‘Los santos inocentes’: vuelve la España silenciada

Una escena de ‘Los Santos Inocentes’ con el actor Javier Gutiérrez, en la Sala Fernando Arrabal del Matadero. Foto: Marcos G Punto.

En 1981, Miguel Delibes escribió la que es considerada una de las grandes novelas del siglo XX en nuestro país, ‘Los santos inocentes’, cuya historia trasladaría tres años más tarde a la gran pantalla el laureado Mario Camus. En ella se nos ofrece una mirada lúcida e inmisericorde sobre la España de una época oscura, donde los deseos de libertad quedaban subyugados por la tiranía de los poderosos. Alfredo Landa, Terele Pávez, Juan Diego y Paco Rabal dieron por entonces vida a unos personajes desdichados que quedarían para siempre grabados en la retina de los espectadores. Ahora, las tablas del Teatro Español rescatan esta historia para hacer justicia a un relato que, aunque sitúa la acción en un cortijo extremeño de los años 60, aún sigue vigente.

“Decidimos adaptar esta obra con la perspectiva que da el paso del tiempo. Y es que, a pesar de ser fieles en todo momento a la novela, vemos hoy Los santos inocentes desde una mirada más pesimista que la que se observaba cuando Delibes la escribió“, explica Javier Hernández-Simón, director de la obra, encargado también de adaptar la novela junto a Fernando Marías.

La novela fue escrita en el contexto de aquella incipiente democracia que prometía e ilusionaba con los avances sociales que estarían por venir. Sin embargo, todavía hoy existen muchos Pacos y Régulas. Quizá no en un cortijo ni en zonas rurales –que también–, sino en las grandes ciudades. “Gente que engrosa las colas del hambre, que raya el umbral de la pobreza, que llega a duras penas a fin de mes gracias a un ingreso mínimo vital que algunos políticos de este país se jactan en llamar paguita”, critica Javier Gutiérrez, que da vida a Paco El Bajo, protagonista de la obra. “A mí me produce mucho placer, a la par que me supone una enorme responsabilidad, ponerme sobre el escenario y vestirme de Paco El Bajo”, añade el actor.

Por tanto, esta perspectiva que nos da el tiempo es muy reveladora y nos invita a reflexionar sobre la contemporaneidad de una obra que nos habla desde el pasado para hacernos reflexionar sobre el presente. Dice Fernando Marías que Paco El Bajo es un espejo en el que debemos mirarnos. “¿Por qué le tenemos miedo al poder? ¿Por qué no somos capaces de decir que no a los que gobiernan nuestra vidas?”. En ese sentido, y más allá de la crítica social que alberga el relato, la obra nos habla de la complejidad del alma humana. De todos aquellos santos, y también inocentes, que aún hoy sobreviven en la sociedad.

Por ello, Paco, con su resignación férrea y la lealtad a su amo, es el personaje de Los santos inocentes que más nos concierne. No se revela ante el poder porque no puede o, más bien, porque no debe. Se queda cojo y, aun así, decide seguir corriendo detrás de las palomas para que su dueño esté satisfecho. En contraposición, Azarías, interpretado por Luis Bermejo –cuya familia, también extremeña, lo llevó a querer aceptar el papel como forma de honrar sus raíces–, es un héroe anómalo: su insolencia lo lleva a luchar y a no callar. Un inconformismo que lo condena a que lo tachen de loco, de retrasado mental. Es incluso demasiado tonto como para que suponga una amenaza; a pesar de su desobediencia.

En ese sentido, la obra refleja la importancia de la cultura y la educación como formas de adoptar una actitud crítica, de conseguir las alas que les lleven a volar de ese cortijo en el que las palomas que revolotean alrededor son víctimas de los disparos de los señoritos aficionados a la caza, que a lo único que temen es a la cultura: a que sus esclavos aprendan y comprendan que la vida no es eso que viven. Mientras, Paco El Bajo y Rémula sueñan con que su hija Nieves, talentosa para los estudios, vuele de aquel lugar. Al igual que vuelan esas palomas que Paco olfatea con un instinto primoroso, como si a sus narices llegara el aroma de la libertad. Un aroma que desconoce y desconocerá pero que, por lo menos su hija, sueña con descubrir.

Y es que, mientras en París estallaba la revolución de mayo del 68 y la comunidad internacional conquistaba derechos, en España, las clases bajas, esclavas de su trabajo, no llegaban ni a intuir lo que era una vida digna. Su España era la de “oír, ver y callar”. “Y a mandar, que para eso estamos”, como repiten constantemente los personajes de la obra al señorito Iván, el dueño de la finca.

Asimismo, la función destaca a aquellas mujeres que durante toda su vida han sido silenciadas. Desde el silencio eterno de Charito, la hija de Paco y Régula que no puede articular palabra debido a una parálisis cerebral, aunque sus gritos guturales parezcan pedir auxilio; hasta su madre, Régula, que hace del trabajo su forma de vida, y cuya bondad y servilismo hieren en el alma.

Así es como Los santos inocentes nos habla de esa España silenciada. La de nuestros abuelos que no pudieron soñar siquiera con una vida más digna. Una España muda, porque la palabra gritada se transformaba en agónica y te costaba la vida. De aquella España en blanco y negro, de escopeta y rastrillo, que sobrevivía con resignación y miedo.

Hoy, en esa España habitan los nietos de Paco y Régula, colmados de promesas sobre el futuro; cargados de títulos, másteres e idiomas, pero desprovistos de posibilidades de progreso y de esperanzas. Ellos también son santos inocentes. Algunos callan, y otros, como Azarías, siguen reclamando, aunque no se los tomen en serio.

‘Los santos inocentes’. Hasta el 11 de junio en Naves del Español en Matadero.

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