El libro que me conectó con la tierra a través de la cocina y los sabores
Asombra lo mucho que la filosofía epicúrea y estoica se han revalorizado desde la irrupción en nuestra vida de la pandemia. Vivimos un momento que invita a redescubrir la naturaleza y celebrar sus bondades. A valorar los alimentos de proximidad y de temporada, reivindicando un consumo responsable. A restaurar vínculos, valores y cánones de belleza y placer a escala humana, en vez de las apariencias del marketing y las pantallas. Por eso hoy quiero hablar de un libro que me abrió los sentidos a una conexión con la tierra y el terruño: ‘Almanaque de las buenas cosas de Francia’. «El olor de mi país estaba en una manzana que mordí con los ojos cerrados». Tras varias pesquisas, lo encontré carcomido y roto en una librería de viejo de París.
Hay libros que la historia posterga y caen al olvido pero siguen inspirando a través de todos los demás a los que influyeron. Cuando leí las primeras palabras del libro La cocina gallega, de Álvaro Cunqueiro, supe que había encontrado uno y dejé de leer. No eran las recetas lo que me interesaba, sino lo que había tras ellas, en aquellas líneas preliminares que Cunqueiro atribuía a un enigmático conde. Un noble francés al que citó con devoción a lo largo de otros muchos artículos y páginas sin contarnos nunca quién fue. «El príncipe de los gourmets», llegó a llamarlo. Las primeras líneas del libro decían: “Son las gentes de imaginación, casi siempre, las que comen mejor, quizá porque como decía el Conde de Clermont-Tonnerre asocian su sustancia terrenal al lugar de donde son, y perciben entonces hasta su mismo meollo el lazo que los ata a la tierra que los soporta; sienten la secreta esencia de las cosas incorporarse a la suya, y así comulgan con su tierra en un festín de amor”.
La cita no era literal, pero casi, y expresaba con sencillez una verdad profunda: la de una forma de entender y disfrutar los pequeños placeres de la vida. Saboreando el paisaje y la naturaleza hasta interiorizar la cadena trófica que nos une a ella. Dicho de otra forma, no se trata de fantasear con una imaginación desbordante, sino de intuir o saber leer, mediante la imaginación asociativa, las relaciones que nos entrelazan a la vida: la química que vibra en ellas, desde el metabolismo al amor. «La emoción creadora de la naturaleza», según la cita literal. Relaciones que aquel noble parecía haber descifrado y traducido a palabras con una poesía radical y telúrica, como elogiaron Cunqueiro o el escritor José María Castroviejo, otro devoto del conde, en tantas citas: “La becada ama la hora en que el anochecer hace más agudo el olor de las hojas muertas, impregnadas de tierra húmeda, mientras la luna amarilla de noviembre brilla en el vapor helado de los bosques. Estos olores resurgen a su vez con el calor de la cocina… El mundo misterioso y encantador de los bosques se vive en el otoño”.
El poder de evocación de esas imágenes trascendía la cocina, e intrigado por saber quién era el conde de Clermont-Tonnerre me fijé en que todas las citas procedían de un mismo libro, descatalogado y olvidado que llevaba por título Almanach des bonnes choses de France. Tras varias pesquisas lo encontré carcomido y roto en una librería de viejo de París.
La sorpresa al abrirlo fue que el autor no era un hombre sino una mujer, oculta tras el título del marido. Y no una mujer cualquiera, sino capaz de inspirar a Proust en su obra magna: En busca del tiempo perdido. Se llamaba Élisabeth de Gramont, la “duquesa roja”, apodada así por el compromiso social con el que desafió a su clase, pues no fue hasta divorciarse que empezó a firmar con su nombre. A caballo entre la alta sociedad y la bohemia intelectual mantuvo una larga relación con la también escritora Natalie Clifford Barney. Su oficioso contrato matrimonial decía: «La unión, duramente probada por el paso de los años, falló doblemente la prueba de fidelidad en su sexto año, mostrándonos que el adulterio es inevitable en estas relaciones donde no hay prejuicios, ni más religión que los sentimientos, ni más leyes que el deseo».
El personaje bien valía una genealogía literaria… El Almanaque de las buenas cosas de Francia se publicó en 1920, y en él Gramont seleccionaba mes a mes los alimentos de temporada más preciados del país, admirándolos por su origen, su belleza o su sabor, desde las frescas legumbres de marzo a las rojas fresas de mayo o las setas de noviembre. En él hay caza, pesca, viñedos… Escrito a flor de piel y a ras de tierra, el libro descorchaba por estaciones los aromas y colores del terroir, el terruño. El protagonista no era la cocina sino el sustento nutricio de la naturaleza. Francesco Rappazzini, biógrafo de Gramont, dice que el libro tuvo un gran éxito, y que en el prefacio la duquesa lo presenta diciendo: «La imaginación juega un papel preponderante en la degustación de los alimentos».
No es un recetario sino una obra literaria llena de imágenes, evocaciones, recuerdos y en la que se pueden leer frases como «el olor de mi país estaba en una manzana que mordí con los ojos cerrados». ¿Y no es esta misma memoria sensorial la que desata la célebre magdalena de En busca del tiempo perdido? Proust, según Rappazzini, está tan entusiasmado con el Almanaque que lo citará en la Recherche más de una vez. Tras leerlo, a finales de 1920, escribió a Gramont: “Es un libro divino que hace de mi ayuno de enfermo un regalo gourmet, permitiéndome dar paseos y banquetes con la imaginación».
La dedicatoria del Almanaque decía: “A N… Y a su ancestro epicúreo”, que parece referirse a Natalie, dando ya una pista filosófica del contenido: para los epicúreos la felicidad se alcanza mediante el culto a los placeres, pero de manera inteligente y equilibrada. Cuidando la amistad, la generosidad y la gestión moderada de los sentimientos, que conduce a la ataraxia o equilibrio espiritual.
El libro es un canto al gusto, no solo culinario o hedonista, sino en cierto sentido ético y estético. En él se respira amor a la tierra y a la riqueza natural, un profundo respeto por la cultura agraria y local, que tan familiar es a los países mediterráneos, y que sin embargo tanto hemos traicionado.
Y asombra lo mucho que la filosofía epicúrea y estoica se han revalorizado desde la irrupción en nuestra vida de la pandemia. Vivimos un momento que invita a redescubrir la naturaleza y a celebrar sus bondades. A valorar los alimentos de proximidad y de temporada, reivindicando un consumo responsable que invierta más en saciar con arte las necesidades reales que en crear vicios innecesarios. A restaurar vínculos, valores y cánones de belleza y placer a escala humana, más realistas y modestos que los virtuales basados en las apariencias del marketing y las pantallas. Esto coincide con otra tendencia social, de resistencia, ante los excesos de la globalización: los slow movements (slow food, slow travel), y con un reclamo político (biorregionalismo) en un proceso de reencantamiento del mundo a través de la experiencia biótica. Es el «piensa globalmente, actúa localmente» que filósofos como Bruno Latour proponen para reconciliar las pulsiones localistas o nacionalistas con las globales o cosmopolitas.
Hasta donde sé el Almanaque de las buenas cosas de Francia nunca se editó en español. Pero si la imaginación asociativa es clave para cultivar el gusto en sentido amplio, nuestra cultura tiene muchos lazos y raíces que recuperar. Porque las connotaciones que subyacen al significado que damos a lo que nos rodea brotan de esas asociaciones afectivas y sensoriales que produce la experiencia y permite a Proust rememorar el tiempo perdido o a María Zambrano despertar su «razón poética». Esa primitiva memoria sensorial que la neurociencia investiga como un recurso adaptativo de la evolución. El propio Cunqueiro decía que toda cocina consiste en asociaciones e invocaba el “conocimiento inútil” defendido por Bertrand Russell para explicar que la gastronomía se convierte por todo ello en gastrosofía, es decir, en gnosis o vía de sensibilidad y conocimiento.
Claro que esto puede parecernos ocioso, imaginativo o inútil desde nuestro utilitarismo tecnológico, hasta hacernos creer ya incluso más real lo virtual que lo biológico. Pero es un conocimiento tan íntimamente humano (de humus, terrestre) que desde los tiempos de Epicuro ha resistido al olvido y la carcoma, que solo la literatura ha metabolizado y sabido transmitir, y que no se ha detenido hasta enriquecer nuevos libros en los que germinar y seguir floreciendo.
Comentarios
Por A.G.Barrera, el 29 noviembre 2020
Interesante,
Sabroso ,
Sano y Nutritivo,
para las almas inquietas e insatisfechas…
Por angel coronado, el 29 noviembre 2020
Es cierto. El artículo de Alberto Pereiras me parece ejemplar en esto: al mismo se llega desde diferentes puntos que convergen en él como en el vértice de un paraguas o abanico convergen las varillas. A su centro llegan pensadores distintos, igual que del mismo se dispersan ideas hasta llegar a otros tantos puntos. A ese libro de cocina, en este caso.
Me uno con entusiasmo a ese “conocimiento inútil”. Apología de lo inútil, del “olor de las hojas muertas, impregnadas de tierra húmeda” Apología de lo supuestamente inútil. Porque no hace falta decirlo. El verdadero valor de lo útil no está en lo práctico, aunque pueda parecerlo y además y en algún sentido lo esté. El verdadero valor de lo útil está, según creo, en ese olor de las hojas muertas, en esa dichosa presencia del terruño, del olor del humus, de una sopa de ajo, de una magdalena o de unas migas pastoriles con chocolate.
Por Rafael Martínez Sidrach-Cardona, el 06 diciembre 2020
Interesantisimo y documentado articulo, que a medida que lo iba leyendo me metía más y más en mi niñez vivida en el incomparable marco de la Isla de Ons.
La asociación de la cocina y el terruño, es muy cierto que permanece a lo largo de nuestra vida, al menos esto a mí me ha ocurrido.