Las galletitas de Alicia: nunca es demasiado tarde

Foto: Pixabay.

“¡Cojita, cojita… Tráenos las galletitas!”. Un nuevo relato de Agosto. Una nueva heroína, un nuevo viaje. Seguimos con Alicia, protagonista del relato 13 de ‘El viaje de las heroínas’, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado.

POR BLANCA FERNÁNDEZ

Alicia se miró en el espejo antes de salir. Su pelo brillante parecía querer compensar su cojera. Iría a la cabaña que su hermano había alquilado para celebrar el cumpleaños DE su hijo. Prepararía unas galletas, las favoritas del niño, las decoraría con sonrisas y pelo rojo. Cuando llegasen, tendría todo listo.

Condujo en dirección al bosque. Los campos, las amapolas y los rastrojos estallaban bajo un sol intenso que iluminaba el verde. Al cabo de un rato, el navegador perdió la cobertura y Alicia cruzó tres veces el mismo puente. Paró el motor y se bajó del coche. Dudaba si dar media vuelta, aunque supusiera discutir con su hermano. ¿Quieres dar un disgusto a tu sobrino? –había dicho–. Sacrifícate por una vez –a ella que, durante la infancia, jugar a la comba podía suponerle tres días en cama por culpa de la polio. Entonces vio que a grandes zancadas se acercaba un hombre. Vestía pantalón de cuadros y un chaleco, el pelo blanco y no paraba de repetir con un reloj en la mano:  “Llego tarde, llego tarde”. Alicia hizo un esfuerzo y, renqueando, apretó el paso para poder seguirle.

–Por favor, estoy buscando una cabaña…

El hombre agarró a Alicia por el brazo y la empujó al asiento del copiloto.

–¡Vamos, no hay tiempo que perder! –dijo, y el coche voló sobre la carretera mientras la velocidad difuminaba la maleza. Poco después, se bajó de un salto y dijo: Aquí es. Y desapareció.

Alicia se quedó con la boca abierta, incapaz de saber cuánto tiempo había pasado en ese extraño viaje. Detenida en el silencio, la claridad oblicua se colaba entre los árboles, que parecían escuchar y alzaban sus brazos hasta formar una cúpula esmeralda. Le resultó precioso en un sentido desolado. Se bajó del coche y su pie deforme hizo crujir algunas ramas secas. Luego, oculta por las sombras, vio la cabaña. Tenía un porche carcomido y flores mustias alrededor. También un columpio que colgaba de un roble.

Olía a rancio. Abrió las ventanas y ahuecó los cojines raídos del sofá. Después fue a la cocina y limpió la mugre. Azúcar, huevos, harina…

–No puede ser, juraría que lo guardé.

Fue corriendo a su bolsa de viaje y rebuscó incluso entre la ropa.

–¿Cómo he podido olvidar el colorante?, ¿cómo haré a mis galletas un pelo escarlata?

Imaginó la cara de rottweiler de su hermano, la mandíbula apretada como en la infancia cuando perdía una carrera en bici, la primera vez que le llamó “mi cojita”.

Por la ventana se colaba un sol vulgar y subían los maullidos de unos gatos. Abrió de un tirón la puerta. Los gatos huyeron, pero uno de ellos, leonino, se mantuvo bajo el columpio, la mirada ámbar. Parecía sonreír; las encías y los dientes flotaban en la niebla que manaba del bosque. Entonces pensó que quizás hubiese otras cabañas, otras personas pasando el fin de semana por allí y, traqueteando, se aventuró bajo la cascada de ramas. La luz del día se desdibujaba entre el follaje cuando, al doblar un recodo del sendero, se dio de bruces con un torreón. Lo rodeó hasta encontrar la puerta. Tocó a la aldaba y apareció una mujer. Su cara parecía un corazón.

–No, no tengo colorante –dijo–. Yo no hago dulces, ni siquiera cocino. Y a quien no le guste, que se fastidie. ¡No me molestes más! ¡Fuera, fuera! –Alicia ya se marchaba cuando la mujer gritó: ¡¿Has pensado en las moras?! Y le lanzó una lluvia de un rojo intenso antes de cerrar de un portazo. Alicia se agachó y guardó los frutos en un pañuelo.

Casi era de noche cuando terminó de hornear las galletas. Las primeras estrellas resplandecían y el viento jugaba con el bosque. Machacó las moras y preparó un glaseado, lo metió en la nevera confiada en que cogiese cuerpo para decorar las pastas a la mañana siguiente. Se asomó a la ventana y, bajo las estrellas, distinguió al felino encaramado a una rama. Parecía dispuesto a velar su sueño.

Fue la voz de su sobrino la que la despertó; chillaba su nombre desde las escalerillas del porche. Se acercó descalza hasta la puerta y allí estaban, como arbustos, su hermano y su mujer.

–¿Aún en pijama? –su hermano la miró de arriba abajo y se detuvo en su pie desnudo–. Ve a vestirte –ordenó.

Alicia se limitó a bajar la cabeza.

Enmarañado en las sogas del columpio, el niño se puso a jugar; sus padres bebían cerveza. Alicia ya se había vestido y trajinaba en la cocina, el asado en el horno. El glaseado tenía buena consistencia. Cargó la manga pastelera y dibujó sobre las galletas unas espirales de hermoso pelo rojo. Su hermano seguía bebiendo. De pronto oyó:

–Descansada estarás, ¿verdad, mi cojita?

Alicia sintió cómo le subía toda la sangre de golpe.

Comieron, bebieron, el niño mojó barcos de migas de pan en la salsa del asado. Hacía calor y los visillos se agitaban con la bravura de un mar boscoso. Crujían los tablones de la cabaña como si una corriente secreta fuese a arrancar paredes y suelos. A la hora del postre, su sobrino abrió los regalos. Mientras rasgaba el papel, el sol dibujaba alfileres.

–Tiíta, ¿tienes algo para mí?

–Sí, cariño, espera.

Alicia fue a la cocina y destapó la fuente de galletas. De repente, notó el silencio en el salón. Aguzó el oído y reconoció un deslizar de sillas, cuchicheos. Poco después preguntaron en voz alta: “¿Vienes ya?”.

Y de nuevo, silencio. Luego sintió murmurar a su hermano: “¡Vamos, ahora!”.

Todos chillaron a la vez: ¡Cojita, cojita… Tráenos las galletitas!

Estallaron risas, aplausos. Alicia se descalzó, cogió la bandeja de galletas y pasó por delante de ellos. Bajó los escalones del porche, el pelo brillante moviéndose, su cuerpo arriba y abajo en equilibrio bajo la cúpula asfixiante de los árboles.

¿Pero adónde crees que vas, cojita? No llegarás lejos.

Los gatos salieron de sus refugios y comenzaron a seguirla. Se detuvo, miró hacia atrás un instante y arrojó la fuente al suelo. Los felinos se abalanzaron sobre las galletas, devoraron los rostros simétricos, con sus bigotes acuchillaron el glaseado rojo. El aire neblinoso les envolvía y, bajo el columpio, apareció el gato de ojos ámbar. Majestuoso caminó con el rabo alzado y se restregó contra la pierna enferma de Alicia. Después levantó la cabeza, sonrió y dio unos pasos hacia la espesura. Ella le siguió confiada y allí, entre las sombras del bosque, vio que brillaban las primeras luciérnagas entremezcladas con una voz que le decía: “Vamos, Alicia, tenemos prisa. Aún no es tarde”.

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