Lo que hubiera podido ser la vida juntos

Foto: Pixabay.

Nueva entrega (y van siete) de los relatos que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado para ‘El Asombrario’. Un verano, en un vuelo a Nueva York. Ocupaban asientos contiguos. Se olieron y se observaron durante horas. Comenzaron a hablar poco antes de aterrizar, compartieron el taxi, se despidieron con torpeza. Visitó su estudio y se quedó atrapada…”. 

Por TERESA RODRÍGUEZ

 

 

Él

Despertó con un cansancio de montaña vieja. Salió al jardín a desperezarse con la brisa del amanecer y la vista del océano. Como cada verano, ella le acompañaba a la casa de la playa y le mostraba las escenas de lo que hubiera podido ser la vida juntos. El desayuno en el jardín, reír por tonterías, caminar junto al mar. Ella nadaría y él no, siempre encontraba el agua demasiado fría. Él ilustraría el libro de cuentos que ella escribiría. El deseo seguiría habitándolos. Al recordar su cuerpo apenas cubierto por un bikini de color coral, emergiendo entre las rocas, sintió el sexo erguirse, algo que ya no solía suceder.

No se arrepiente, aunque a veces muerde el recuerdo de aquellos días en París. Nunca había sentido una atracción física tan poderosa. Un cuerpo que se ajustaba al suyo como había soñado que los cuerpos se acoplan. Fue inesperado y se entregó por completo a ese goce. La forma en que se excitaban ante un Picasso o un Monet no era algo frecuente.

Podrían haber simplemente disfrutado, sin empeñarse en la absurda idea del amor.

Él era un animal de costumbres en cuya rutina ella había irrumpido y lo había puesto todo del revés.

En todo caso, no debería haber esquivado sus mensajes y sus llamadas durante meses.

Las mujeres siempre quieren palabras. Lo intentó con un email, Sorry to be out of touch, y la promesa de una conversación, debió decírselo antes de que se fuera, pero no lo hizo.

La metió en un taxi y huyó al estudio.

¿Qué podía decirle? Que se merecía ser correspondida, que no podía ofrecerle nada, que hubiera querido (Be Bold. Be Bold. Be Bold), pero no pudo… Que la angustia le impedía respirar y necesitaba acurrucarse como un niño y acunar todas sus obsesiones: el asesinato de Kennedy, las inundaciones, las evacuaciones, las multitudes feroces, las armas, la guerra… Que sólo podía vivir con aquello en la soledad del estudio. Que las cosas no cambiarían. Que era hermosa y brillante, pero no podría salvarlo.

Anotó una nueva regla: no hablar con hermosas desconocidas en un avión.

Ella

La despierta un amanecer conmovedor, entre pinos cayendo al mar y cataratas de buganvillas. Nada entre peces y cormoranes, en aguas de color turquesa que la abrazan como él no supo hacer. Se seca al sol y la memoria de esas manos la sacude y es entonces cuando sus pensamientos se cruzan y vuelve a sentir la descarga eléctrica que recorre su columna vertebral. Como cuando se rozaban en el Hermitage o en el D’0rsay. Sabe que él también la ha sentido. ¿O lo está inventando? Si él no hubiera tenido tanto miedo. Si no hubiera estado tan acostumbrado a la soledad, si se hubiera dejado llevar… O tal vez  esa era la excusa para superar el dolor de perderle. O tal vez no perdió nada, porque nunca tuvo nada.

Extraña la ternura y el deseo de entonces. Ya no duele, pero cuánto dolió. Se pregunta cómo pudo enamorarse tan cruelmente.

Un verano, en un vuelo a Nueva York. Ocupaban asientos contiguos. Se olieron y se observaron durante horas. Comenzaron a hablar poco antes de aterrizar, compartieron el taxi, se despidieron con torpeza. Visitó su estudio y se quedó atrapada entre las multitudes que, en sus cuadros, exudaban soledad. Pasearon por museos y le fue construyendo con pinceladas robadas aquí y allá. Hubo muchos encuentros, siempre breves, y muchos emails, cada vez más intensos. Años de deseo contenido es mucha contención.

Una primavera él envió un billete de avión, una dirección en París y una sola frase: Please, say yes. Y ella, arrebolada como una vestal, dijo sí. No puede evitar sonreír al recordarse en el taxi, camino de la Rue Oberkampf. Llovía, siempre llovía en sus encuentros. Le parecía tan romántico que lloviera en París en primavera, en Nueva York en verano, en Madrid en otoño.

Se despojaron de la ropa a mordiscos. Y aunque la desnudez de él hizo tambalear sus certezas, no pudo abdicar de la fantasía. Continuó inventándolo. En las escaleras del Pompidou, le mostró sus cicatrices más profundas, le habló de la violencia y la oscuridad.

Había intuido en las multitudes que gritan en sus cuadros el mismo dolor que ella sentía.

Él no quería oír hablar de emociones, le confesó después, aunque le interesaba mucho el lugar que ella ocupaba en el mundo. Y ella no quería hablar de su importante lugar en el mundo, sino que la amaran como el ser quebrado y frágil que llevaba escondiendo desde niña.

Decidieron que París era el comienzo de algo. Esto no lo inventó. Lo dice claramente en un email: I´m deeply interested on beginnings w you. Los conservaba todos, como un tesoro. Y cada dibujo, cada palabra.

Más encuentros ardientes. Un verano en Long Island. Cruzar el océano comenzaba a resultar agotador. Necesitaba sus manos y su olor en lo cotidiano. Quería más, lo quería todo, en un único trago largo. Sin dudas esta vez.

Llegó a Nueva York con dos maletas y un perfume de nombre Love story. Pero la fragancia es efímera. Ya no estaba en su cama, ni en las multitudes de sus cuadros, ni en los museos, ni en el restaurante japonés. Pudo respirar su urgencia al meterla en el taxi, bajo la nieve de enero. Esquivó sus mensajes y llamadas durante meses y luego aquel email: Sorry to be out of touch.

Quería palabras, claro que quería palabras. Pero a él le molestaban las palabras. Y nunca se las ofreció.

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