‘La ventana de los vecinos’

http://www.metmuseum.org/art/collection/search/306255

Mujer en una ventana abierta con una jaula de pájaros. Fotografía de Calvert Richard Jones de finales de 1840. / The Metropolitan Museum of Art New York.

“A tres metros de distancia –la anchura que tiene el patio– mis vecinos aún duermen. Son tres. Dos hombres adultos y un adolescente”. Estamos encerrados, no podemos salir y las ventanas de los vecinos nos atrapan y convierten, aunque nunca lo hayamos sido, en voyeurs. Segundo de nuestros Relatos de Verano en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado. Nuestro particular ‘Decamerón’ a partir de la Covid-19. La exaltación de la vida y la humanidad.

POR BLANCA FERNÁNDEZ

“No puedo salir de casa”. Eso fue lo que pensé al despertar.

A tres metros de distancia –la anchura que tiene el patio– mis vecinos aún dormían.

Por intimidad, ellos y yo usamos cortinas que dejan pasar la luz y nos reservan de miradas indiscretas. Descorrí las mías y deseé que se levantaran, quería gente mientras desayunaba, porque vivo sola y la televisión se me ha quedado corta. Ellos también abren las suyas. Les apremia la necesidad de vitamina D o mitigar el ansia de fuga del que vive encerrado junto a otros. Este permanecer en casa obligatorio es una escayola en la pierna sin necesidad de prismáticos.

Por eso, empecé a comprobar si yo era más o menos madrugadora que ellos, a envidiar sus macetas, me esmeré en regar las mías, cantándoles bajito. Me apoyo en la ventana y permanezco escondida, muda, el edificio es silencioso. Observo las siluetas del dormitorio a la cocina o al salón. El dormitorio es rojo, la cocina de azulejos naranja. Por sus movimientos adivino si tienen un buen día. Me apetece que discutan porque se menean más rápido y huele a comida quemada.

Son tres. Dos hombres adultos y un adolescente. El chaval tiene cuerpo de lagartija, desgarbado y albino. Sueño con sus ojos glaucos, mirándome desde los pies de la cama. Sueño que repta por las paredes.

A primera hora de la tarde, oigo cómo uno de los hombres bufa al soltar las bolsas de la compra. Es calvo, gordo, renegrido como si trabajase en el campo, aunque estemos en Madrid, su rostro de tierra seca podría descomponerse en polvo.

El pelo rizado y moreno del otro se agita. Es guapo, esbelto, el dios griego de cualquiera. La cabeza calva se le acerca, me da la espalda, no veo sus gestos. Entonces aparece el chaval en la cocina y se oye un golpe. Imagino que una gota de sangre cae sobre las baldosas impolutas después de horas de lejía por el dichoso virus que nos encerró.

El guapo se mueve, los rizos sobre la nuca como miel castaña, se dirige al baño y reaparece con un palo y un cubo. Friega el suelo ahí donde había estado el chico y la cabeza calva le indica algo.

¿Podría ponerme la mascarilla, tocar a su timbre y pedir una pizca de sal? De esta forma sabría cómo huelen, sobre todo el guapo. El chaval no tendrá olor ni sabor, es transparente. La casa en cambio huele a incienso cuando ventilan, lo prenderá cara marrón, que tiene cuerpo de buda, es posible que les obligue a repetir un mantra.

Creo que el chaval quiere escapar, se acerca a la puerta a descorrer los cerrojos y no puede, porque cara marrón le echa el brazo por encima fingiendo una caricia y le besa el pelo transparente y lo sienta en el salón y le palmea el muslo. El guapo se sienta al otro lado, el albino en el medio, el calvo coge el mando y pone la tele, fingen mirar a la pantalla. Seguro que fingen, pero lagartija no tiene fuerzas para moverse. Se escucha música, son ya más de las ocho y pienso que lo que suena es Dirty Dancing. Sucio, sucio, cargado de virus.

Contengo la respiración, me muerdo las uñas. Cara marrón gira la cabeza, me estudia –este patio es tan estrecho, tan estrecho–. Ellos también me vigilan, y camino de puntillas por la casa.

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