‘Manterrumpting’, y el por qué del aplomo de los hombres al hablar

Foto: pixabay.

A nosotras nos toca explicarnos a borbotones, correr delante de sus impaciencias, tratar de decir algo de lo que queremos antes de que nos corten. Así seguimos, a veces, corriendo con el aliento milenario de la interrupción en la nuca. Hablemos, y aquí sí, despacio y con todo el espacio del mundo, del ‘manterrupting’.

Alguien le puso a eso el nombre de manterrupting (en paralelo con el mansplaining , pero de la interrupción) y no es un arte sino una práctica muy extendida en los siglos y la geografía, por la que los (muchos) hombres se sienten impelidos a interrumpir a una mujer mientras ella está hablando. Se da en los ámbitos de trabajo, pero también en los coloquios literarios o de reflexión social y en cualquier bar de mesas mixtas. Pero lo peor no acaba en ellos, porque esto afecta el modo en que aprendemos a debatir y a intervenir las mujeres en el ámbito familiar, el profesional y en el público.

¿Por qué? Entre las consecuencias de esta costumbre que tan incorporada (y padecida) tenemos las mujeres, está, sin duda, el hecho de que los hombres pueden darse el lujo de hablar pausadamente, incluso dejar silencios y continuar con sus desarrollos argumentales, mientras que nosotras solemos aparecer como unas precipitadas, tratando de explicar todo a borbotones y enfadándonos con nosotras mismas por no ir más ordenadamente a las cuestiones que queríamos exponer.

El tiempo subjetivo de una voz grave

Días atrás, escuchaba el audio de una mesa de debate en la que participaban el filósofo José Antonio Marina, la escritora Najat El Hachimi y la activista y joven filósofa Elizabeth Duval. En un momento, tuve la tentación de medir el tiempo que se le daba al señor de la mesa para explicarse, detenida y coloridamente, e incluso a la hora de responder las preguntas del público dirigidas a varios de los ponentes. Luego me pareció una pérdida de tiempo innecesaria (sobre todo, porque hay ya estudios que han medido estas cuestiones de los tiempos subjetivos cuando de una voz de hombre maduro o de una mujer se trata). Seguí escuchando y, más allá de que no estaba de acuerdo con casi ninguna hipótesis del pedagogo en cuestiones de asignación de género, advertí la tranquilidad con la que tomaba la palabra, sin ningún temor a que nadie se la quitara. Por el contrario, en carriles ideológicos totalmente opuestos, Najat el Hachimi y Elizabeth Duval tenían que apresurar la marcha de sus discursos para conseguir decir lo que querían. El Hachimi se tropezaba con sus palabras, como si notara que alguien (desde su propia lejana biografía) le respirara en la nuca, persiguiéndola. Elizabeth Duval, con quien resultaba más fácil coincidir, sin embargo, también tenía que apresurarse en cada respuesta para poder esbozar aunque sea una idea, sin espacio alguno para algún matiz, algún pensamiento subordinado, o aclaratorio. El único que usaba su tiempo con pausas, comas y reflexiones morosas era Marina.

El episodio me devolvió a un debate en un festival de cine, con una mesa llena de hombres, en la que se hablaba acerca del cuerpo de las mujeres en el cine. A la hora de las preguntas, un señorón periodista comenzó sus reflexiones con parsimonia, puso una larga coma y lanzó su pregunta, con todos los elementos decorativos que quiso agregar. A mi turno, la propia moderadora de la mesa comenzó a meterme prisa, en una clara desventaja con el periodisto-señor, por lo que reaccioné ipso-facto y cambié el sentido de mi intervención, para decir que, además de que teníamos que soportar una mesa de debate poblada de hombres para hablar de la representación del cuerpo femenino, a la hora del debate, eran los hombres los que contaban con un tiempo impoluto para expresarse. Al final del coloquio, dos mujeres se me acercaron a decirme cuán concernidas se habían sentido: “alguien tenía que decirlo”. Y yo, abochornada, por no haber sido capaz de expresar una pregunta pausadamente y sin tener que hablar a borbotones para que no me cortaran.

A veces para repetir lo mismo

Los borbotones nuestros son la consecuencia de la impaciencia milenaria que hemos sufrido y soportado de parte de los hombres (y de las mujeres convenientemente adaptadas a esa sociedad machista). A veces, su impaciencia de línea recta, o de pensamiento con menos vericuetos, o simplemente la impaciencia del que puede ser impaciente, porque la sociedad así lo permite, porque lo alienta… esa impaciencia los lleva a repetirse o a repetir lo que dice su interlocutora, pero con voz más grave. Porque no importa lo que digan, o si tienen algo para decir: ellos saben que sus intervenciones no serán, por defecto, objeto de burla o material descartable.

Si lo pensamos bien, esta educación de género tan fosilizada hasta hace muy poco tiempo es también una gran losa en la vida de muchos hombres tímidos, que hablan bajo, que rehúsan polemizar y que jamás le quitarían la palabra a su compañera de trabajo. Ellos también sufren el estigma del macho que no se impone en la manada. Del otro lado, a las mujeres interrumpidas que somos nos toca reeducar nuestra manera de expresarnos para ganar ese aplomo de los señores fornidos, su capacidad de hacer pausas, intercalar bromas y continuar con nuestros hilos argumentales, sin miedo. Eso: sin miedo, porque en cuanto intenten hacernos correr delante de sus impaciencias, deberemos echar mano de la misma solidez para explicar que ‘ya, basta’, que estamos inaugurando una nueva época en la expresión humana. Y que es nuestro turno.

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Comentarios

  • Sergio

    Por Sergio, el 16 octubre 2021

    Vanidad masculina en mi opinión y muy mala educación.

    Gracias por el artículo porque son cosas que apenas se perciben por la ceguera que conlleva la cutura machista/heteropatriarcal que hemos mamado, soy un hombre, pero me pasa, en menor medida que a las mujeres que normalmente por el simple hecho de serlas (da igual su formación o lo que pueda aportar de valor a una conversación) lo padecen, lo veo en mi trabajo y en mi casa, mi padre es un típico macho alfa, buena persona pero muy mal educado, y yo que no lo soy (soy canijo y nada amante de los típicos mundillos masculinos, como el fútbol por ejemplo) noto como mi padre por el simple hecho de no ser como él (siempre deportista, alto, fuerte, ligón…) me relega en conversaciones con otras personas que comparten sus afinidades y su manera de expresarse que no es la mía, mas tranquila y menos taxativa, infravalora mis opiniones, desde pequeño y tengo 46 años recién cumplidos… .

    Yo no sé porque pero esta gente, incluyo a mi padre, siempre quieren ser el centro de atención y no se percatan, no ceden espacio no son conscientes de su aburridísma manera de ser porque a mi me aburre, normalmente siempre se repiten no aportan visiones nuevas a los diferentes asuntos que se puedan plantear y encima se regodean con pausitas etc… . En fin, gran pereza me dan, y me da mi padre, aunque me apene decirlo.

  • Gema Casado

    Por Gema Casado, el 18 octubre 2021

    Últimamente sin utilizar palabras extienden la mano con un gesto que yo tengo que interpretar que me tengo que callar de inmediato

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