegó Internet y la cultura de la imagen nos digitalizó a todos, desdoblando no solo nuestra imagen sino la del planeta entero, muchos experimentamos algo parecido a aquella intuición, una especie de agorafobia digital al ver que nuestros datos empezaban a pulular por la red y a disipar nuestra corporeidad en haces de luz que se perdían por el espacio… Como si aquel nuevo fenómeno de la Globalización le estuviese volando el techo y las paredes a nuestra intimidad local y biológica, dejándonos a la intemperie virtual. 

De ahí que optásemos por una reacción proporcional, de anonimato: nos resistimos todo lo que pudimos al móvil, a las redes sociales y hasta al libro electrónico, aferrándonos al mundo orgánico bajo el sambenito de anticuados. Y cuando al fin cedimos a la omnipresente economía de la atención lo hicimos diciéndonos que de perdidos al río y que ya solo podía vencerse al monstruo desde dentro, por paradójico que fuese. Escribimos artículos sobre educación digital o contra esta virtualización descontrolada, y defendimos la invisibilidad digital de aquellos destinos de ecoturismo que vivieran libres de wifi o lejos del panóptico global de cámaras y satélites, permaneciendo en la «penumbra del anonimato» que evocó Stefan Zweig ante la imparable maquinaria civilizatoria.

El muro de las vanidades

Hoy la neurociencia acumula cada vez más datos sobre los efectos de este laberinto de espejos que nos rodea y retroalimenta. Nadie reconoce que nos robe el alma, pero parece seguro que nos roba la atención y el sueño, además de datos personales y tiempo. Preocupa la salud mental de los más jóvenes, y ante tanta exposición y vigilancia a la que nos somete el mundo virtual, la filósofa Carissa Véliz alza la voz en su libro La privacidad es poder; el sociólogo William Davies denuncia la manipulación psicológica de lo que llama «industria de la felicidad», y el filósofo Jorge Freire nos previene contra tanto narcisismo sugiriéndonos escuchar a Heráclito, quien hace más de 2.000 años dijo: «A la naturaleza le gusta ocultarse». Si lo pensamos, los seres que gozan de mayores extensiones de territorio y libertad no dejan por ello de saber guarecerse, camuflarse o pasar desapercibidos.

Nosotros, sin embargo, mentamos la libertad a cada hora para ejercer ese derecho tan moderno y emancipatorio de expresarnos y exhibirnos sin límites, sin complejos, como la cosa más natural, pero quizá porque llevamos vidas cada vez menos naturales, más sedentarias o virtuales. Como un subterfugio. El libertino dirá que ocultarse es señal de represión, pero ¿se reprime la naturaleza? No. Se oculta por puro placer o instinto de conservación. Por eso en esta cultura hiperestimulante que ha pasado del siglo de las luces a la contaminación lumínica empieza a ser más retrógrado y siniestro el resplandor que la penumbra, y elogiar la sombra es recuperar un derecho tan natural como el frescor vegetal que antes de deforestarnos nos protegía de la radiación solar.

El tam tam de la aldea global

Elogiar la sombra es también reivindicar los matices, y el necesario reposo reflexivo ante tanta polarización ideológica, a izquierda o derecha. La cultura de la imagen ya da más credibilidad al lenguaje audiovisual que al escrito, pese a hacernos percibir el mundo por apariencias en vez de por la experiencia o por la razón, codificada en símbolos neutros como el alfabeto, que siempre articuló el pensamiento complejo. Al contrario, las redes sociales son un juego de espejos que reflejan identidades afines y a menudo carecen de credibilidad al fiarlo todo a la expresión viral o la imagen, tan dadas a la interpretación sesgada y visceral de la tribu virtual. Marshall McLuhan, el profeta de la «aldea global», ya advirtió de ese poder narcótico y narcisista de la imagen mediática, que consideraba una extensión del ego natural, biológico: «Cuando interactuamos por teléfono o por pantalla carecemos de cuerpo físico, somos una imagen eléctrica en el aire, que establece una relación totalmente diferente con el mundo».
Según McLuhan, nos relacionamos como «seres porosos, descarnados, sin identidad privada». Nuestra experiencia se desprende del ecosistema y construimos en el aire una sociedad de identidades centrífugas, que se relacionan con todo y con nada, como haces de luz que se alejan en el espacio, dejando un yo vacío lleno de puntos de fuga. Y un organismo huérfano de paisajes. McLuhan señala que el entorno natural ha quedado envuelto por un nuevo entorno, el mediático: «En el momento en que la Tierra entró en este nuevo artefacto, la Naturaleza terminó y nació la Ecología. El pensamiento ecológico se volvió inevitable cuando el planeta pasó al estatus de obra de arte». En 2020, su nieto y sucesor clamó por una «ecología mediática» frente a este entorno tecnológico que ve como una droga y una emergencia equiparable a la climática.

‘Memories of green’

Durante las primeras semanas del confinamiento, cuando los animales empezaron a repoblar nuestros espacios abandonados, empezaron a volver también los pequeños recuerdos de infancia. En uno de ellos estaba tumbado en un campo, oculto entre espigas y helechos más altos que yo, y a ras de tierra escuchaba cantar a pájaros e insectos. El cielo era azul y el Sol cegador, pero protegido tras las hojas jugaba a desafiar la fuerza de sus rayos, y a espiar el paisaje que me rodeaba, viejo mundo entre montañas, tan antiguo como el de la Ilíada, cuya historia habían empezado a contarme a la fresca sombra de las parras y los libros, en aquella vida de Renacimiento. De pronto, se interrumpía el idilio y oía que me llamaban a los lejos. Me buscan, pero no contesto. Ni me muevo. No quiero que me encuentren, porque disfruto de esa secreta libertad. Así que sigo muy quieto, mimetizado como un lagarto entre plantas y pequeños animales salvajes, en familiar armonía con el entorno.

Esa secreta libertad, que entonces empezaba a parecerme amenazada por los satélites nocturnos y luego por la repentina invasión de los móviles, durante aquel cambio de siglo y milenio que nos llevó del mundo analógico al digital, hoy me sigue pareciendo un tesoro. Un ejemplo de la libertad y el anonimato en que viven todas las criaturas de la naturaleza. Yo entonces debía de pensar: «Que me dejen en paz. Con lo bien que se está aquí, al sol y arrullado por el campo».

Y ahora pienso que aquel niño extendería su amonestación a los cantos de sirena del adulto: «Que me dejen en paz. Toda esa parafernalia y ese escaparate indiscreto de pantallas y redes sociales. ¡Qué necesidad hay de ser visto todo el tiempo! ¡Como si lo que sobrase no fuera justo eso! ¡Toda esa publicidad y ese ruido de espejos y egos, que no nos deja escuchar la épica que nos rodea!».

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