Las maravillosas miniaturas del cine de Wes Anderson

El actor Benedict Cumberbatch en el fantástico mediometraje ‘La maravillosa vida de Henry Sugar’, de Wes Anderson.

El gabinete de maravillas de Wes Anderson nos ha regalado inesperadamente este año cuatro miniaturas mágicas basadas en el universo literario de Roald Dahl, uno de los escritores favoritos del cineasta estadounidense. En el Festival de Venecia estrenó el mediometraje ‘La maravillosa historia de Henry Sugar’ y, poco después, en Netflix, los cortometrajes ‘El cisne’, ‘Veneno’ y ‘El desratizador’. Estas cuatro películas, que ya se encuentran entre lo mejor que ha rodado Anderson, demuestran que en su cine no hay diferencias de formato (largo, corto, mediano), lo que nos da pie para repasar su poco conocida producción de cortometrajes desde su debut en el cine en 1994 (incluidas las minúsculas películas de su faceta publicitaria). En todos ellos ha puesto la misma inventiva visual, humorística y naif de sus grandes filmes.

Cuando Wes Anderson estrenó en 1994 su primer cortometraje, Bottle rocket, su estilo era el de un alumno veinteañero destacado que ya sabía componer planos, pero de una forma convencional. Lo filmó en blanco y negro, le puso el humor que convertiría en una de sus marcas de agua y le sirvió como campo de pruebas de su primer largometraje, del mismo título, que desarrolló la idea de la relación entre dos alocados ladrones que contaba aquel corto. En 2007, cuando estrenó su segundo cortometraje, Hotel Chevalier, Anderson ya estaba a punto de convertirse en maestro de su propio estilo. Había rodado, a un ritmo de dos películas por año, Academia Rushmore, Life Aquatic, Viaje a Darjeeling y, sobre todo, Los Tenenbaums. Ese estilo era apreciable en unas composiciones que tendían a la simetría, en unos personajes excéntricos y en sus absurdas situaciones; pero también en sus temas: la familia, la infancia y la adolescencia, la amistad. Había allí una mirada de rasgos adolescentes: consciente, sí, pero también ingenua. Nunca dañina, nunca hiriente; la línea de frontera de sus historias la marcaba una ironía sobria, a veces severa, finalmente tierna.

Hotel Chevalier era un fragmento autónomo de la historia de tres hermanos en la India que narró en Viaje a Darjeeling. Nada se dice en el corto de ese viaje; pero así lo concibió Anderson, según contó en una entrevista a Los Angeles Times. De modo que no hace falta estar al tanto de la película. Hotel Chevalier describe en unos 12 minutos el fugaz encuentro sexual en un hotel de París de una pareja aparentemente ya rota (Natalie Portman and Jason Schwartzman). Poco después, él escapará con sus dos hermanos a Bengala Occidental.

En 2012 volverá a destilar tramas de sus películas, esta vez de Moonrise kindgom, uno de sus deliciosos retratos de infancia, para dos cortometrajes: Cousin Ben Troop Screening y Moonrise Kingdom: Animated Book Short. El primero es una especie de prólogo promocional de la película, en la que uno de sus personajes, un boyscout, organiza para sus pupilos la proyección del filme en una tienda de lona. El segundo es la primera de las maravillas en este formato que rodó Anderson. Su narrador es el mismo de Moonrise Kingdom, y así se presenta ante el espectador al que le ofrece seis fragmentos en dibujos animados de los libros favoritos de uno de los personajes de la película, Suzy Bishop. La propia Bishop va leyendo un párrafo de cada libro mientras unas imágenes poéticas, delicadas esbozan la atmósfera fantástica, animal de los relatos.

Al año siguiente, una firma italiana de moda para la que Anderson había rodado un anuncio colaboró con él en su siguiente corto, Castello Cavalcanti, una cómica evocación de la Italia rural de los años 50, cuyo comienzo parece evocar la escena final de Bienvenido Mr. Marshall, en la que una ansiada comitiva de estadounidenses cruza un pueblo y lo abandona rápidamente sin detenerse.

En Castello Cavalcanti, esa comitiva es una sucesión de coches de carrera que participan en una competición, ante la mirada entusiasta de los habitantes, que ondean banderitas de saludo. Uno de los vehículos, sin embargo, pierde el control y se estrella contra una estatua de la plaza principal. Con pocos elementos, Anderson filma con encanto, en menos de ocho minutos, un fugaz encuentro amoroso en medio del bullicio de los vecinos que acogen calurosamente al conductor, quien les anuncia que él es descendiente de uno de ellos.

Ya entonces, como prueba esta colaboración con una multinacional de la moda, algunas grandes empresas se habían visto atraídas por el estilo visual del cineasta estadounidense y quisieron contratarlo para que hiciera anuncios de sus marcas. Le dieron libertad, en la medida en que pueda entenderse esta libertad en alguien que debe someter su cine a unas condiciones previas; pero su cine no es un cine comprometido sino más bien amable. Y esta amabilidad es la que desprenden también los anuncios, sean de una tarjeta de crédito (en el que el propio Anderson interrumpe el rodaje en exteriores de una película suya para explicar qué se necesita para hacer cine), de una cerveza belga (una pareja llega a un apartamento y ella enreda en un panel de mandos que controla electrónicamente el lugar hasta hacerlo enloquecer), una colonia francesa (dos hermanos gemelos se disputan el amor de una mujer, interpretada por Léa Seydoux), o unos grandes almacenes (pasajeros y empleados de un tren se disfrazan para celebrar la Navidad durante el viaje). Sí, el objeto se encuentra allí (cerveza, tienda, colonia, tarjeta), pero es Anderson quien dicta la forma en que estos aparecen. No invaden el anuncio ni la historia (de amor, de celebración) que se cuenta. En estos pequeños regalos de su cine, contaminados si se quiere, pues responden a fines distintos de sus películas, Anderson se las arregla para que sigamos viéndole a él antes que a la marca.

Entre Castello Cavalcanti y los siguientes cortometrajes, los que ha estrenado este año, ha pasado una década. Pero puede decirse que en realidad ha pasado una gran parte de la vida del propio Anderson hasta llegar a ellos. Con una parada intermedia en 2009: Fantástico Mr. Fox. Nos estamos refiriendo a su fascinación por la literatura del narrador británico Roald Dahl. Lo leyó en la infancia y ha conservado la atracción por los cuentos de un autor hoy cuestionado, censurado en Inglaterra como lectura para niños, al publicarse versiones adaptadas para eliminar palabras, expresiones supuestamente ofensivas para unas mentes actuales.

Ni Fantástico Mr. Fox ni sus cortos más recientes tienen nada que ver con esta visión castrante de la literatura. Cuando le preguntaron por ello en el pasado Festival de Venecia, donde presentó La maravillosa historia de Henry Sugar, declaró: “Nadie además del autor debería modificar la obra”.

Hacía tiempo que Anderson deseaba adaptar La maravillosa historia de Henry Sugar, una de sus lecturas infantiles más perdurables. Pero no sabía cómo hacerlo. Halló el remedio en la propia prosa de Dahl. Haría que los personajes la expresaran como narradores del cuento, mirando a la cámara. A partir de ahí pudo encajar su propia imaginería visual, que despliega, como un mago sus trucos, de una forma justamente mágica, subvirtiendo la realidad. A este relato cosió otros tres: El desratizador, El cisne y Veneno, que abordan la relación entre el hombre y los animales, la crueldad infantil y el aprendizaje para el mundo adulto, y el racismo.

Para este insólito proyecto, Anderson se rodeó, como solía hacer John Ford, de una pequeña troupe de actores (Ralph Fiennes, Benedict Cumberbatch, Ben Kingsley, Dev Patel, Rupert Friend, Richard Ayohade, que intervienen en varios de los cortos) y técnicos (su director de fotografía Robert Yeoman, sus montadores Barney Pilling y Andrew Weisblum).

La elección de estos cuentos parece enlazar íntimamente claves del universo de Anderson con el de Dahl: la infancia (en El cisne), la excentricidad, el idealismo, la ingenuidad y lo mágico (en El maravilloso mundo de Henry Sugar), la presencia de lo animal como una condición de lo humano (en El desratizador). Estas claves aluden a sus argumentos: El cisne puede resumirse como un caso de acoso infantil de dos niños cazadores contra otro, al que obligan a lanzarse desde un árbol con las alas del cisne que acaban de matar. La maravillosa historia de Henry Sugar presenta la conversión de un hombre ocioso, rico, sin otro interés que su propio beneficio, en un benefactor después de leer la historia de un yogui que es capaz de ver con la mente. Veneno delata el racismo de un británico en la India, que solicita ayuda a un amigo de visita porque tiene alojada en el vientre una serpiente venenosa. El amigo llama a un médico indio, quien cuestiona al británico cuando al destapar las sábanas no encuentran el animal. Y El desratizador apunta a la insondable personalidad de los humanos, extraños, inaprensibles, aquí encarnado en un personaje con aspecto de rata que se presenta en una gasolinera enviado por el servicio de salud para desratizar la zona.

Sobre el interés (o no) de los argumentos se eleva el cine de Wes Anderson, sus imágenes maravillosas, conmovedoras. Como en los poemas, su extensión, su duración (en torno a un cuarto de hora los cortos y unos 40 minutos el mediometraje) lleva al cineasta a depurar aún más la dimensión simbólica de su imaginario.

Dentro de sus simétricos planos, Anderson organiza objetos y personajes como elementos teatrales (puertas que se abren en lugares insospechados, fondos neutros, intérpretes y animaciones en un mismo plano, presencia de actores que ejercen de utilleros y suministran a los personajes piezas de la trama), de modo que uno contempla la historia y cómo se va contando, pues quien la cuenta lo hace dentro de ella, o fuera de ella (el personaje de Dahl interpretado por Ralph Fiennes). Este contar lo muestra Anderson con una inventiva sorprendente, de una belleza poética, mágica, como pocas veces ha logrado en su cine.

‘La maravillosa historia de Henry Sugar’, ‘El cisne’, ‘Veneno’ y ‘El desratizador’ pueden verse en Netflix.

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