La ‘tribu’ de los canaperos

Foto: Pixabay.

Nueva entrega (y van 13) de los Relatos de Agosto que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado para ‘El Asombrario’. Hoy dedicado a esa maltratada e incomprendida tribu de los canaperos profesionales. “La siguiente bandeja no pasará hasta dentro de veinte minutos, lo tengo calculado. Pruebo con la bebida”.

POR MARÍA OVELAR 

Soy un canapero profesional, un educado canapero profesional. Cuando empecé a alimentarme y beber gratis, no solo sobraban los canapés y los combinados, sobraban modales. Los invitados miraban los platos con interés e indiferencia, escogían lo que era de su agrado y masticaban, la boca cerrada, antes de acariciarse los labios con la servilleta. Nada que ver con esta jauría de famosos digitales que rapiñan como si hubieran viajado a un hotel todo incluido.

¿Y estas colas?, ¿dónde están los servidores con pajarita que justo en el momento en el que te acababas el burdeos te lo cambiaban por una copa llena?, ¿dónde las conversaciones sobre la última ópera?, ¿sobre la inauguración de un mexicano balinés?

Nueve años sin colarme en eventos. Mi visión no es la que era, ni siquiera con gafas. El corazón funciona cuando le apetece. Y encima ahora todo está mucho más controlado. Temo que me pillen. Que me echen. Pero en cuanto anticipo el burdeos en la campanilla, el jamón deslizarse por el paladar, siento el cosquilleo en las piernas, la saliva apelmazarse en la garganta.

Tengo que comer y beber gratis.

Hay una única barra para las bebidas al fondo, y a la derecha, el acceso a la zona de preparación. El punto en el que acaba un espacio y empieza el otro es el idóneo para demostrar mis dotes. La camisa se pega por el calor. ¿A quién se le ocurre organizar el vernissage del nuevo Chanel al aire libre en plena canícula? Si hubieran escogido los jardines del Museo del Traje… Cierro los ojos para no ver las butacas de plástico, y cuando tropiezo y piso algo, una joven con zapatillas plateadas y un tutú fluorescente me grita y me salpica con cerveza en la cara. ¿Cuál será su mérito?, ¿qué habrá hecho para comer y beber gratis?, ¿coleccionar seguidores?, ¿sacarse fotos y comentarlas con el vocabulario de un niño de cinco años? La joven sigue gritando. Me agarra de la muñeca. No me libera hasta que le piso el pie.

Me limpio el sudor de la frente y me posiciono entre la barra y el acceso al catering. Para marcar el territorio, camino en círculos con los brazos estirados y las orejas bien abiertas. Quiero presentir la salida del camarero, escuchar su andar leve, el silbido del delantal; admirarlo irrumpir como una estatua en movimiento. Pero es difícil abstraerse al enjambre de salivas que exclaman: ¡un vino blanco!, ¡una sin! Qué bajo hemos caído, coca-cola y en botella de plástico. Sigo con mi andar de oveja. Con los sentidos en alerta de un lobo. Me alcanza algo sobre unas hamburguesitas poco hechas, sobre el calor, sobre lo mal pagado que está el trabajo… Pero el camarero no sale. Y los minutos pasan. Pum, ppuuunn, puuunn. Los latidos del corazón cada vez más espaciados. El silencio entre ellos cada vez más grande. Me doblo por la mitad.

Mi jubilación coincidió con la fiebre de las redes sociales. No es que me hiciera falta seguir trabajando, pero me encantaba. Casi tanto como ser canapero. Pero lo de colarme en eventos también me lo quitaron.

Por fin, el inconfundible culetazo con el que algunos camareros abren puertas, y fiiiis, emerge tan veloz que me golpea y me hace girar. No se detiene como acostumbraban antaño. Tras recorrer unos metros, su silueta desaparece entre zombis glotones. Cuando lo alcanzo, solo han dejado migas y algún hilillo de cebolla caramelizada. Huele a orégano, a la transpiración dulce de la verdura. Me rasco el brazo como cuando mi hija averiguaba con la uña si le había tocado el premio del bollycao. Jimena, cuyo único mérito es haber seguido mis pasos.

La siguiente bandeja no pasará hasta dentro de veinte minutos, lo tengo calculado. Pruebo con la bebida. Los cuerpos parecen una oruga gigante que en vez de pelos, agita brazos. Serpenteo entre carne y sudor. La cerveza pisoteada me transporta a mi primer concierto, Mocedades; son las fiestas de Getafe, papá estruja latas, mamá se las renueva por otras fresquitas que yo llevo en una mochila-nevera.

Dos pasos hacia la barra, tres hacia atrás. Tras encajar los reveses, llego por fin a la barra. Pido un champán, no tenemos; un chardonnay, no tenemos; una doble malta, tampoco; bueno pues una rubia, y antes de ser tragado por la oruga gigante, huyo por la derecha. Tengo tanta sed que no me importa que la cerveza esté desbravada. La escupo con el corazón desbocado: un destello fluorescente me señala. Afilo la mirada a través de las gafas. Es la niñata del tutú. Está junto a otra silueta de espaldas. Otra famosilla en redes, sin duda. Están tramando algo…, ¿y si son parte de la organización?

En los baños, me sujeto a la pared para recuperar el aliento. Echo de menos el hilo musical, los rollos de papel de doble capa, las suaves toallas plegadas, la crema de manos. Mientras me lavo con un jabón que huele a amoníaco, la gente alarga la prótesis que es el móvil y se hace fotos.

Estoy a punto de venirme abajo: la bandeja ya ha salido, y por el reguero de azúcar, deduzco que hemos llegado a los postres.

Me siento bajo una palmera artificial.

Entonces, veo las zapatillas plateadas, el tutú. Y a su lado, Jimena.

—¿Papá, qué haces aquí? Pero si te lo tienen prohibido… Anda, vámonos. Pido un uber y nos marchamos a casa.

Me ayudan a levantarme y cuando mi hija me rodea con el brazo, siento el tacto frío de su móvil en la nuca.

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