La última llamada… de Ruth Toledano

Ruth Toledano fotografiada por Carlos Dobaño.

Ruth Toledano fotografiada por Carlos Dobaño.

Ruth Toledano fotografiada por Carlos Dobaño.

Ruth Toledano fotografiada por Carlos Dobaño.

Escritora, periodista, activista por la defensa de los derechos de los animales, conversamos con Ruth Toledano, una de las voces más críticas y necesarias del panorama mediático actual. Fundadora del espacio ‘El caballo de Nietzsche’, en eldiario.es y creadora de la organización no gubernamental multidisciplinar Capital Animal, Toledano apela a que cambiemos nuestros hábitos de producción y consumo si queremos seguir viviendo en un planeta sostenible. Debemos asumir nuestra responsabilidad, asegura en esta entrevista, “abrir los ojos, como pedía la escritora Marguerite Yourcenar, tomar conciencia, asumir las consecuencias de nuestros actos y de nuestros hábitos. Y en ese abrir los ojos redescubriríamos, además, unos valores olvidados y una belleza perdida”. 

Desde tu punto de vista, ¿cuáles son los principales retos ambientales a los que nos enfrentamos?

Son muchos los retos: el cambio climático provocado por el efecto invernadero de las grandes industrias, incluida en gran medida la de la explotación animal para consumo humano de carne y derivados; la tala salvaje de selvas y bosques; el extractivismo; la invisible destrucción de mares y océanos; la gestión mercantilizada del agua; el urbanismo especulativo… Todo ello es consecuencia de una doble irresponsabilidad humana: la falta de respeto por la vida y la naturaleza, y el gravísimo problema que supone la sobrepoblación de nuestra especie.

Vivimos siempre en lo urgente y olvidamos lo importante. Dentro de esta dinámica, parece que en la actualidad de los medios el medioambiente apenas tiene hueco. ¿A qué crees que es debido?

Creo que aún no existe suficiente conciencia social sobre la gravedad de la situación, y por tanto los medios no se hacen el eco suficiente de estas problemáticas. Pero considero que la razón principal de ese desinterés se debe, por un lado, al interés de las industrias y empresas por minimizar el impacto devastador de sus actividades y, por otro, al egoísmo propio de nuestra especie: hasta que el daño no nos afecta directamente preferimos mirar hacia otro lado. El problema actual es que no queremos darnos cuenta de que ese daño ya nos está afectando directamente, porque en el fondo sabemos que asumirlo supone un cambio de hábitos que la mayoría no está dispuesta a afrontar. Decía Bertrand Russell que valoramos más nuestros hábitos que nuestro propio beneficio, y a veces incluso más que nuestra propia vida. Ahora esta característica humana está quedando más patente que nunca. Deberíamos atender, y no lo estamos haciendo, a lo que el filósofo y poeta Jorge Riechmann califica como ‘última llamada’.

En el cambio climático, ¿qué responsabilidad tienen los gobiernos?

Los gobiernos tienen una enorme responsabilidad, pues no actúan con la contundencia que exige la situación porque están sometidos a la presión de los lobbies económicos. Un gobierno honesto debería informar a la ciudadanía sobre una realidad que si no se combate te convierte en cómplice. Lo que debemos preguntarnos también es si esa ciudadanía está dispuesta a recibir una información y a actuar en consecuencia.

¿Debemos sentirnos culpables los ciudadanos por no hacer todo lo debido?

Creo que culpable no es la mejor palabra, aunque en mayor o menor medida todos lo somos. Lo que sí debemos es asumir nuestra responsabilidad, abrir los ojos, como pedía la escritora Marguerite Yourcenar, tomar conciencia, asumir las consecuencias de nuestros actos y de nuestros hábitos. Y en ese abrir los ojos redescubriríamos, además, unos valores olvidados y una belleza perdida.

¿Qué podemos hacer que no hagamos?

Podemos tratar de provocar el menor daño posible en nuestras propias vidas. Podemos informarnos y tratar de ser coherentes con lo que nos dice esa información, que hoy en día es muy fácil de encontrar. Y podemos implicarnos de manera activa contra el daño que produce el sistema, presionando a los gobiernos y a las empresas, pero también siendo canales individuales que hagan llegar a nuestro propio entorno la preocupación que tenemos y la información de la que disponemos. Cada persona es un agente activo de unas u otras ideas y, sin llegar a ser arrogantes, nuestra vida debe aspirar a ser un ejemplo de las mejores.

Aunque no es el motivo principal, una de las razones por las que dejar de comer animales es el medioambiente. ¿En qué medida influye el consumo de carne en el deterioro de la naturaleza?

Soy vegana, por lo que no solo no como carne ni ningún otro alimento que proceda de animales, sino que no utilizo productos derivados de la explotación animal, ni en el calzado ni en la ropa ni en los cosméticos. Rechazo un consumo que implica tantísimo sufrimiento en otros animales que sienten y padecen. Por lo tanto, es un veganismo antiespecista. Sin embargo, hay efectivamente otra razón para dejar de consumir los productos que impone el sistema carnista (como lo ha denominado la psicóloga y socióloga Melanie Joy en su libro Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas): el devastador impacto medioambiental que provoca la ganadería industrial. Que los animales estén hacinados, estabulados e inmovilizados en naves conlleva la desaparición en la naturaleza de pájaros, mariposas y abejas, que son fundamentales para la polinización de los cultivos y de las flores silvestres: algunos expertos se refieren ya a una “crisis de polinización”. Por otra parte, los animales son alimentados con un tercio del total de los cereales cultivados en el mundo, un 90% de la soja y un 30% de las capturas de pescado. Para conseguir un solo kilo de su carne hacen falta, además, 15.000 litros de agua. Con todo ello, podría alimentarse a tal cantidad de humanos que se acabaría con el hambre en el mundo. Si el gas metano y el óxido nitroso que emiten las vacas en forma de flatulencias son una de las principales causas del calentamiento del planeta, las granjas industriales provocan otro grave problema: el estiércol. Se produce en tal cantidad que termina filtrando las aguas locales y contaminando lagos, ríos y mares, lo que a su vez favorece una proliferación de algas que reduce los niveles de oxígeno y provoca la muerte de peces, bivalvos y gusanos. Por otra parte, los suelos pierden sus nutrientes y se agotan por el cultivo intensivo de cereales y soja para alimentar a esos animales. En esos grandes páramos desaparecen las aves y toda vida silvestre. Todo ello lo desarrolla Philip Lymbery en su libro La carne que comemos, publicado recientemente por Alianza Editorial.

En cuanto a la defensa de los animales, parece que a veces hay diferencias importantes entre el ecologismo y lo que podríamos llamar el entorno animalista. Mientras los primeros suelen ver a los animales como un todo, los segundos lo hacen como individuos. Se puede ver, por ejemplo, cuando hablamos sobre qué hacer con las especies invasoras. ¿Cuál es tu postura al respecto?

Mi política es antiespecista, de lucha por la liberación animal, entendiendo la necesidad de ayudar a cada animal como individuo y no como parte de una especie o de un ecosistema. Todos los individuos, humanos y no humanos, tenemos interés en nuestra propia existencia y en no sufrir daño ni opresión. El ecologismo clásico ha primado el beneficio de la especie y del ecosistema sobre los intereses de los individuos no humanos, intereses que no obstante respetarían de tratarse de individuos humanos. Desde un punto de vista antiespecista, esa postura supone una discriminación moral injustificada. Sin embargo, existe una, digamos, nueva ola del ecologismo que es el ecofeminismo, impulsado en España por la filósofa Alicia Puleo y ampliado desde la liberación animal por la joven ensayista Angélica Velasco Sesma, de quien recomiendo su reciente libro La ética animal. ¿Una cuestión feminista?, publicado por Cátedra.

Exposición de Capital Animal en el Centro del Cultura Contemporánea del Carme de Valencia. 

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