En Madrid no hay playa, pero sí muchos mares interiores

Madrid en verano, muchachos bañándose en el río Manzanares, 1905, en la revista ‘Nuevo Mundo’.

Tras repasar las páginas del libro ‘Madrid Marino’, escrito por Malú Cayetano y Ana Cristina Herreros (Los Libros de las Malas Compañías), será difícil pisar nuevamente las calles de Madrid sin sentir en los pies un leve cosquilleo, un súbito frescor, un calambre inofensivo, provocados por las corrientes de agua que el asfalto ha soterrado con el paso del tiempo. Torrentes de agua hubo en la calle de Segovia, en el Paseo de la Castellana y la calle Amaniel, o el célebre Arroyo Abroñigal, durante mucho tiempo límite de la ciudad y sobre cuyo cauce se construyó la M-30.

Saber que nuestra ciudad poseyó un mar interior, aunque sin playa, en el piso continental Aragoniense hace millones de años, que los canales son cosa de la Edad Media, que el agua adquiere el don de los milagros gracias a San Isidro Labrador, también pocero, que se hace subterránea en la Edad Contemporánea y se remansa en cascadas y areneros para disfrute de bañistas no hace tantos años (los madrileños acudían a refrescarse a la Ribera del Manzanares o a las cascadas de la Huerta del Obispo en Tetuán) significa que podemos despertar al zahorí que todos llevamos dentro.

En febrero de 2021, Malú Cayetano, paisajista e ingeniera de Montes, comisarió en Madrid la exposición titulada Madrid Acuosa, dentro del proyecto Paraíso (in)Habitado, que exploraba el pasado hídrico de la villa reflexionando sobre la urgencia de gestionar el agua de un modo responsable y sostenible. Más tarde, Cayetano fue la guía de proyectos como Paseo del Agua, por los alrededores del Parque Calero (antes Arroyo Calero), en los barrios de Quintana y La Concepción, detectando sus aguas ocultas y olvidadas. O se ocupó de guiar a los marineros de tierra que buscaban el mar recorriendo las orillas del río Manzanares en Un viaje Imposible. Buscando el mar en Madrid. A Malú Cayetano le gustan los mapas, las leyendas, las historias y, como buena gallega, se entiende con el agua a las mil maravillas.

‘Areneros del Manzanares’, de Otto Wunderlich, 1914. Fuente: Fototeca de Patrimonio Histórico.

¿Existe Madrid aquí, donde la conocemos, gracias al agua?

Todo es muy relativo, y la abundancia también en función de lo que va creciendo la ciudad, luego toda riqueza es susceptible de variar en función del tiempo y el espacio.  Estudiar el pasado acuoso de Madrid tiene mucho que ver con su memoria, su origen y el que fuera su paisaje mucho antes de existir. Todas las ciudades tienen un cuidado especial con el tema del abastecimiento a la hora de establecerse. El 80 % de las urbes del mundo necesitan agua para fundarse, consolidarse y convertirse en capitales. Recordemos que el agua hace que la vida sea posible. Todas las ciudades tienen en su origen un vínculo con el agua.

¿Qué es un mar interior?

A nivel geológico, el Mar Interior de Madrid es un cuerpo de agua de grandes dimensiones que no tiene salida. Luego están las interpretaciones que pueden alejarse de la definición más científica para concluir que nosotros, los seres humanos, también somos cuerpos de agua y acumulamos en nuestro organismo multitud de vidas microscópicas, lo que nos hace ser también un poco mares. En esta investigación hay una curiosa mezcla de rumores que pueden parecer descabellados, con hechos y    apuntes científicos. Cuando aparece la escala temporal, nos damos cuenta de que aquello que hoy defendemos como una verdad absoluta, quizás dentro de unos años no lo sea. En esa búsqueda interviene por suerte la tradición oral, algo que domina Ana Cristina Herreros, narradora, editora y coescritora de este libro.

“Madrid es una ciudad muy madre, un lugar donde todo fluye y cualquiera, venga de donde venga, puede saciar aquí su sed. Este libro se ha planteado como una guía de viaje por ese Madrid/Matriz con sus recorridos ocultos, para soñar con que algún día todos esos arroyos vuelvan a fluir”, explica Herreros.

Las ilustraciones de María Tula para Madrid Marino nos enseñan tortugas gigantes, como la llamada tortuga titánica, que a paso lento marchaba por las calles de Madrid aún inexistentes, solazando su existencia hasta que las arenas de la sierra de Guadarrama, a causa de la erosión, las fueron ocultando. Adiós a las tortugas, hola al hombre y la mujer. Y bienvenidos los misterios como el de las langostas azules de origen australiano que viajeros caprichosos han dispersado por los cuatro continentes. “Y llevan décadas viviendo, libres, escondidas en los viajes de agua árabes. No sabemos de qué se alimentan, pero en esos acueductos subterráneos, lejos de la mirada de los depredadores humanos, han conseguido seguir viviendo y poblando esos viajes y la imaginación que alimenta las leyendas urbanas madrileñas”, cuenta Madrid Marino en el capítulo El agua se canaliza (Los viajes del agua).

Reportaje sobre la falta de agua en Puente de Vallecas, fotografía de Martín Santos Yubero, 1958. Fuente: Archivo Regional de la Comunidad de Madrid.

Junto a la iglesia de San Andrés, donde fue bautizado San Isidro, hubo un arroyo. Junto a la Ermita de San Isidro cuentan que el Santo Patrón también empleó a fondo sus dones milagreros para hacer surtir fuentes prodigiosas. Torrentes de agua hubo en la calle de Segovia, el Paseo de la Castellana, la calle Amaniel o el célebre Arroyo Abroñigal, durante mucho tiempo límite de la ciudad y sobre cuyo cauce se construyó la M-30 en los años 70 del siglo pasado. Dicen que el Arroyo Leganitos corre todavía bajo nuestros pies y que cerca de Atocha, siempre en las profundidades, un manantial riega el subsuelo. Y a pesar de todo, a los madrileños parece que no nos gusta demasiado el agua…

¿Por qué se da esta antipatía?

Yo lo achacaría más a la lluvia. Una ciudad como Madrid se vuelve incómoda cuando llueve por lo que supone la irrupción de un ritmo que no es el habitual. A nadie le gustan los atascos y otras consecuencias que escapan a nuestro control, modifican nuestra rutina y nos molestan. Ocurre que somos muy de ideas  fijas y pienso que eso hay que superarlo. Pensar que tenemos todo bajo control es una idea muy artificial

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