Lo nuevo de Paul Auster y Muñoz Molina, la sensación de volver a casa

Antonio Muñoz Molina. Foto: Iván Giménez.

Leer es a veces como asistir a una liturgia. Me ocurre cuando leo los nuevos libros de autores que me han acompañado durante gran parte de mi vida, que no solo han conformado mi espíritu literario sino que, en cierta forma, han afilado mi mirada hacia lo que me rodea, mi visión del mundo. Entrar en sus páginas es regresar a casa, a un espacio familiar que te acoge. Es lo que me sucede, por ejemplo, con la obra de Paul Auster o de Antonio Muñoz Molina. Ambos con nuevas novelas ‘Baumgartner’ y ‘No te veré morir’, respectivamente. Nos detenemos en ellas a descansar y repostar buena literatura.

El argumento tanto del libro de Auster (los recuerdos de un profesor de filosofía a punto de jubilarse) como el de Muñoz Molina (una historia de amor) es muy sencillo, nada que ver con el de esos bestsellers esquemáticos e inanes que inundan el mercado y que son una pieza de caza muy fácil para ese robo intelectual que se ha llamado inteligencia artificial. De momento, al menos ese robo será más difícil cuando lo que tenemos delante es gran literatura, la que explora el alma humana, nuestras paradojas, y se adentra en nuestras heridas para restañarlas o al menos para consolarnos.

Confieso que me quedé a la mitad de la subida a ese ochomil que fue la anterior novela de Auster, su voluminosa 4,3,2,1. Por la reseña que había hecho Rodrigo Fresán, uno de los mejores conocedores de la literatura norteamericana actual, el “premio” llegaba al final. Pero me faltó perseverancia o quizás fe en lo que estaba leyendo, una novela excesivamente hiperrealista en los detalles, y claudiqué antes de llegar. Me había prometido retomar esa subida en algún momento, pues era la primera vez que dejaba a medias un libro del autor de La invención de la soledad, cuyo eco resuena en Baumgartner.

En las entrevistas que concedió a la prensa española, dijo entonces que tal vez sería su última novela, y de hecho en su siguiente libro transitó por otro género en el que también es un maestro, la no ficción. Luego llegó su cáncer, del que parece que se va recuperando, por lo que cuenta en Instagram Siri Hustvedt. Por tanto, la noticia de una nueva novela, esta vez de 250 páginas, ha despertado una gran expectativa entre sus lectores.

¿Estará a la altura de lo que se espera de él?

Me llegó el libro y lo he devorado en un par de días. Bastaría con eso para aclarar desde ya que, para mí, ha sido una fiesta leerlo, un regalo inesperado. Sin alcanzar el hipnotismo de El libro de las ilusiones, Auster mantiene el magnetismo de su prosa, al alcance de muy pocos autores, capaz de insuflar épica a la vida convencional de un personaje como Baumgartner. Un hombre que ahora tiene 70 años, que perdió en un accidente a Anna, el amor de su vida, y que, no obstante, ha decidido renovar la fe en el presente, cada vez más crepuscular. “La tierra está en llamas, el mundo se consume, pero de momento sigue habiendo días como este y mejor será que lo disfrute mientras pueda”, cuenta el narrador externo de esta novela.

¿Qué hacer con los recuerdos de la persona que se ha amado? Más aún cuando esa persona era escritora, poeta, como Anna. De alguna manera, esos textos prolongan su existencia, pero solo con la condición de que alguien los lea. El azar, tan presente en la obra austeriana, interviene en la vida otoñal de Baumgartner y le abre nuevas posibilidades. La novela es también un ejercicio metaliterario. Incluye interpolaciones que abren la lectura en otras historias. Textos de Anna, pero también del propio Baumgartner, quien entre otras cosas anda escribiendo un libro en torno a la rueda. Aunque sea fugazmente, aparece la figura de Thoreau, presente en varios de sus libros. Yo conocí al autor de Walden gracias a una de las novelas del autor neoyorkino, cuando su obra no estaba tan presente en España. Como curiosidad, nuestro país aparece también en varias ocasiones en Baumgartner. No es extraño, pues siempre se ha dicho que Auster es uno de los escritores norteamericanos más europeos (vivió en su juventud en París).

Paul Auster. Foto: Edu Bayer.

A la inversa, y aunque solo tangencialmente, podría decirse también que en algunas de sus obras Antonio Muñoz Molina es el más norteamericano de los escritores españoles. Su escritura ha ido oscilando entre lo local –esa Mágina imaginaria que creó en El jinete polaco (una de sus mejores novelas) y que evoca claramente a su Úbeda natal (presente también en esa maravilla que es Volver a dónde)– y lo cosmopolita, como en Ventanas de Manhattan o Carlota Fainberg. Esa tensión entre lo cercano y lo lejano, propia del viaje, de la emigración o del exilio (uno de los hitos en ese sentido fue Sefarad), recorre gran parte de su obra.

Una tensión que también está presente en su última novela, No te veré morir, título que recoge los versos que le escribió Idea Vilariño a Juan Carlos Onetti: “»No volveré a tocarte. / No te veré morir”. No en vano, Onetti es uno de los escritores venerados por el escritor jienense. De ahí que ese monólogo inicial sin puntos de uno de los personajes principales, Gabriel Aristu, lo he querido leer, no solo como un recurso para adentrarse en los vericuetos de la memoria de este hombre que dejó España durante el Franquismo para irse a Estados Unidos, alguien que ya no es norteamericano pero tampoco español, que abandonó  a su amor, Adriana Zuber, en la grisura de un país al que le olían los calcetines (en palabras de Vázquez Montalbán); también, digo, lo he leído como un pequeño homenaje a esa prosa onettiana que conocí gracias, precisamente, a Muñoz Molina.

No te veré morir hay que leerla como una conversación, como un susurro casi, en el que con una sutileza y una profundidad solo al alcance de los grandes novelistas (no basta el estilo y el oficio para serlo) el escritor jienense nos cuenta la historia de un reencuentro, de un amor malogrado, metáfora de muchas cosas. Hablaba Zola de la novela como la historia privada de las naciones y eso es lo que entre otros logros hace Muñoz Molina con maestría en No te veré morir, con una estructura en la que se mezclan varias voces narrativas.

La memoria es siempre un ejercicio de ficción y el paso del tiempo no arregla nada, nos viene a decir. “Pero el tiempo no cura nada. El tiempo mata. El tiempo empeora y destruye”, escribe uno de los personajes, un crítico de arte que actúa como narrador testigo y a quien, a diferencia de Aristu, no le ha resultado fácil asimilar la mentalidad norteamericana.

La perplejidad de este narrador testigo al llegar y empezar a trabajar en Estados Unidos, un sentimiento a mitad de camino entre el rechazo y el asombro y la admiración, quizás es lo que sintió el propio Muñoz Molina la primera vez que viajó allí para trabajar. En un viaje en el tiempo, quizás lo que sintió cuando dejó Úbeda para estudiar en Madrid. Una sensación similar, tal vez, a la experiencia que describe el poeta cordobés Alejandro López Andrada en Mayo 1986, poema que dedica a Muñoz Molina, incluido en su último libro, Va oscureciendo (Hiperión):

“La primera vez que pisé Madrid llevaba dos gorriones

sobre el hombro, monedas arrugadas en un bolsillo,

y, entre los ojos, el cielo de mi infancia

como una breve cápsula de luz

que me ayudaba a no desfallecer cruzando la Gran Vía”.

Un libro hermoso, Va oscureciendo, necesario, delicado, que nos habla con un lirismo contenido de todas las pérdidas, pero especialmente del mundo rural. La melancolía de Va oscureciendo nos sitúa ante el fracaso de nuestra relación con la naturaleza, de la que formamos parte, y a la que miramos como si fuera algo ajeno, cuando es el reflejo de lo que somos. Para vivir, no necesitamos a la llamada inteligencia artificial, pero sí el cobijo de los árboles y el canto de los pájaros, tan presentes en los versos de Andrada.

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