Lo veo todo ‘nikelao’

Ilustracion de Concha Pasamar.

Ilustracion de Concha Pasamar.

Ilustracion de Concha Pasamar.

Ilustración de Concha Pasamar.

El otro día, cuando volví a casa después de las cortas vacaciones navideñas, encontré mi casa limpia y ordenada. Al entrar, me vino a la memoria un regreso por las mismas fechas, hace ahora dos años. En aquella ocasión, me recibió un gran rótulo en la pizarra de mi antigua cocina que decía: “Nikelao”. El mensaje lo firmaba Montoya, que era el okupa de mi inquilino.

Supongo que no os lo habré contado, pero en aquella época mis hijas y yo convivimos durante unos meses con un inquilino que, a su vez, tenía un okupa que, de vez en cuando, traía algún invitado —no sabría decir si el que invitaba era el inquilino, el okupa o mis niñas, aunque poco importa—.

Una primera revisión del estado de la habitación: platos sucios en la pila, objetos variados sobre la mesa, suelo pegajoso… no dejaba demasiadas pistas, pero yo, que a esas alturas ya llevaba algún tiempo rodeada de menores de 20, entendí que Montoya había hecho limpieza y había sentido la necesidad de dejar constancia de su proeza.

Me pregunto si cuando tenía 20 años pensaba alguna vez en cómo sería mi vida al llegar a los 50: no estoy segura qué habría pensado la adolescente que fui de la adolescente en que me he convertido. El caso es que, en vez de enfadarme — como hubiera hecho cualquier adulto—, dejé la maleta en el suelo y revolví el bolso en busca de mi móvil para cerciorarme, lo antes posible, de si mis sospechas eran ciertas. Cuando sentí el frío del teléfono en mi mano, abrí el whatsap y le escribí al inquilino: “Veo que Montoya lo ha dejado todo Nikelao”. Su respuesta fue contundente y me sacó de dudas: “Es que el otro día le eché la bronca porque no recoge, y lo limpió todo”. No sé si la carcajada que escapó de mi garganta al leer tal contestación respondía a lo absurdo de la respuesta o al alivio de haber llegado a casa después de tal esfuerzo higiénico.

Aún ahora, mientras escribo, dudo si mi reacción podría entenderse como un efecto colateral de llegar a los 50 compartiendo piso con tres adolescentes —o postadolescentes— y sus okupas e invitados, porque lo que hice fue encender el equipo de música y descalzarme para bailar a gusto la coreografía del baile latino que acababa de aprender en el gimnasio.

Cuando más absorta estaba, concentrada en mis movimientos espasmódicos, la pantalla del teléfono se encendió para avisarme de que el inquilino tenía algo que decir: “Ten un buen día, Marti…”, rezaba el mensaje y, antes de que me diera tiempo a sonreír, apareció en ella un corazón gigante —de esos que palpitan—; su movimiento se fue acompasando al ritmo de la música y, juntos, arrastraron mis pies hasta la cocina donde, con la mirada fija en la tiza blanca que adornaba la pared, me di cuenta de que el secreto de la vida es ser capaz de discernir lo que realmente importa y, efectivamente, visto desde esa perspectiva, todo estaba “Nikelao”. Posiblemente más que hoy, que simplemente está limpio y ordenado.

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