Las guardianas de los árboles

Luisa Abenza, técnica ambiental, formadora y divulgadora.

El mundo de los bosques está poblado de ‘hadas’ sin varitas ni alas que los cuidan y protegen. No es fácil encontrarlas pero, a fuerza de recorrer montes y tierras, hemos localizado a algunas de ellas en Castilla y León, en Asturias, en Cataluña… Todas ellas dedican su vida a vigilar, divulgar y preservar la belleza de unos espacios naturales que les regalan vida con su vida. Y también sufren las consecuencias en un mundo rural que, señalan, se está alejando de los valores de la naturaleza en la que están inmersos. Hemos hablado con cuatro amantes y guardianas de los bosques, que nos cuentan sus experiencias, su día a día, sus preocupaciones e ilusiones.

Luisa Abenza, intérprete de la naturaleza de Soria

Luisa Abenza, técnica ambiental, formadora y divulgadora, hace más de 15 años que vive a las afueras del municipio soriano de San Leonardo de Yagüe, unos 2.000 habitantes que tienen sus raíces entre pinares. Ella no. Nació en Murcia, pero hace más de media vida cambió la huerta por los frondosos bosques de Castilla y León, y aprendió a sentir que estaba rodeada de una familia que le iba dejando señales aquí y allá, en la corteza, en una rama, impresas en el barro… Hoy asegura que es un ser humano conectado con su entorno, como lo estuvimos desde que salimos de África hasta tiempos recientes.

Hablamos por teléfono mientras pasea con sus perros por el hermoso valle que habita, ceca del Cañón de Río Lobos, rodeada de endrinos en flor y con una cigüeña a la vista. “Antes de llegar aquí estuve en otros pueblo más pequeños, de una decena de habitantes, con una climatología dura; poco a poco la naturaleza fue entrando en mi vida porque, en el fondo, es algo innato”, asegura. Luisa, que ahora prepara la traducción al inglés de su libro Aves que dejan huella –una guía para detectar su presencia sin verlas–, nos lo cuenta mientras de fondo se escucha a un alegre chochín. “No me gusta decir que rastreo animales, porque suena a algo frío y, en realidad, es una capacidad que todos tenemos: percibir con todos nuestros sentidos, aunque ya no estemos habituados a ello y caminemos a ciegas. Hay que reaprender a escuchar, oler, mirar y ser conscientes de que no estamos solos. Hoy somos la única especie que no está integrada en la naturaleza”.

Durante años, Abenza trabajó en centros de interpretación, pero acabó creando su empresa, Geneta Rastreo, con la que lleva años ofreciendo cursos de micología y de interpretación de la presencia de fauna. Ella dice que “enseña a aprender” para que luego cada cual siga aumentado un conocimiento que no tiene fin.

Mujer, joven, ecologista… Su inmersión en el mundo rural no ha sido fácil y el pesimismo tiñe su discurso. “Estamos a comienzos de abril y estoy pisando una pradera que amarillea, una tierra reseca. Esto es una bomba y va a explotar. No puede ser que demos un sorbo de agua en un vaso y luego usemos un litro para lavarlo; que veamos cinco corzos y digamos que hay una plaga porque nos hemos acostumbrado a vivir sin fauna. Aquí vivo cerca de un pinar y rodeada de quejigos. Esto debería estar lleno de especies, pero ya se nos han olvidado”.

Su mirada se ilumina cuando habla de esa vida salvaje, pero no le resulta fácil en esa España vacía, a menudo inhóspita, cuando alguien se queda para defenderla. “El mundo rural, en general, se ha desvinculado de su entorno y solo busca producir cuanto más mejor. Si una sabina centenaria molesta a un tractor, se arranca; o se echan pesticidas al agua, aunque sea la de beber; o se caza furtivamente… Los conservacionistas somos amenazas. Es un sentimiento de propiedad ancestral que discrimina al otro; aunque lleve décadas, siempre es de fuera”. Pese a que no le han faltado problemas, Luisa sigue denunciando los desmanes que se encuentra. Afortunadamente, los pinares que tiene cerca están gestionados desde hace siglos y generan ingresos en la zona, lo que hace que se defiendan. “Están en la sangre de los de aquí y, como los cuidan, no hay incendios, aunque temo lo que pase este verano por la tremenda sequía”.

La guarda forestal Mariló Val.

Mariló Val, guarda forestal en Aragón

Siguiendo ruta hacia el este, en Aragón, Mariló Val nos aplaza la entrevista porque está apagando un incendio. Es guarda forestal, una veterana en España, y una de sus áreas de observación son los montes de Ateca (Zaragoza), en los que ardieron 14.000 hectáreas el pasado verano por la imprudencia de una empresa de reforestación. Mariló aprobó las oposiciones en 1990; es una pionera. Hoy es agente de Protección de la Naturaleza del Gobierno de Aragón y ejerce como coordinadora de 19 agentes, de las que dos son mujeres. En todo el país, de los 6.000 que hay, sólo 520 lo son, un 9%. “Con mis compañeros nunca me sentí discriminada, pero en los pueblos se sorprendían mucho al verme, decían que era la forestala, la mujer del forestal, porque no creían que yo lo fuera”.

Cuando retomamos la conversación, acaba de salir de un colegio, donde enseñaba a los alumnos cómo se cuidan sus bosques, cómo evitar los fuegos y a cuidar su flora y su fauna. “Es de lo que más me gusta, la educación ambiental. ¿Lo de ayer? Pues un fuego provocado por quema de restos de vegetación. Está todo tan seco… Si es que no llueve, ha helado, que aún seca más, y la gente sigue haciendo lo mismo de siempre. Intentamos que haya responsabilidad, pero no es fácil”, se queja.

Al cambio climático, evidente, Mariló suma ese vaciamiento rural que no sólo ha cambiado el uso del monte, sino que ha hecho desaparecer el “cinturón de huertas” que tenían los pueblos y los protegía del fuego. “Vivo en un triángulo en el que hay menos gente que en Laponia”, asegura, “con lo que el riesgo aumenta. Me dicen que hacen lo de toda la vida, pero es que el clima no es el mismo y ahora una chispa de una radial, de una cosechadora, un petardo de un crío, puede acabar en un superincendio”.

Bosque es para ella “libertad, aire, olor a tomillo en las botas, escuchar pisadas de un ser vivo que no ves” . Y ahí pasa sus horas con alguna del centenar de tareas que tienen los agentes entre manos (control de lindes, plagas, gestión forestal, incendios, censos, vigilancia de caza y pesca, vertidos…). “Es verdad que vivir y trabajar en el mismo pueblo es complicado. Nosotros conocemos a cada vecino, cada recoveco. Y tenemos que hacer cumplir la normativa, aunque el trabajo no es solo denunciar, sino también educar, y eso es más fácil si conoces las circunstancias de todo el mundo”.

Lo peor: “el sonido del fuego, ver cómo se acerca y va devorándolo todo” y también saber que se debe a su abandono, “porque hay mucho bosque privado en el que trabajar es complicado” y porque “los pueblos no valoran sus montes lo suficiente, y tampoco las administraciones lo hacen bien”. “En Aragón, con la sequía que hay, aún se permite quemas de restos de olivos, incluso en días en rojo”. Ahora también lo pasa mal recogiendo las aves que colisionan con aerogeneradores de las faldas del Moncayo: “Es una auténtica sangría, sobre todo de murciélagos, pero también de perdiceras, de águilas reales, alimoches… Es terrible”.

Sofía González, creadora de Somiedo Experience, rutas y avistamiento de osos.

Sofía González Berdasco, la ‘vaqueira’ y los osos

Yendo hacia el norte, en la verde tierra asturiana, se encuentra el concejo de Somiedo, el paraíso de Sofía González Berdasco y de los osos pardos. Son cada vez más según los últimos censos –se calcula que hay en torno a 250–. De familia de vaqueiros de alzada,  pastores trashumantes asturianos cuyas raíces se funden en la historia, Sofía se crio en esos montes,  empapándose de su belleza: “Desde niña formé parte de esta naturaleza, sólo la dejé para ir a estudiar a un internado. Aquello fue una ruptura porque, en vez de aprender, desaprendí; fue al regreso a Somiedo cuando recuperé lo perdido”.

Para Sofía su refugio era su teita, una pequeña cabaña sobre un monte que acaba de ser quemada, abriéndole una profunda herida que trata de sanar estos días. Lo cuenta mientras pasea, nos dice, por un prado entre dientes de león y prímulas de colores. Nos va rememorando el pasado de los vaqueiros de alzada, que nunca se sometieron a la iglesia o a los reyes porque se la jugaron por su libertad, y luego sus ansias de recorrer mundo, que la llevaron a Londres. “Pero no pude con la deshumanización que veía. Regresé y comencé a trabajar con la Fundación Oso Pardo, donde aprendí todo sobre la fauna. Luego creé con un amigo la empresa Somiedo Experience, para hacer rutas y avistamiento de osos”.

En esta nueva vida, la vaqueira comprueba que en su entorno hoy los animales son el enemigo, y que se sabe cómo sobrevivir, pero no se conoce la riqueza que esconden los bosques. “En los colegios rurales no se enseña a los niños lo que tienen alrededor. Y luego se habla de exterminio del lobo. Antes se iba contra uno que hubiera atacado ganado, pero cosa distinta es querer acabar con todos. Cada vez me cuesta más defender al gremio ganadero, a jóvenes que no buscan el consenso y que luego se compran un Audi con la ayuda de la PAC; aunque tampoco se puede polarizar por el otro lado, el ecologista, porque entonces no hay salida”.

Ella ahora es feliz ayudando a poner en valor ambiental esos montes oseros. “No siempre los vemos, pero la zona es espectacular. También hay gato montés, corzos, mustélidos, más de cien especies de mariposas… Es un disfrute compartirlo y con historias. La pena es que estamos dejando hundir los teitos por falta de uso y porque no nos dejan darle un uso distinto al ganadero, que ya no tienen”.

La bióloga Eloísa Matheu.

Eloísa Matheu, miles de grabaciones de aves

Este viaje acaba en Barcelona. Inmersa en la gran urbe vive Eloísa Matheu, una bióloga que un día se quedó prendada de los trinos y comenzó a recorrer bosques para grabarlos. “Fue un ecólogo francés, allá por los años 80, quien me enseñó a escuchar y distinguir a las aves por el canto. Al principio era solo un disfrute, pero luego conocí a otro francés que hacía guías sonoras en vinilo y casetes, y me compré el material para hacer aquí lo mismo. Para los ornitólogos y aficionados fue la bomba, porque no había nada parecido. Ahora soy incapaz de decirte cuántas grabaciones tengo. Miles y miles. Me las piden para exposiciones, paisajes sonoros…”.

Comenta que entre sus bosques favoritos están los del Pirineo aragonés, los más cercanos, pero enseguida se desvía su atención hacia Extremadura. “Las montañas son menos ricas en número de especies y se detectan menos. El amanecer en un encinar guarda una riqueza espectacular en biodiversidad de aves”.

Con su trabajo, Eloísa ha intentado abrirnos ese sentido que un día adormilamos, quizá para huir de los ruidos de la civilización (golpes, tráfico, máquinas…), pero que sigue ahí, a la espera de ser reactivado en la naturaleza: “Cuando vamos por un bosque, no nos fijamos en sus sonidos, sólo nos guía la vista. En mis talleres de identificación de aves les pido a todos que olviden los prismáticos para aprender a escuchar lo que no vemos, a distinguir a un ave de la cacofonía de cantos alrededor. Al escuchar, te sientes parte de ese lugar. Percibes las presencias por sus armonías”. En ese caminar con los oídos abiertos, la bióloga ha comprobado que esa riqueza sonora “ha bajado mucho en los últimos 10 o 15 años”. “Este año ya me faltan los vencejos; es como echar en falta a un vecino. Una alumna me decía que desde que identifica a las aves por el canto ya no se siente sola. Pero si una falta, estamos un poco más solos. Grabarlos y enseñarlos no sólo es mantener sus cantos para la memoria, sino ayudar a concienciar a través de la emoción positiva que provocan”.

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