La reivindicación del amor romántico de los asexuales

Escena de acercamiento de los protagonistas de ‘Slow’.

La película lituana ‘Slow’ habla de la batalla de los cuerpos cuando, en una pareja, uno de los integrantes goza del erotismo y el otro lo evita. En una época de tanto sexo sin amor, resulta difícil comprender la afectividad despojada de la carne… El chico de la película ha aprendido a decirlo con todas las letras: “Soy asexual”.

La primera escena de la película lituana Slow, que se estrenó la semana pasada en España, ya denota que quien escribe y filma es una mujer: Marija Kavtaradze. “Dime que me amas”, le pide un chico a la protagonista, en medio del acto sexual. “Pero si apenas te conozco”, le responde ella, con sinceridad y desconcierto. Él insiste. Elena (Greta Grineviciute) duda y, en silencio, hace cálculos rápidos (también quiere que la cosa acabe bien), porque está disfrutando y ya no quiere volver atrás. Sabe que hay hombres que necesitan un “te amo” para mantener la erección. Tras un silencio que sugiere esa evaluación de pros y contras, ella se pone pragmática y complace: “Te quiero”.

A (casi) todas nos ha pasado que nos pidan decir el amor en esta época de desapego, descreimiento, fugaces caricias exprés (el aquí-te-pillo) y sexo con menos trabas que una charla sin intención con un desconocido en la calle. Porque con nuestros vecinos difícilmente entablamos algún diálogo que vaya más allá de un saludo desganado. Sin embargo, con un desconocido nos vamos a la cama y, a veces, para funcionar él (o ella) necesitan verse en un espejo de afecto.

“Ha muerto el prójimo”, proclama el psicoanalista Luigi Zoja (La muerte del prójimo, 2015, Fondo de Cultura Económica). La conclusión del pensador italiano llega precedida de la caracterización de un tiempo en el que, “vaciado el cielo de Dios, la globalización y la revolución informática favorecen nuestra solidaridad con personas lejanas (…), una tendencia se enlaza con la indiferencia hacia quien está cerca, nuestro vecino, como producto de la cultura de masas y la descomposición de los valores tradicionales”.

Huérfanos de la autoridad divina y sin la posibilidad del prójimo, prosigue Zoja, “en el siglo XXI predominan la distancia y las relaciones mediadas de la técnica, por lo cual, la búsqueda de la intimidad reaparece en formas tortuosas”. Esa necesidad de proximidad, reprimida, “se disfraza de sexualidad o de otros impulsos hoy formalmente permitidos”, explica.

Los protagonistas del paisaje actual son estos cuerpos sin amor que nos cruzamos como los habitantes más normales de la vorágine urbana. Son/somos los ciudadanos y ciudadanas adaptados a la sociedad de consumo que optimiza (y monetiza) expresiones, objetos y deseos… Somos los que no vamos desperdiciando intercambios ni perdiendo el tiempo, porque hay prisa para llegar (¿adónde?).

Y puesto que “el hombre no necesita aprender a desear”, ya que “el deseo es una prolongación directa de sus apetitos animales”, quien no desea con lujuria se convierte en sospechoso, o apestado, un solitario rodeado de extraños a los que no puede dirigirse si no tiene una razón, alguna transacción o intención erótica en las que sustentarse.

Pero también hay amores sin cuerpo…

Al contemporáneo y frecuente cuerpo sin amor se le contraponen, sin embargo, algunos amores despojados de cuerpo, que no son platónicos porque son explícitos, intencionadamente asexuados. Este es el dilema que presenta Kavtaradze en Slow –una película coproducida por Galicia y premiada en Sundance–, a través de la relación de la voluptuosa Elena y el afable Dovydas (Kestutis Cicenas).

Elena y Dovydas se conocen trabajando y ambos lo hacen con el cuerpo: ella es bailarina y él, intérprete de la lengua de signos. Su relación evoluciona tan naturalmente que hace que el encuentro se parezca a un milagro en tiempos con tan pocas posibilidades de sincronizarse afectivamente con alguien. El vínculo es pura luz y tersura hasta que la primera caricia erotizante topa con un borde áspero: a él lo incomoda la excesiva intimidad y ella se siente rechazada.

Por fortuna, el chico ha aprendido a decirlo con todas las letras: soy asexual. Lo que sigue es la batalla de los cuerpos y los infinitos laberintos mentales en los que nos internamos autoasignándonos errores, llenándonos de culpas o ideas que parecen brillantes para desafiar los límites del otro. “No quiero que nadie intente cambiarme”, insiste Dovydas, aunque alguna vez caiga en la trampa del hombre que debe imponerse en la manada a otro macho, a través de la exhibición de su virilidad.

Elena procura amoldarse a esos cercos, renunciando a su propio deseo, y empuja al espectador a preguntarse hasta dónde se pueden obviar las pulsiones del propio cuerpo (o limar sus aristas) para encajar con el de otro.

¿Cómo sabes que me quieres si no me deseas?

Ella busca alguna verdad acercándose a gente que no comparte su sensibilidad, como una amiga monja que, con toda espontaneidad, narra su experiencia vital sin Lust.

Y aquí radica la virtud de la película: en algún momento, llegamos a cuestionarnos todo. ¿Acaso no hay insatisfacción en las parejas que sí tienen sexo? Claro que la hay, es la contestación evidente. Porque así como el sexo fusiona (y une como pocas acciones pueden unir) nos deja invariablemente insatisfechas/os, o vacíos, o desconcertadas. Tras el clímax, todo es paisaje yermo en el que hay que empezar a construir sin las expectativas preliminares, sino a partir de nuevas premisas, incluso desde los miedos que se robustecen. Entonces, nos acomodamos a las posibilidades de ese baldío, reiniciamos emociones y metas.

Tras el orgasmo, todo vuelve a ser espejismo, aunque los que no somos asexuales viviríamos peor sin ese horizonte erótico vital.

Mientras tanto, Elena sigue sin respuestas.

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