Los chicos de oro

Foto: Cristianos Gays

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Es extraño que, cuando el tiempo está de más, uno se detenga a pensar en el futuro. El porvenir es cosa de falsos videntes de call tv. No existe. No tenemos certeza de él y, por lo tanto, no computa.

En la juventud, ese tiempo en el que uno siente vocación de eternidad, se puede llegar a fantasear con un futuro a diez minutos vista, nunca más. No pensamos en nosotros mismos con 85 años. Nadie lo hace. Nadie lo hizo. Como mucho podemos soñar con una profesión, siempre idílica, y vernos ejerciéndola como triunfadores de suplemento dominical.

Y aunque la lógica sea el estímulo de esas emociones, a medida que se van cumpliendo años, uno tiene la sensación de que el futuro está cada vez más cerca. El miedo a envejecer es un miedo universal. Todos asociamos la vejez, coaccionados por unos tópicos malintencionados, con el deterioro, con la falta de interés, con el conservadurismo, con las manías, con la soledad. Cuando se busca un sentido positivo al paso del tiempo, el único que se nos ocurre es la experiencia. Y ahí se queda, aislada en un desierto de contraindicaciones.

Habitamos un sistema focalizado en la juventud, la edad más productiva y que menos carga le supone al Estado. Ser joven es un aliciente y un atractivo económico. Un interés que se diluye a medida que se van sumando velas a la tarta. En una sociedad que únicamente valora lo activo, porque produces y consumes, un anciano es una carga. Pero cuando ajustamos la lente del microscopio y enfocamos la vejez de gays y lesbianas (el caso de los transexuales aún es más duro), lo que vemos, duele más.

¿Se han preguntado alguna vez donde están los gays y lesbianas que fueron jóvenes hace sesenta años? Para ellos y ellas enfrentarse a la vejez es aún más duro porque, en muchos casos, sufrieron el rechazo de una sociedad adoctrinada en el desprecio al diferente, llegando incluso a perder todo contacto con sus familiares. Si no hay familia y no hay pareja, muchos hombres y mujeres acaban viviendo su presente en una ingrata soledad. Eso suponiendo que puedan valerse por sí mismos porque si no es así, y tienen que ingresar en una residencia, eso, a día de hoy, es como volver a meterse en el armario del que tanto les costó salir.

Así me lo contaba Federico Armenteros, presidente de la Fundación 26 de Diciembre. Esta fundación debe su nombre a la fecha en la que, en 1978, se modificó la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, el marco legal que permitió, durante décadas, la marginación, discriminación, persecución, encarcelamiento, tortura e incluso destierro de homosexuales, bisexuales y transexuales en España. Con las lesbianas el protocolo era distinto: o bien las internaban en conventos o bien las ingresaban en centros psiquiátricos. La fundación, que trabaja para salvaguardar la dignidad y el respeto de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales en la vejez, lleva tres años luchando contra la invisibilidad a la que les condena el propio colectivo lgtb (¿nunca se han preguntado por qué en las campañas de concienciación contra el VIH no suelen aparecer personas mayores?) y reivindicando su espacio en esta sociedad plural. De hecho, una de sus grandes batallas es lograr poner en pie la primera residencia lgtb de España. El 23 de julio de 2011, lograron que el alcalde de Rivas-Vaciamadrid, José Masa, les cediese, durante 75 años, un terreno público para poder construir la residencia. La crisis inmobiliaria hizo el resto y la iniciativa continúa paralizada.

“A ver cuando abrís la residencia porque me quiero ir con los míos”, le suplicaba a Armenteros una señora transexual, de 90 años. Estaba viviendo en una institución de ancianos, alejada de cualquier afinidad, aislada de un posible gesto de complicidad. Tal y como están concebidas las residencias de la tercera edad, el reglamento les permite mermar la libertad de sus huéspedes hasta el extremo que considere oportuno la moral del director o directora de turno. De hecho, esa señora (ignoro si aún vive) estaba sola, sin tan siquiera poder hablar de sus recuerdos, de sus experiencias, con el resto de sus compañeros que le devolvían aquella mirada tozuda e intransigente que ya tuvo que soportar muchos años atrás.

Puede que esta imagen solo sea una de las consecuencias de una época inaceptable que no deberíamos permitir jamás que pudiera repetirse. Aunque gobiernos elegidos democráticamente utilicen su mayoría absolutista para aprobar leyes que, en el fondo, nos recuerden sospechosamente a aquella de peligrosidad social. Puede que nada de esto afecte a las nuevas generaciones que han crecido haciendo uso de su visibilidad, contando con el apoyo de sus familiares, formando ellos mismos su propia familia. Pero eso no debe impermeabilizarnos ante una generación que creció sin derechos, interiorizando su silencio y que, si bien sabían que no eran enfermos, se acostumbraron a sobrevivir bajo el dedo acusador.

Los mayores lgtb tienen el derecho de disfrutar sus últimos años en absoluta libertad y dignidad. Sin volver a los armarios. Visibles. Orgullosos de ser mayores y de ser gays o lesbianas. De que existan asociaciones, como la Fundación 26 de Diciembre, que trabaje con ellos, no solo para ellos. Que se genere desde una ayuda domiciliaria hasta la ansiada residencia pasando también por un ocio específico. ¿Por qué no?

Les confieso que muchas veces, con amigos, hemos bromeado imaginado un futuro a lo Dorothy, Blanche, Rose y Sophia. Ir llegando a la meta convertidos en unas chicas de oro tan divertidas como adorables. Así, los amigos, en algunas sobremesas de licores y risas, hemos fabulado con la etapa final de nuestras vidas sin renunciar a nuestros vínculos, conviviendo en un espacio que nos permita seguir disfrutándonos sin perder nuestra intimidad; riéndonos al fantasear con un enfermero que algunos ven como Joe Manganiello y otros como Justin Timberlake; programando los días de tertulias, de yoga, de cine, y hasta de boys, porque nos reconocemos poliédricos, capaces de ver la belleza en un cuadro de Sorolla y en el baile de un chulo en calzoncillos. Y en el fondo, cuando la velada se acaba y nos fijamos en los posos de las risas, deseamos que esa fantasía se asemeje un poco a la realidad.

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