La Zaranda: ‘Mejor estar desorientados que ser uno de ellos’

Una escena de ‘Manual para armar un sueño’, de la compañía La Zaranda. Foto: Raúl Sánchez.

Quedarse con lo vital, porque siempre hay esperanza en este camino para el que solo hace falta esquivar a los vendedores de impacto y hacerse preguntas. Esto podría resumir la poética existencial de ‘Manual para armar un sueño’, la pieza teatral que pone en escena la compañía jerezana La Zaranda, en el Teatro Español de Madrid hasta este domingo. Frente al presente inundado de superficialidad, aseguran que solo “quienes se extraviaron creen que llegaron a alguna parte”.

Contra las voces de aquellos que nos inducen a aceptar el fin de cualquier utopía, con mansedumbre, estos hombres experimentados de La Zaranda nos animan a escribir un Manual para armar un sueño. Este es el nombre de la última puesta de la compañía jerezana  que no casualmente ha cambiado su apellido desde aquel legendario Teatro Inestable de Andalucía La Baja –que tuvo desde su creación, en 1978– al actual Teatro Inestable de Ninguna Parte, adoptado en 2017.

La justicia (con minúsculas) estará en algún lugar: hay que buscarla, según un actor retirado que encuentra a alguien, en el fondo del espejo, “donde viven los personajes” (¿su propio reflejo dubitativo?), y lo invita a aventurarse en esa exploración, fuera de los confines de la banalidad. El viejo intérprete del gran teatro indiscutible de la humanidad nunca se ha sentido reconocido y ya ha dejado de esperar aplausos.

Sin embargo, nada lo hará rendirse frente a la esperanza de dar con ese sueño humanista de contornos desconocidos: “Todos sueñan lo que son, aunque no lo entiendan”, le explica a su acompañante.

Habla de “una luz” o “un reflejo” que pueda acallar a las sombras del espejo. Repite sus balbuceos porque descree de quienes sostienen con firmeza que hay que “llegar a alguna parte”. Solo “los que se extraviaron creen que llegaron a alguna parte”; de eso sí está seguro.

A los espectadores nos convence: algo de verdad (y equidad) habrá en algún recodo del camino, aunque demos vueltas en círculos, eludiendo las tentaciones y servidumbres de la sociedad de consumo; aunque movamos cosas absurdamente, de un lado a otro, durante buena parte de nuestra existencia.

Por supuesto que hay que sostener la esperanza.

Esperanza, sí, pero zarandeada, o tamizada por un cedazo simbólico que permite extraer los sueños de entre los terrones de barro reseco que lo tapan todo y los pedruscos de vanidad (o sumisión) que se nos incrustan en la nariz hasta hacernos perder el olfato, o que se nos meten bajo las uñas y nos impiden oponernos al alud de mezquindad, a la burocracia (como el señorío “de los mediocres”) y al cinismo contemporáneos.

Mejor estar desorientados que “ser uno de ellos”.

Frente a este presente en que la creación artística está sometida a los criterios comerciales del ocio, se alza la imagen del colador real sobre el escenario, como objeto que simboliza las intenciones de estos poetas del teatro, al inicio y el final de la obra.

Repetirse es creer en lo que se dice

“Yo hago teatro por ensayar, no por el público”, dijo alguna vez el dramaturgo Eusebio Calonge, el alma de las letras de La Zaranda, que descree de ellas si no están filtradas por la sintaxis del cuerpo de los personajes y la semántica del escenario. En su dramaturgia hay, pues, esa convicción de que la vida, como el teatro, se hacen en cada intento, cada paso, cada cambio de rumbo, cada tachón o repetición y subrayado. En este caso, y por apuntar nombres ineludibles en las filas jerezanas, sobre el escenario está Paco de La Zaranda, director, diseñador del espacio escénico y actor principal, para respetar las comas –y otros signos ortográficos que permitan la respiración y el aliento humano–, e incluso para poner en cuestión todo lo demás, incluido el texto. Lo acompañan Gaspar Campuzano, Francisco Sánchez y Enrique Bustos.

Son los mismos de siempre, andando a tientas, con humor irreductible y dándole vueltas a cuestiones que pueden examinarse filosóficamente como el buscar y el encontrar, las sombras y los reflejos, la materia de los sueños, o el arriba y el abajo. Cuando te crecen alas es para caer, sugieren. De ahí que si les achacan lo de hacer siempre la misma pieza, y repetirse, ellos contesten con una frase de Emile Cioran: “Repetirse es demostrar que se cree en lo que se dice”.

En efecto, en el templo que es el Teatro Español de Madrid, están de nuevo todas las marcas de La Zaranda: esa luz cenital con la intensidad de las velas en un castillo medieval, tablas que arman y desarman cosas (escaleras, estrados, puentes, cárceles, mesas, corrales, puertas a ninguna parte); cestos para ir a la mina subterránea a recoger minerales, o en los que podría haber alimentos u hojas de contratos y formularios con infinitos anexos; caballetes (para cabalgar caballos de madera), carros, perchas, cuerdas… y una única silla, tapizada, que es el territorio que alguien ha conquistado ya.

En un viaje a un lugar de esperanza sin nombre, hay que sortear laberintos y obedecer para surcar el pasillo estrecho en la dirección correcta. La “poética del teatro” para Calonge podría erigirse en un “acto de rebeldía” frente a la “marea de superficialidad”.

Su laconismo es lo contrario de la novedad y el impacto, porque la vida quizá se trate de seguir aquel espíritu spinoziano: llegar solo a la versión posible de nosotros mismos. Y encarnar tus dudas. Porque las preguntas nos guían; respuestas no nos hacen falta para avanzar.

En sus redes, La Zaranda presenta su última pieza con unas líneas que parecen un epílogo con homenaje al hidalgo caballero Quijote incluido: “¿Creerán que podemos volar? Lo creerán los que, como nosotros, puedan imaginar; al resto qué le importa, siempre estarán allí abajo, juzgando el vuelo de los demás, pensando que Clavileño nunca será un Pegaso”.

‘Manual para armar un sueño’. La Zaranda. Teatro Español, Madrid. Hasta el 17 de marzo.

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