Libros de dolor, de tristeza, de duelo, de ausencias
De Julian Barnes en ‘Niveles de vida’ a Joan Didion en ‘El año del pensamiento mágico’. De ‘Memorias de una viuda’, de Joyce Carol Oates a ‘Una pena en observación’ de C. S. Lewis. De Marcos Giralt Torrente a Imma Monsó y Milena Busquets. Un delicado repaso por algunos de los mejores libros sobre el dolor por la muerte de nuestros seres queridos.
Del dolor de perder nace la obra. Así, con desgarro, con lágrimas en los ojos, en silencio, como en los versos del Blues funerario del poeta británico W. H. Auden: “Detén todos los relojes, desconecta el teléfono… que vengan los dolientes”, vas leyendo las palabras escritas en un libro por aquellos que han sufrido la pena de perder lo más amado, el marido, la esposa, la madre, el hijo, “porque toda historia de amor es una potencial historia de aflicción” y ese quebranto llega a los ojos del lector que acaba las páginas llorando.
“Estuvimos juntos treinta años. Yo tenía 32 cuando nos conocimos, 62 cuando murió. El alma de mi vida; la vida de mi alma”. No me digan que estas palabras no les dejan un sollozo en la garganta. Las escribió Julian Barnes tras perder en 2008 a su mujer, Pat Kavanagh. En Niveles de vida (Anagrama), cuenta con desgarro su desconsuelo. Afrontamos mal la muerte, dice el escritor británico.
Desaparición, congoja, tristeza, pesar, sufrimiento. Para el filósofo Carlos Gurméndez, la frontera está clara: “Cuando la tristeza no se manifiesta en sollozos y se interioriza es melancolía, es decir, su meditación reflexiva”, dice Gurméndez para argumentar que es la propia melancolía la que nos impide caer en el abismo de la tristeza. Pero para su propia catarsis emocional los literatos encuentran el consuelo en recordar una y otra vez ese momento trágico, el de la muerte, porque “a veces quieres seguir amando el dolor», dice Barnes.
En poco tiempo, la autora estadounidense Joan Didion (Sacramento, 1935) vio morir a su marido, el también escritor John G. Dunne, y a su hija Quintana. Fruto de esas devastadoras pérdidas fue El año del pensamiento mágico, una crónica del derrumbe que sucede cuando “la vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”. En diciembre de 2003, tras visitar a su hija Quintana, que se encontraba en coma en un hospital neoyorquino, el escritor John Gregory Dunne caía fulminado por un ataque al corazón delante de su esposa Joan Didion. La escritora cuenta cómo, aunque desde niña se había acostumbrado a buscar refugio en la literatura cuando se sentía asediada por las dificultades, tardó diez meses en iniciar la redacción de El año del pensamiento mágico (Ramdom House). La obra, según el escritor Eduardo Lago, es “un intento de trascender el estupor y sinsentido en que nos deja sumidos el dolor cuando experimentamos la muerte de alguien muy cercano”. Ochenta y ocho días después de comenzarlo, la novelista y periodista ponía punto final a un texto cuya escritura le permitió comprender lo cerca que había estado, literalmente, de la locura.
Joan Didion obtuvo en 2005 el National Book Award por su libro El año del pensamiento mágico, una escalofriante crónica de la muerte de su marido, escrita en medio de la obsesión por comprender el por qué de la pérdida. No son memorias, es una escritura que mezcla sentimientos o certezas, datos de las asociaciones de viudas, de los ensayos y estudios científicos publicados por Lancet o el British Medical Journal acerca de los cambios y enfermedades que puede provocar en nuestro organismo el dolor agudo. Freud, en su ensayo Duelo y melancolía, explicaba cómo el acto de llorar a un ser querido “implica graves desviaciones de la actitud vital normal”. Quienes hemos penado pérdidas somos enfermos sin cura, almas en pena en pos del ser amado, aunque los especialistas en el alma ajena coincidan en asegurar que el tiempo todo lo mitiga.
Didion tituló su libro con las palabras, pensamiento y magia intentando encontrar una explicación racional a lo que los antropólogos y los psiquiatras llaman «Magical Thinking» para referirse a una actitud mental fronteriza con la superstición que nos hace sentirnos convencidos de que tenemos poderes para influir en el curso de los acontecimientos: “Cuando perdí a mi marido», escribe Didion, «me aferré al pensamiento mágico con una intensidad que después me causó asombro. Me negaba a tirar sus zapatos porque estaba convencida de que, si los conservaba, John volvería a por ellos”.
Zapatos, fotografías, ropa. “Se dirá que tenemos / en uno de los ojos mucha pena / y también en el otro, mucha pena / y en los dos, cuando miran, mucha pena”, escribió el poeta César Vallejo. El dolor por la pérdida de quien amamos “resulta ser una situación que nadie conoce hasta que llega a ella… Las señales visibles del duelo nos remiten a la muerte” y en la sociedad occidental esa evidencia hay que ocultarla. Ha de llevarse en silencio. El dolor se convierte en una pesadez para amigos y conocidos, quienes, pasado un tiempo prudencial, piensan que ya se ha superado y es de malísima educación hacer ostentación de ese duelo. Didion desgrana uno a uno todos los pasos obsesivos que llevan a recordar hasta el más minímo detalle del amado, los episodios teñidos de aniversario que jalonan el primer año de pérdida. “Sé por qué intentamos mantener con vida a los muertos: intentamos mantenerlos con vida para tenerlos con nosotros”. ¿Hay algo más desgarrador que esta afirmación de la mujer que perdió a su pareja mientras preparaba un plato de ensalada?
En una mañana gris de febrero de 2008, la escritora Joyce Carol Oates (Nueva York, 1938) llevó a su marido, el editor Raymond Smith, a urgencias aquejado de una neumonía; una semana después, varias complicaciones terminaban con su vida. Un año más tarde, comenzó a redactar Memorias de una viuda (Alfaguara) con el claro propósito de no volverse loca: “Me he mantenido viva. Ese es el primer deber mortuorio que tiene una viuda en el primer aniversario de la muerte de su marido”. El autorretrato del dolor de la escritora oscila entre la pena y la dificultad para encontrar un equilibrio a solas, sin la pareja que había permanecido a su lado durante 47 años y 25 días.
En esa tarea de mantenerse a salvo, Oates habla de dolor, pero también de sus dificultades para ser independiente. Era una pesadilla abrir el correo, pagar facturas, seguir existiendo en suma. Hay enfado en el libro, uno de los pasos que describen los psiquiatras tras el estupor de la muerte. Ira, rabia con la persona muerta precisamente por eso, por morirse. Luego llega la autocompasión y siempre el instante en que piensas: “esto se lo contaré luego”. No, no puedes contar nada porque esa persona ya no está. Las memorias de cómo aprender a ser viuda de Joyce Carol Oates están escritas como un manual de autoyuda, una guía para sobrevivir al desastre.
“Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy… Aguanto y trago saliva. Otras veces es como si estuviera medio borracho o conmocionado… Otras, algo en mi interior pugna por convencerme de que no me afecta mucho, de que no es para tanto, al fin y al cabo. El amor no lo es todo en la vida de un hombre. Yo, antes de conocer a H., era feliz”. Estas palabras las escribió C. S. Lewis en Una pena en observación (Anagrama) tras la muerte de su mujer en 1960. El autor de la saga de las Crónicas de Narnia, uno de sus más celebrados libros, llora con la pluma en unas páginas desgarradoras que bucean en lo más hondo para encontrar la razón del dolor.
El irlandés C.S. Lewis (1898-1963), profesor de literatura medieval y renacentista en Oxford y Cambridge, buscó a través de su conversión al catolicismo el sentido a “esa cuchillada de memoria al rojo vivo”. Una de las reflexiones más honestas de C.S. Lewis da en el clavo cuando se pregunta acerca de si existe morbo en la escritura de la pena: “Yo cada uno de mis días interminables no solamente lo vivo en pena, sino pensando en lo que es vivir en pena un día detrás de otro. ¿No servirán mis apuntes únicamente para agravar este aspecto de la cuestión?”.
Habla C.S. Lewis de su mujer con bellas palabras. El dolor conduce su pluma: “Éramos uña y carne. O, si lo preferís, un solo barco. El motor de proa se fue al garete. Y el motorcito de reserva, que soy yo, tiene que ir traqueteando a duras penas hasta tocar puerto. O, mejor dicho, hasta que acabe el viaje”. Motor sin puerto. Ahogado, estropeado. “No es verdad que esté pensando siempre en H. El trabajo y la conversación me lo hacen imposible”, dice Lewis, y cuando parece que se va reponiendo, recae en la pena: “Pero los ratos en que no estoy pensando en ella puede que sean los peores”. Sentimientos, sentimientos y más sentimientos: “Vamos a ver si en vez de tanto sentir puedo pensar un poco”. Elabora el escritor el mapa de la tristeza, pero comprende que lo que hace es describir un proceso. “La pena es como un valle dilatado y sinuoso, que a cada curva puede revelar un paisaje totalmente nuevo”. Él lo recorrió a trechos, apoyado en su fe católica.
Simone de Beauvoir (París, 1908-1986) también se rindió a la emotividad en su libro Una muerte muy dulce (1964). La autora de El segundo sexo, la escritora y pensadora que con una escritura fría, precisa, existencialista, marcó a varias generaciones de mujeres que hicieron de ella su bandera del feminismo, bajó la guardia y permitió que se colaran sus sentimientos al describir las seis semanas de enfermedad y agonía previas a la muerte de su madre, Françoise de Beauvoir. Hay dolor, pero tamizado. La escritora narra en el lapso de tiempo en que su madre se muere cómo es la relación, el vínculo que le une a su progenitora. Tan minuciosa fue en las descripciones que hubo quien la acusó de cuidar a su madre con un bloc en la mano. Beauvoir respondió a quienes le criticaron por ello con contundencia: “No es por delectación morosa, por exhibicionismo, por provocación que a menudo los escritores relatan las experiencias horrorosas o desoladoras: por intermedio de las palabras, ellos las universalizan y les permiten a los lectores conocer, detrás de sus tristezas individuales, el consuelo de la fraternidad.”
Esta tristeza narrada comienza con una llamada telefónica: “Su madre ha tenido un accidente”. Françoise había sufrido una caída de en su casa y Beauvoir anota la fecha en la que comienza la cuenta atrás: “Jueves 24 de octubre de 1963”. Durante las semanas que pasó junto a la cama de su madre, a la que detectan un cáncer fulminante, lo describe todo con meticulosidad: “Consulta de especialistas. Mi hermana está a mi lado mientras un médico y un cirujano, el doctor P., palpan el abdomen inflado. Mamá gime bajo sus dedos, ella grita. Inyección de morfina. Ella gime todavía. Nosotras pedimos: “¡Dénle otra inyección!”. Ellos objetan que un exceso de morfina paralizaría el intestino. ¿Qué esperan entonces?”.
El dolor en la escritura se expresa a través de la ausencia de éste. Es casi un diario del sufrimiento de la madre, una descripción en un cuaderno de notas, y la pena se encuentra en los recuerdos que salen al paso, en la descripción de la vejez: “Había pasado página con un sorprendente coraje tras la muerte de mi padre. Sufrió una pena terrible, pero no se quedó sumergida en el pasado”. Con dulzura describe cómo su madre volvió a montar en bicicleta, cómo se sumergió en un montón de actividades y con pudor describe el trasiego de las enfermeras por la habitación del hospital. “Ver su sexo me produjo un shock”.
¿Por qué la muerte de mi madre me ha conmocionado tanto? Se pregunta Beauvoir. “Detrás de los que dejan este mundo, el tiempo se destruye. La petite maman chérie de mis diez años se funde con la mujer hostil que oprimió mi adolescencia. Las he llorado a las dos al llorar a mi anciana madre. La tristeza de la partida me ha oprimido el corazón”.
Son maneras diferentes de enfrentarse al dolor de la pérdida. Novelas, diarios que no obedecen a modas o tendencias. La escritora catalana Imma Monsó publicó en 2001 Un hombre de palabra (Alfaguara), crónica del dolor, reconstrucción de lo perdido y homenaje a su marido muerto repentinamente, como le pasó a Joan Didion. El libro fue un bálsamo para aquellos que atravesaron la misma situación, porque hay consuelo leyendo entre lágrimas el reflejo en otros de tu pena.
Los hijos lloran a sus padres recordando su vida, pero también sus desencuentros, como hizo Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) en Tiempo de vida (Anagrama). Ganó el Premio Nacional de Narrativa en 2011 por esta obra despojada de todo artificio literario. Inés de la Peña, editora de Ediciones del Viento, opina que este tipo de literatura “ha existido desde siempre”, y pone ejemplos como Mi padre y yo, de J. R. Ackerley [ese libro que comienza con “el pene de mi padre medía treinta centímetros y medio) o, sin que estuviera muerto, la carta al padre de Kafka. «Hay muchos ejemplos de este tipo de obras, que no están ligadas a una moda. Creo que son un libro único en la carrera de un escritor y nacen de una necesidad psicológica personal. Si fuesen fruto de una moda o una tendencia, serían malas y lo cierto es que, en general, son obras importantes”.
La última obra publicada que rinde memoria al duelo es la de Milena Busquets (Barcelona, 1972). La escritora ha elegido el formato de novela, una obra que empieza y acaba en un cementerio, para exorcizar la muerte de su madre, la editora Esther Tusquets. En También esto pasará (Editorial Anagrama), Busquets intenta un diálogo de amor entre madre e hija: “Ya no puedo abrir un libro sin desear ver tu cara de calma y de concentración, sin saber que no la veré más y, lo que tal vez sea incluso más grave, que no me verá más. Nunca volveré a ser mirada por tus ojos. Cuando el mundo empieza a despoblarse de la gente que nos quiere, nos convertimos, poco a poco, al ritmo de las muertes, en desconocidos. Mi lugar en el mundo estaba en tu mirada”.
No es un diario, pero sí es una escritura de duelo, porque “el dolor y la pena pasarán, como pasan la euforia y la felicidad”.
“Sé por qué intentamos mantener con vida a los muertos», dice Joan Didion, «intentamos mantenerlos con vida para tenerlos con nosotros”. En esos libros y en otros muchos no mencionados aquí, está latente el dolor, pero también el recuerdo. Así que pasen muchos años, la memoria de los seres queridos se guarda en las páginas escritas con llanto, queda en la vida, porque hay muertos que siguen dándonos su inteligencia, su ternura y su amor.
Comentarios
Por Mercedes, el 02 abril 2015
Gracias por las sugerencias. Por añadir algún autor español, aquí dejo un par de títulos más sobre el tema: La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero, y La sombra del ciprés es alargada, de Delibes. Y este poema(de Dámaso Alonso)de lento adiós a una madre…
No me digas
que estás llena de arrugas, que estás llena de sueño,
que se te han caído los dientes,
que ya no puedes con tus pobres remos hinchados,
deformados por el veneno del reuma.
No importa, madre, no importa.
Tú eres siempre joven,
eres una niña,
tienes once años.
Oh, sí, tú eres para mí eso: una candorosa niña.
Y verás que es verdad si te sumerges en esas lentas aguas,
en esas aguas poderosas,
que te han traído a esta ribera desolada.
Sumérgete, nada a contracorriente, cierra los ojos,
y cuando llegues, espera allí a tu hijo.
Porque yo también voy a sumergirme en mi niñez
antigua,
pero las aguas que tengo que remontar hasta casi
la fuente,
son mucho más poderosas, son aguas turbias, como
teñidas de sangre.
Óyelas, desde tu sueño, cómo rugen,
como quieren llevarse al pobre nadador.
¡Pobre del nadador que somorguja y bucea en ese
mar salobre de la memoria!
… Ya ves: ya hemos llegado.
¿No es una maravilla que los dos hayamos arribado
a esta prodigiosa ribera de nuestra infancia?
Sí, así es como a veces fondean un mismo día en
el puerto de Singapoor dos naves,
y la una viene de Nueva Zelanda, la otra de Brest.
Así hemos llegado los dos, ahora, juntos.
Y ésta es la única realidad, la única maravillosa
realidad:
que tú eres una niña y que yo soy un niño.
¿Lo ves, madre?
No se te olvide nunca que todo lo demás es mentira,
que esto solo es verdad, la única verdad.
Verdad, tu trenza muy apretada, como la de esas niñas
acabaditas de peinar ahora,
tu trenza, en la que se marcan tan bien los brillan-
tes lóbulos del trenzado,
tu trenza, en cuyo extremo pende, inverosímil, un
pequeño lacito rojo;
verdad, tus medias azules, anilladas de blanco, y las
puntillas de los pantalones que te asoman por
debajo de la falda;
verdad tu carita alegre, un poco enrojecida, y la
tristeza de tus ojos.
(Ah, ¿por qué está siempre la tristeza en el fondo
de la alegría?)
¿Y adonde vas ahora? ¿Vas camino del colegio?
Ah, niña mía, madre,
yo, niño también, un poco mayor, iré a tu lado,
te serviré de guía,
te defenderé galantemente de todas las brutalidades
de mis compañeros,
te buscaré flores,
me subiré a las tapias para cogerte las moras más
negras, las más llenas de jugo,
te buscaré grillos reales, de esos cuyo cricrí es como
un choque de campanitas de plata.
¡Qué felices los dos, a orillas del río, ahora que va a
ser el verano!
A nuestro paso van saltando las ranas verdes,
van saltando, van saltando al agua las ranas verdes:
es como un hilo continuo de ranas verdes,
que fuera repulgando la orilla, hilvanando la orilla
con el río.
¡Oh qué felices los dos juntos, solos en esta mañana!
Ves: todavía hay rocío de la noche; llevamos los
zapatos llenos de deslumbrantes gotitas.
¿O es que prefieres que yo sea tu hermanito menor?
Sí, lo prefieres.
Seré tu hermanito menor, niña mía, hermana mía,
madre mía.
¡Es tan fácil!
Nos pararemos un momento en medio del camino,
para que tú me subas los pantalones,
y para que me suenes las narices, que me hace mu-
cha falta
(porque estoy llorando; sí, porque ahora estoy llo-
rando).
No. No debo llorar, porque estamos en el bosque.
Tú ya conoces las delicias del bosque (las conoces
por los cuentos,
porque tú nunca has debido estar en un bosque,
o por lo menos no has estado nunca en esta deliciosa
soledad, con tu hermanito).
Mira, esa llama rubia que velocísimamente repique-
tea las ramas de los pinos,
esa llama que como un rayo se deja caer al suelo,
y que ahora de un bote salta a mi hombro,
no es fuego, no es llama, es una ardilla.
¡No toques, no toques ese joyel, no toques esos dia-
mantes!
¡Qué luces de fuego dan, del verde más puro, del
tristísimo y virginal amarillo, del blanco creador,
del más hiriente blanco!
¡No, no lo toques!: es una tela de araña, cuajada de
gotas de rocío.
Y esa sensación que ahora tienes de una ausencia
invisible, como una bella tristeza, ese acompasado
y ligerísimo rumor de pies lejanos, ese vacío, ese presentimiento súbito del bosque,
es la fuga de los corzos. ¿No has visto nunca corzas
en huida?
¡Las maravillas del bosque! Ah, son innumerables; nunca
te las podría enseñar todas, tendríamos
para toda una vida…
… para toda una vida. He mirado, de pronto, y he
visto tu bello rostro lleno de arrugas,
el torpor de tus queridas manos deformadas,
y tus cansados ojos llenos de lágrimas que tiemblan.
Madre mía, no llores: víveme siempre en sueño.
Vive, víveme siempre ausente de tus años, del sucio mundo
hostil, de mi egoísmo de hombre, de mis
palabras duras.
Duerme ligeramente en ese bosque prodigioso de tu
inocencia,
en ese bosque que crearon al par tu inocencia y mi
llanto.
Oye, oye allí siempre cómo te silba las tonadas nue-
vas tu hijo, tu hermanito, para arrullarte el sueño.
No tengas miedo, madre. Mira, un día ese tu sueño
cándido se te hará de repente más profundo y
más nítido.
Siempre en el bosque de la primer mañana, siempre
en el bosque nuestro.
Pero ahora ya serán las ardillas, lindas, veloces
llamas, llamitas de verdad;
y las telas de araña, celestes pedrerías;
y la huida de corzas, la fuga secular de las estrellas
a la busca de Dios.
Y yo te seguiré arrullando el sueño oscuro, se te-
guiré cantando.
Tú oirás la oculta música, la música que rige el
universo.
Y allá en tu sueño, madre, tú creerás que es tu hijo
quien la envía. Tal vez sea verdad: que un co-
razón es lo que mueve el mundo.
Madre, no temas. Dulcemente arrullada, dormirás en
el bosque el más profundo sueño.
Espérame en tu sueño. Espera allí a tu hijo, madre
mía.
Por olympia, el 26 septiembre 2015
Hermoso escrito.
Solo una anotacion: Auden no era británico. Era de Saint Louis (Missouri).
Saludos!
Por María, el 14 abril 2016
Algunos más:
El hijo (Michel Rostain)
Ahora (Brigitte Giraud)
El comensal (Gabriela Ybarra)
La pertenencia (Gema Nieto)
Di su nombre (FRancisco Goldman)
La hoa violeta (Sergio del Molino)
Un altar para la madre (Ferdinando Camon)
Todos muy recomendables.
Por Luis Manteiga Pousa, el 23 noviembre 2020
Cada uno es como es, y ya está. Pero me pareece que si escribir conlleva sufrimiento entonces no vale la pena. Claro que hay situaciones contrarias y muchos matices. En fin, que hay opiniones para todos los gustos…y disgustos. O por lo menos para bastantes.