Las flores talladas de Yoshihiro Suda, la grandeza de lo pequeño

Una de las flores de Yoshihiro Suda en la galería Elvira González.

Estamos tan conectados a todo lo que nos rodea, tan inmersos en nuestro mundo ruidoso y móvil, que no prestamos atención a la conmoción que a veces nos provoca lo insignificante. La galería Elvira González de Madrid expone hasta el último día del año la obra de Yoshihiro Suda: esculturas hiperrealistas de flores y plantas a tamaño natural delicadamente talladas en madera de magnolio que brotan en rincones inesperados, con las que el artista japonés nos habla del valor de lo que pasa desapercibido y de las sensaciones que pueden llenar un espacio vacío.

Hay un término japonés, intraducible en Occidente, que alude a la capacidad sensorial de un espacio: ma, que significa algo así como un vacío lleno de sensaciones. El ma puede ser un estado mental, temporal o espacial, y puede existir entre personas, momentos o lugares. Se diría que es lo contrario al ámbito ruidoso y móvil en el que vivimos todos: el tráfico, las calles y la gente, los bares, la televisión, los noticiarios y debates, Internet, las redes. Nuestro mundo, lleno de ensordecedoras distracciones.

La galería Elvira González de Madrid expone por tercera vez la obra del artista japonés Yoshihiro Suda. En este espacio terso y silencioso de paredes blancas, sus minuciosas esculturas vegetales surgen de pronto en rincones inesperados: esta ramita de uva silvestre que parece brotar del mismo tabique o la diminuta hoja de arce que duerme en el suelo, como si alguna corriente invisible la hubiera empujado suavemente hasta aquí. Hay que fijarse bien para descubrirla ahí abajo, junto a tus pies, y parece tan frágil que, igual que cuando encuentro en medio de algún camino uno de esos preciosos escarabajos azulados, me asalta de pronto el temor de que alguien distraído pueda llegar a pisarla y la quiebre.

Yoshihiro Suda nació en 1969 en Yamanashi, una prefectura a los pies del monte Fuji rodeada de granjas y viñedos, pero después se mudó a Tokio y fue allí, mientras estudiaba y descubría la tradición del arte japonés con su prolija expresión del detalle, donde empezó a pensar en el campo con cierta nostalgia y a tallar sus esculturas de plantas y flores. En 1993 montó su primera exposición individual en un camión alquilado que aparcó en una calle de Ginza; a partir de entonces comenzó a obtener reconocimiento y hoy su obra se expone en Japón y en todo el mundo. Suda talla siempre sus esculturas en madera de magnolio, en la variedad más común en Japón llamada hoonoki, porque fue una de las primeras plantas con flor que surgió en la Tierra hace millones de años. Hay magnolios en todas partes, crecen en espacios naturales y en jardines de todo el mundo; su antigüedad y su vida en entornos cotidianos es una condición esencial para la forma en la que Suda concibe el arte.

Las esculturas de flores casi imperceptibles en el plano general en la galería Elvira González. Foto: Rafa Ruiz.

Las esculturas de flores casi imperceptibles en el plano general en la galería Elvira González. Foto: Rafa Ruiz.

Otra de las flores de Yoshihiro Suda en su exposición en Madrid. Foto: R.R..

Una campanilla de color violeta brota en la sala contigua y más allá, junto al vértice del tabique, una Hierba rocío, con su humilde flor azulada y las hojas tiernamente roídas por algún insecto imaginario, proyecta su sombra agujereada en la pared como si se desdoblara en nieve. Y yo pienso de pronto en haikus. Las esculturas de Suda son haikus, símbolos breves y delicados de la naturaleza colocados de forma exacta en un lugar que no es el suyo, para recordarnos de este modo sutil que pertenecen a lo que somos, que estaban entre nosotros desde que tenemos memoria. “Creo que el arte puede cambiar nuestra perspectiva y forma de pensar. Nos anima a ver cosas que de otro modo nos perderíamos”, dice el artista, que al instalar su obra en estos lugares mínimos lleva nuestra mirada a través de sus detalles más irrelevantes para ver más allá de lo que vemos. “Me gustan los rincones pequeños o los espacios marginales: suki-ma, literalmente ‘espacio vacío’ en japonés; me siento cómodo con ellos. Lo que constituye un espacio no es solo su centro sino sus periferias, todo, incluidos sus rincones”.

En su breve ensayo El elogio de la sombra, Junichirõ Tanizaki trata de captar la esencia de la belleza en aquellos rincones de las casas japonesas donde se espesa la penumbra, donde algún breve reflejo de luz revela la pátina del tiempo lustrando las cosas, aquello que a simple vista nunca se muestra: “Diríjanse ahora a la estancia más apartada, al fondo de alguna de esas dilatadas construcciones; los tabiques móviles y los biombos dorados, colocados en una oscuridad que ninguna luz exterior consigue traspasar nunca, captan la más extrema claridad del lejano jardín, del que les separan no sé cuántas salas: ¿no han percibido nunca sus reflejos, tan irreales como un sueño?”.

Fiel a la tradición japonesa, Yoshihiro Suda escoge en el vacío de este escenario expositivo una ubicación concreta para cada una de sus ocho piezas, enfrentándonos con sencillez a las sensaciones que nos provocan. Como esa amapola intensamente roja que parece flotar suspendida en la pared. O como esas briznas vegetales asomadas a las juntas de una baldosa en el suelo de terrazo de la galería, que son como las que surgen de forma espontánea entre los adoquines y junto a los muros, como las que brotaron en las calles durante aquel tiempo en el que la pandemia nos retuvo en nuestras casas, cuando aprovechando nuestra ausencia la naturaleza se adueñó de lo que creíamos nuestro y era suyo.

La obra de Suda transmite una calma que habíamos olvidado porque en su minuciosa delicadeza se condensa la memoria y el paso del tiempo, como en los haikus.Cerezo en flor. / Ojalá no te toquen / dedos de viento”, dicen los versos del gran poeta Matsuo Bashõ. Con su ilusión de realidad, estas plantas y flores silvestres parecen recordarnos desde su humilde presencia que lo más hermoso y profundo proviene siempre de lo que es casi imperceptible, y que el aparente vacío de un espacio puede estar lleno, si nos fijamos bien, de todo aquello que nos conmueve.

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