La relación sexual no existe

Ilustración: Pixabay.

Este es un concepto basal de la teoría de Lacan para explicar la imposibilidad de expresar con el lenguaje lo que significa la unión con el Otro esquivo, o más bien, atravesado por los fantasmas del Uno. ¿Por qué siempre parece más fácil explicar la sexualidad desde el funcionamiento del cerebro que dar forma al deseo con las palabras? De eso va nuestro artículo de hoy, con la recomendación de un libro del psicoanalista Massimo Recalcati.

En una época en que solo existe lo que se puede medir, resulta más convincente explicar el placer y las emociones por los grupos neuronales que estos involucran, añadiendo que en cada individuo intervienen su contexto, sus experiencias y su biografía, que hablar de los equívocos del goce en psicoanálisis. O de la imposibilidad de decir, o de escribir, la relación sexual, en términos lógicos, tal como plantea Jacques Lacan.

Suele resultar más sencillo entender en términos concretos, mensurables, por qué cada persona experimenta placeres oscuros o deseos inconfesables, o falta de deseo, o pulsiones alejadas de la norma, dependiendo de la actividad de unos neurotransmisores que, a su vez, responden a la actividad de la mente (la psique) en torno a traumas particulares, relaciones parentales que dejan fobias y/o gozos de lo vivido en el pasado. Estos sentimientos –y sus grietas– pueden ser explicados fisiológicamente, porque desatan determinados chutes de dopamina, endorfina, adrenalina u oxitocina.

El amor, el apego y otras atracciones han sido mil veces descritas desde el funcionamiento hormonal y el de los receptores cerebrales que se activan, ¿no?

Así es. Por el cerebro pasan todas nuestras experiencias sensoriales, pero también aquello que no es tangible (los miedos, los pensamientos, las fantasías), incluso lo que no necesariamente pertenece al territorio de la vigilia, sino a lo onírico. Al parecer, se trata de un órgano tan flexible (y expansible) en sus volteretas que deja entrar también las pesadillas que se manifiestan en sofocos, taquicardia o aullidos. Ese pavor puede provocarlo una ola ficticia gigante que nos amenaza, a la vez que nos deja con la boca seca de una angustia literal.

Otras veces, esos mecanismos fluidos de ida y vuelta provocan una respuesta fisiológica amable al gozo del sexo soñado con gente inventada, cuyas caras y cuerpos tienen formas que no conocemos (y que a veces nos lleva a despertarnos en una masturbación involuntaria), o al tacto suave del roce de una mano que es como la espuma (y da un efecto tranquilizador).

Sin embargo, nada de esto significa que las circunvoluciones o las anfractuosidades del cerebro alcancen para explicarnos o explicar lo que nos sucede, y menos en terreno subjetivo, individual.

El Uno no se relaciona con nada, nos previene un estudioso de la mente y la lengua, como Lacan. Al mismo tiempo, ninguna verdad puede alcanzarse en tanto la palabra es incapaz de abarcar lo real del sexo.

La imposibilidad del Uno para acceder al Dos

Psicoanálisis y neurociencia no son excluyentes, como no es excluyente que existan historiadores y arqueólogos, o paleontólogos y biólogos o etólogos. Como no es excluyente que un antropólogo estudie unas relaciones sociales y los lazos rituales de un grupo, mientras un geólogo mide los niveles de radiación de las rocas de una montaña o los metales presentes en los ríos, y un ambientólogo precise el tipo de emisiones de gases contaminantes que emanan de las fábricas que rodean los sitios en los que habita esa misma comunidad. Y un día alguien unirá especulativamente los resultados de todos esos saberes, y probablemente lo hagan un filósofo, un sociólogo y/o un psicoanalista.

¡Vaya precalentamiento para recomendar que, hoy, más que nunca, podríamos ahondar en el concepto lacaniano de que la relación sexual no existe!

Pues, sí. Esto puede afirmarse únicamente desde el psicoanálisis. Y una vez comprendido lo que alberga esta declaración, (casi) nadie estará en desacuerdo.

Quien actualiza el concepto esta vez y lo desgrana para hacerlo comprensible y dar cuenta de las múltiples entradas que este puede tener es Massimo Recalcati, un respetado psicoanalista, de quien la Editorial Herder ha publicado recientemente ¿Existe la relación sexual?, un libro aparecido en idioma original en 2021 y traducido este año al castellano, y cuyo subtítulo es Deseo, amor y goce.

En la declaración de principios, Recalcati afirma que la sexualidad humana nada tiene que ver con los instintos y que poco hay en nosotras/os que pueda compararse con el instinto animal o con el sexo reproductivo, y eso es lo que nos causa desazón en las relaciones erótico-afectivas. En cuanto seres hablantes, “inmersos en el lenguaje”, no podemos “beneficiarnos plenamente de la gracia natural del instinto”, advierte.

“Nada está más lejos de la realidad humana que la idea de que el sexo es la expresión natural y armónica de una potencia liberadora”, sostiene.

El sexo, dice Recalcati, “no puede ser nunca algo pacificado, plenamente hedonístico, libre de conflictos”. No es posible “cultivar la ilusión de una naturalización de la sexualidad humana”, añade, ni, por supuesto, puede considerársela una “mera descarga fisiológica de una tensión acumulada” y mucho menos, un alineamiento satisfactorio del deseo en el cauce cordial de una relación amorosa.

Luego explica muy didácticamente por qué uno de los grandes méritos de Jacques Lacan “consiste en haber liberado el goce femenino de la sombra de la primacía del goce fálico”. Para quienes quieran un resumen al paso de esto, diré que Lacan es el que explica que tener un falo (el cual, para tener potencia, debe erguirse) implica siempre un terror a la no-erección, lo que equivaldría a la castración (o no tenerlo). Por el contrario, la mujer –anatómicamente definida como tal– al no tener falo (o sea, al carecer de algo que pueda estar enhiesto o fláccido) LO tiene. Es decir, la mujer siempre tiene el poder sexual enhiesto.

Esto, que echa por tierra la hipótesis de la envidia del pene del maestro, elimina la interpretación de cualquier subordinación de la sexualidad femenina al deseo del macho, al menos por parte del psicoanálisis.

Sin embargo, esa infinita posibilidad (y disponibilidad) para el placer de quien carece de algo que pueda fallar mecánicamente, a su vez, suele ser la fantasía abisal del hombre frente a Otro/Otra insaciable a la que no pueda complacer. De otro modo, el sujeto actual puede temer a la concavidad que quizá siga alimentándose de miembros viriles ajenos, como se contaba en las historias medievales de las vaginas dentadas, y sentir, simultáneamente, deseo y pavor frente a la transexualidad.

El caso es que siempre parece haber una imposibilidad, o un terror explícito o implícito (de ahí la misoginia, entre otras fobias) hacia lo que se desconoce, representado en el Otro. Esto se debe a que “nuestra relación con el sexo nunca es normal, natural, nunca está ya establecida, definida de una vez para siempre, sino que en todos los casos se presenta un poco oblicua, estrafalaria, anómala, singularmente torcida”.

En el sexo siempre se corrobora que los dos no están hechos para ser uno, y que ninguno está en condiciones de salirse de sí mismo para ser otro. Por otra parte, la inexistencia de la otredad (el Dos) haría, de nuevo, imposible una relación… O la pescadilla que se muerde la cola.

“Si el cuerpo sexual es, por un lado, autoerótico, por otro lado está expuesto siempre a la relación (…) La existencia de nuestro cuerpo sexual muestra que la vida humana está originariamente expuesta a la relación con el otro”, escribe Recalcatti.

O con uno mismo o con varios más, nunca con el otro, a solas

Freud escribió que el acto sexual es un suceso que implica, como mínimo, a cuatro personas. Explica Recalcati el porqué: “Porque no solo están presentes los dos amantes sino que a cada uno de ellos lo acompaña, en el inconsciente, su correspondiente fantasma”. Este fantasma, indica el psicoanalista que compila al padre de la disciplina, es “una referencia a la bisexualidad activo-pasiva de cada persona”.

Desde la perspectiva de Freud, “es la presencia inconsciente de la bisexualidad lo que comporta que, en la vida erótica, los confines entre lo activo y lo pasivo, entre lo masculino y lo femenino, entre el ser sujeto y el ser objeto salten por los aires, sean arrollados por una fuerza que no acepta que se la canalice en compartimentos estancos”.

Recalcati insiste en la “naturaleza laberíntica –siempre desdoblada, alterada, trastocada– que el cuerpo erótico tiene respecto al cuerpo del ámbito de los instintos, respecto al cuerpo animal”. El goce brota, remarca, “más que del órgano en sí, de la interferencia del fantasma en el cuerpo”, ya que “la vida erótica está hecha de una geografía que casi nunca encaja con la de la anatomía”.

Los genitales nunca tienen la respuesta. E incluso me atrevería a decir que ningún órgano compite con nuestros propios e intransferibles fantasmas, tampoco el cerebro.

Me remito ahora, de nuevo, a esos sueños con pulpos y personas sin sexualidad definida en términos binarios o con partes de cuerpos impenetrables (o viceversa) que se nos aparecen como símbolos de otras cosas, y que a veces nos causan placer o nos hacen despertar frustradas y confusas, en medio de la noche.

“El esquematismo de la unión genital  –propio del ámbito de los instintos– queda radicalmente alterado por el guion que impone el fantasma”, zanja el experto.

¿Qué hay, pues, del amor? Aquí vamos, de nuevo, con los juegos de palabras llenos de sentido de Lacan, para afirmar que amar es, efectivamente, dar nuestra carencia (aquello de “dar lo que no se tiene al que no es”).

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