“La única economía que vale es la que produce felicidad”

Una pintada en Casablanca con la imagen del pensador y agricultor franco-argelino Pierre Rabhi. Foto: Bertrand Soubeyrand.

Los seres humanos llevamos unos 300.000 años en este planeta. Durante la mayor parte de este tiempo hemos vivido en una cierta armonía con la naturaleza. Ese equilibrio planetario se resquebrajó con el nacimiento del sistema económico capitalista hace unos siglos y la aceleración de la industrialización y el crecimiento ilimitado a partir de 1950. Así lo entiende el antropólogo Jason Hickel en su libro ‘Menos es más’, publicado recientemente en España por la editorial Capitan Swing. El autor propone el decrecimiento y el desarrollo de una economía totalmente distinta, que se organice en torno a la prosperidad humana y la estabilidad ecológica, y no sobre la acumulación constante de capital. Esta propuesta de Hickel entronca con otra idea reivindicada hace unos años por el recientemente desaparecido pensador y agricultor Pierre Rabhi: la sobriedad feliz (Errata Naturae): “La única economía que vale es la que produce felicidad y moderación”.

“Cambiar de paradigma significa, según nuestras aspiraciones, poner al hombre y la naturaleza en el corazón de nuestros intereses, y todos nuestros medios a su servicio. Cuidar el planeta, respetar su integridad física y biológica, aprovechar sus recursos con moderación, instaurar en él la paz y la solidaridad entre los humanos, en el respeto de toda forma de vida, es el proyecto más realista y magnífico que pueda haber”, señala Rabhi en Hacia la sobriedad feliz.

Un niño en el sur de Argelia, en el norte de África, observa a su padre encendiendo el fuego, labrando el metal, reparando las herramientas de los hombres humildes que trabajan la tierra, nutricia de muchos. Cada golpe de martillo deja en el aire un sonido primitivo, cosmogónico, una música cotidiana y alquímica que fluye alegre por el taller y consuela, un rumor que forja una vida que es ascética, frugal, muy precaria, pero es una vida digna, que sabe a milagro.

Son los años 40. El niño, que se llama Pierre, Pierre Rabhi, que admira en silencio a ese hombre que con sus manos armoniza el mundo, que le da sentido, percibe en el rostro de su padre una preocupación, una honda desazón de la que infiere que algo está cambiando. Los sastres que zurcen la tela, los zapateros que remiendan las sandalias, los carpinteros que barnizan la madera o los herreros, los Vulcanos de carne y hueso como pintados por Velázquez, ya no se arremolinan alrededor de la fragua, no se gastan bromas, no beben té mientras tratan sobre temas baladíes o demasiado serios. No, a esos artesanos, a esos hombres sencillos como su padre, los ocupantes franceses, los colonizadores de siempre, les han propuesto, o más bien impuesto, un trabajo asalariado para extraer la hulla, que luego será transportada en trenes que agrietan el silencio y resquebrajan la quietud de una armonía que sostiene a una comunidad donde el tiempo no se cuenta. El progreso y la modernidad han llegado.

Así recuerda esta nueva época Rabhi en su libro Hacia la sobriedad feliz: “El reloj de pulsera adorna cada vez más muñecas, para ir más rápido se multiplican la bicicletas, el dinero se introduce en todas las ramificaciones de la comunidad. Las tradiciones adquieren un perfume anticuado, pasado. Ahora hay que ponerse al día de la nueva civilización”.

Los insectos

Otro niño, en Esuatini, el pequeño país del sur de África conocido antes como Suazilandia, viaja a menudo con su padre en una camioneta. Cuando acaban el trayecto, especialmente los de larga distancia, tienen que limpiar todos los insectos que se han acumulado en la rejilla del vehículo. Quitan capas de mariposas, polillas, avispas, saltamontes o escarabajos de diversas especies y colores. Ese niño, al que le preocupa la naturaleza, recuerda que su padre le contaba con entusiasmo que los insectos que había en la Tierra pesaban más que todos los animales juntos, incluidos los seres humanos.

Son los años 80. A ese niño, que se llama Jason, Jason Hickel, toda aquella abundancia entomológica, toda esa biodiversidad de seres pequeños le da confianza y se imagina un futuro esperanzador. Como se siente fascinado por ellos, los persigue por toda la casa, libreta y boli en mano, con un sentido taxonómico, que pronto intuye imposible: hay tantos insectos pululando que no hay manera de contarlos.

“Cuando he vuelto al sur de África en los últimos años para alguna investigación, he acabado con la rejilla del coche más o menos limpia”, explica Hickel en las primeras páginas de su libro Menos es más. Cómo el decrecimiento salvará el mundo, a lo que añade: “A finales de 2017, un equipo de científicos informó de unos hallazgos extraños y bastantes alarmantes. Durante décadas habían estado contando minuciosamente los insectos de varias reservas naturales de Alemania. Los resultados fueron demoledores: tres cuartas partes de los insectos voladores habían desaparecido en un periodo de 25 años y concluyeron que la causa era la conversión de los bosques circundantes en terrenos agrícolas y el uso intensivo de productos agroquímicos”.

El crecimiento perpetuo

Cualquiera de nosotros, sea de la generación de Rabhi o la de Hickel, ha sido testigo desde su infancia de cambios profundos y acelerados en su entorno. Para Pierre Rabhi, la modernidad habría podido ser una gran oportunidad para la humanidad, ya que ha traído indudables avances científicos, tecnológicos y humanísticos en todos los órdenes de la vida. “Pero cometió el error fatal de subordinarlo todo al lucro. El éxodo conquistador de los europeos ha instaurado un orden mundial que acarrea la conocida división Norte/Sur y sus gigantescas desigualdades, erigiendo una divinidad protectora absoluta a la que llamamos economía. El ciudadano sin salario y sin recursos pierde su realidad social: se reduce al estado de indicador del nivel mínimo de la prosperidad nacional”.

Esa economía capitalista se ha construido en torno a la dominación y la colonización del ser humano y su desigualdad, el crecimiento perpetuo, el lucro y el beneficio, y la extracción ilimitada de los recursos de una naturaleza limitada, de la que nos sentimos separados, a la que vemos como enemiga. Como consecuencia, los suelos se están erosionando por los métodos industriales agresivos y los productos químicos, cuyos vertidos que llegan a los ríos y a los mares están afectando los ecosistemas; las poblaciones de peces están sobreexplotadas y en declive, y en algunas zonas podrían descender a cero antes de 2048; las emisiones de carbono por nuestra acción diaria está acidificando los océanos, que ya provocó extinciones masivas en el pasado, y ha aumentado las temperaturas, desencadenando olas de calor mortíferas como la que sacudió Europa en 2003, que dejó 70.000 muertos en unos días; a más calentamiento, los bosques se están secando y volviéndose más vulnerables a los incendios forestales como el de Australia en 2020, que ocasionó la muerte de mil millones de animales salvajes; el número de tormentas anuales se ha duplicado desde la década de 1980 y el nivel del mar, por el derretimiento de los polos y otras causas, se prevé que suba entre 30 y 90 centímetros más antes de que acabe este siglo, lo que transformará todo el litoral mundial.

“Hasta la fecha apenas hemos incrementado la temperatura 1 grado centígrado con respecto a los niveles preindustriales. En 2020, y según nuestra trayectoria actual, llevamos camino de alcanzar un aumento de hasta 4 grados antes de finales de siglo. Los seres humanos nunca han vivido en un planeta así. ¿La ola de calor mortífera que sacudió Europa en 2003? Eso será un verano normal. España, Italia y Grecia se convertirán en desiertos, con un clima más parecido al del Sáhara que al del Mediterráneo que conocemos hoy. Oriente Próximo quedará sumido en una sequía permanente”, explica Hickel, que señala el nacimiento y ascenso del capitalismo en los últimos siglos y su aceleración a partir de 1950 como el punto de partida y las causas de los desequilibrios del planeta. “No estamos en el Antropoceno, estamos en el Capitaloceno. Lo que caracteriza a este sistema no son los mercados, sino el hecho de que se organiza en torno al crecimiento perpetuo. Inserta cantidades cada vez mayores de recursos naturales y mano de obra humana en flujos de producción de bienes y servicios. Y como el objetivo es obtener y acumular una plusvalía, tiene que adquirir estas cosas al menor coste posible. El capitalismo nos ha llevado a una situación de desequilibrio con el mundo viviente”.

Un cambio de paradigma

Pese a estos indicadores, a Rabhi y Hickel les mueve el optimismo y la esperanza y proponen un cambio de paradigma global, una forma de vivir basada en la reciprocidad y la interacción con el mundo viviente, situando a la naturaleza y al ser humano en el corazón de nuestros intereses, y la economía y todos nuestros medios a su servicio. Un arte y una ética de vida con sentido, edificada sobre valores como la igualdad, la justicia, la belleza, la verdad, la sobriedad, la compasión, la gratitud y la solidaridad. “La única economía que vale es la que produce felicidad y moderación”, dice Rabhi. “Lo que tenemos que hacer es cambiar la forma en que funciona la economía, organizarla en torno a la prosperidad humana y la estabilidad ecológica, no en torno a la acumulación constante de capital”, señala Hickel.

Rabhi nos habla de sobriedad; Hickel de decrecimiento; uno y otro nos piden lo mismo: un cambio individual y colectivo para afrontar, antes de que sea demasiado tarde, los desafíos a los que nos enfrentamos: la desigualdad, la injusticia, el cambio climático, el colapso ecológico… Mañana será tarde.

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