Manuel Arias: «El Antropoceno puede funcionar como un apocalipsis didáctico»

El profesor y teórico político Manuel Arias.

El profesor y teórico político Manuel Arias.

El profesor y teórico político Manuel Arias.

El profesor y teórico político Manuel Arias.

La acción humana está alterando procesos geológicos básicos con consecuencias potencialmente catastróficas. El cambio climático sería su representación más evidente, aunque no la única. El reto es mayúsculo y plantea dilemas económicos y científico-técnicos, pero también políticos y morales. La huella humana sería tan fuerte que ya habríamos dejado atrás un Holoceno marcado por la estabilidad climática para entrar en el imprevisible Antropoceno. Dicho cambio aún no tiene reconocimiento geológico oficial, aunque su aceptación o no afecta poco a la validez epistemológica y política del concepto.

«Debemos tomarnos el Antropoceno en serio», escribe el profesor y teórico político –y, full disclosure, primo hermano y amigo de quien esto escribe– Manuel Arias (Málaga, 1974) en las primeras páginas de su último libro, publicado por Taurus. Un ensayo que, además de llevar por título esta nueva era geológica en estudio, subraya en la portada que estamos ante un análisis sobre «La política en la era humana». Hemos despertado del sueño del progreso material sin coste medioambiental, aunque el debate mediático –y no tanto político, mucho menos el académico– sigue marcado, a juicio del autor, por negacionistas extremos o ecologistas radicales. Arias, que se define como un «optimista escéptico», apuesta por una mayor atención al cuidado de la naturaleza y una relación más refinada con ella, sin que ello suponga una enmienda a la totalidad de usos y costumbres de la humanidad. Ni tampoco un reproche retrospectivo a una especie que no era consciente del efecto geológico que producía en su camino. «Hay que abrazar una mezcla socionatural en lugar de resistirse a ella mediante la invocación de la pureza inexistente», escribe.

Dices que para evaluar moralmente el Antropoceno y considerar soluciones políticas «resulta preciso no solo saber qué ha pasado, sino también por qué ha pasado». Bien, ¿qué y por qué, entonces?

Lo que ha pasado es que la especie humana, como un todo y sin entrar por el momento en detalles, ha ido incrementado su influencia sobre los sistemas naturales, que a consecuencia de ello han terminado por «acoplarse» con los sociales. Hemos colonizado el mundo natural y con ello nos hemos convertido en un agente de cambio medioambiental a escala global. ¿Por qué ha pasado? Porque tenía que pasar. A partir del momento en que la especie desborda el que parecía su nicho ecológico inicial y, desarrollo del cerebro y la cultura y la tecnología mediantes, adquiere una capacidad formidable para transformar su entorno, la adaptación agresiva que caracteriza el modo de ser de la humanidad estaba condenada a producir este efecto o alguno parecido.

Es casi vulgar pero también obligado. Eres realista y no negacionista, pero, ¿eres optimista? A veces no da esa impresión. No porque no creas en la existencia de soluciones teóricas, sino en su inviabilidad práctica.

Has identificado muy bien una de las tensiones de mi pensamiento. Soy realista, porque creo que enarbolar soluciones ideales pero impracticables no nos lleva demasiado lejos. Y no soy negacionista, porque me parece que estamos ante problemas que demandan nuestra atención y exigen soluciones eficaces y no meramente líricas. Pero también tengo confianza en que la movilización de los talentos humanos en la dirección adecuada producirá resultados, si no los está produciendo ya. Otra cosa es que siempre subsista la posibilidad del desvío trágico o la catástrofe colectiva: a la iglesia le faltó darnos un santo al que encomendarnos en este respecto.

Dices que «la dificultad, para historiadores y científicos sociales, estriba en combinar simultáneamente esas distintas escalas: historia humana e historia planetaria». Esto casa mal con el cortoplacismo democrático, que parece ser uno de los peajes más costosos en nuestros sistemas liberales. Parece que eso es insostenible. China, por ejemplo, está tomándose mucho más en serio este asunto que Estados Unidos o Europa. El Antropoceno es un reto mucho más general, pero sin duda antes lo es para la democracia.

Ese cortoplacismo democrático ha sido siempre una queja del ecologismo político, que encuentran ahí señal de la falta de concordancia entre los retos medioambientales y la naturaleza del proceso de decisión colectiva. Es un problema, que el Antropoceno parecería agravar debido a su mayor escala temporal. No obstante, en el libro planteo que la escala del tiempo profundo no es demasiado útil para motivarnos políticamente: si en 100 años todos muertos, como decía Keynes, en 100.000 todos extintos. Hay que pensar en horizontes de uno o dos siglos, o, si no, en estabilizar los sistemas planetarios por el momento, sin hacer cábalas indemostrables sobre lo que pasará en 2500. La democracia tiene ventajas para eso que el autoritarismo no tiene. China: se ocupa de esto, y menos mal que lo hace dado su tamaño, pero acabamos de ver cómo Xi anula las limitaciones temporales a su mandato y convoca de nuevo el fantasma del «síndrome del mal emperador» cuyos errores -pensemos en Mao- pueden ser catastróficos.

Entonces, ¿qué deben o pueden hacer las democracias contra el Antropoceno?

Cuando de políticas para el Antropoceno se trata, la solución pasa por que las democracias combinen una vía tecnocrática, basada en la gobernanza, y otra democrática, basada en el debate y la participación informal. No vamos a votar en referéndum si frenamos la acidificación de los océanos, asunto del que tampoco se habla mucho en Twitter.

Está claro que no crees en regresos a arcadias y al decrecimiento. Recuerdo que en la lectura de tu tesis utilizaste la cita de un académico argentino que sentenció que «la naturaleza es un sueño del que no hemos conseguido despertar». Han pasado unos años, y parece que contradices a Castelli, que parece más en la línea de cierta nostalgia del ‘wilderness’. ¿Qué relación propugnas con la naturaleza? Porque está claro que la actual es insostenible.

Bueno, es que me interesa poner de manifiesto que el vocabulario que empleamos para describir el Antropoceno -con referencias constantes a la hibridación socionatural, a la influencia, a la transformación- puede velar el hecho de que la acción humana es, de forma más bien no intencionada, destructiva. Y que la protección de la naturaleza remanente, influida también por el ser humano pero que conserva un mayor grado de naturalidad, es uno de los temas a abordar en el proceso de ilustración ecológica que defiendo en el libro. Ahí entra la protección de ecosistemas y hábitats naturales, pero también una cierta moralización de las relaciones con otras especies. Por tanto, sería una relación que propugna el uso y el respeto, la conciencia de que nuestra especie no puede prosperar sin explotar los recursos naturales y dañar a otras especies, pero que eso no nos autoriza a hacer cualquier cosa ni a desatender el sufrimiento animal. Es un ejercicio de equilibrismo.

Es curioso un efecto colateral del Antropoceno. Sus consecuencias están muy concentradas en determinados lugares, como el Caribe o zonas costeras y cercanas al nivel del mar. Esto es, hay un componente geográfico fundamental, y por tanto geopolítico. Cuando creíamos que con internet, la digitalización y la carrera espacial desaparecía la geografía, el Antropoceno la trae de vuelta. Los menos afectados se pueden ver tentados a protegerse y desentenderse, eso que el sociólogo Daniel Aldana Cohen llama ‘eco-apartheid’.

Ya está produciendo efectos curiosos. Nueva Zelanda está parando la adquisición por parte de millonarios extranjeros de casas de campo en su país, bastante lujosas como es natural, cuyos propietarios piensan en esconderse allí en caso de eco-catástrofe. A las zonas que señalas habría que sumar las afectadas por la sequía. Y al revés: se habla ya de la explotación de los recursos del Ártico que hace posible el descenso de las temperaturas. Hay dos cosas aquí: convendría no apresurarse a hacer futurología, minusvalorando la capacidad de adaptación de los seres humanos (Las Vegas no tiene un clima demasiado benigno y es económicamente próspera) en entornos hostiles; y convendría también no sobrevalorar esa capacidad allí donde las perturbaciones ecológicas son severas. La moraleja, en relación a lo que señalas, es que un hipotético eco-apartheid del que habla Aldana Cohen sería contraproducente, pues nuestra estructura económica se basa en el consumo de masas y no iríamos a ninguna parte con esa segregación.

El Antropoceno es un reto también para la propia naturaleza básica del ser humano llamado a hacerle frente. Pensamos en términos de supervivencia, a corto y medio plazo, pero ahora estamos obligados a adaptarnos a eso que en la jerga se llama «el tiempo profundo». ¿Es realmente posible? Es lo que me hace ser más pesimista. Obligados a pensar a largo plazo precisamente en la época más presentista.

El tiempo profundo no funciona para el ser humano. Está demasiado alejado de nosotros, es demasiado abstracto: piensa en el contraste entre la perspectiva de las vacaciones de Semana Santa y la Primera Gran Extinción. Además, el futuro es por definición impredecible; las simulaciones de futuro que nos entregan los modelos informáticos solo sirven para el presente. La utilidad del tiempo profundo, del conocimiento de una historia planetaria en la que somos y seremos algún día una mera anécdota, está en el terreno pedagógico: nos recuerda que somos criaturas terrenales obligadas a preocuparse por la amigabilidad del planeta. Por eso digo que el Antropoceno, o la perspectiva que introduce el Antropoceno, es la de un apocalipsis didáctico, al recordarnos el valor de cosas que no sabíamos o que habíamos olvidado. Es una llamada a la reflexividad, a tener presente el problema de la habitabilidad.

Tu primer libro sobre el tema se llamaba ‘Sueño y mentira del ecologismo’, y ahí matizabas el discurso clásico ecologista, siempre encarado desde la izquierda. ¿No muestra el Antropoceno que también estamos ante un sueño y una mentira del liberalismo (económico) en la medida en que no opera ya el designio de Adam Smith de que pensando en el propio interés se favorecía a la sociedad? Hayek y otros hablaban del «orden espontáneo» que surgía en situaciones complicadas, pero aquí parece necesaria cierta vuelta al normativismo. El Antropoceno, ¿no nos obliga a pensar más en términos colectivos y normativos? ¿Cuánto de impugnación tiene del liberalismo? Nuestros actos (ducharnos, poner el aire acondicionado, comprar un coche eléctrico o diesel) influyen para bien o para mal…

Hay que recordar que el ecologismo clásico es radical: dibuja un escenario de decrecimiento donde pasaríamos a vivir en comunidades autárquicas, entregados a la vida más sencilla. Tu pregunta está más en la línea de la corrección socialdemócrata al liberalismo, cuyos puntos de convergencia son también considerables. Adam Smith no se equivocaba, y además no era tan reduccionista, como demuestra su atención a los sentimientos morales y conceptos como el del «espectador» empático; tampoco Hayek, pues los órdenes espontáneos ciertamente existen. Otra cosa es que sean suficientes, o que no podamos ignorar sus efectos colaterales, del free-rider a la externalidad medioambiental. Por supuesto, hay que incorporar una perspectiva de bienes comunes. Eso exige la acción del Estado y el diseño correcto de los mercados. Pero no creo que sean perspectivas incompatibles: también el liberalismo, en el sentido de sociedad liberal, nos ha traído el movimiento verde (de raíces románticas) y proporciona soluciones tecnológicas, al tiempo que su estructura institucional facilita los acuerdos internacionales en esta materia. Yo creo más bien en la simbiosis Estado-sociedad, en un ejercicio permanente de ajuste entre ambas cuyo objetivo ha de ser el cumplimiento de los objetivos comunes que nos vayamos marcando -y la sostenibilidad es uno de ellos- antes que en la realización más o menos rígida de unos u otros principios ideológicos.

Por pasar de la teoría política a la praxis inmediata. Trump se ha salido del Acuerdo de París, que tampoco parece lo suficientemente ambicioso dada la magnitud del problema, y aún existe un negacionismo sorprendente. ¿Qué crees que pasará a corto plazo? ¿El problema se impondrá ante esta ideologización suicida? Estas cosas me recuerdan a aquel militar uruguayo que dijo: «Estábamos ante el abismo y dimos un paso al frente».

(Risas). Muy bueno eso. Mi libro intenta, modestamente, romper con una lógica absurda con arreglo a la cual el debate medioambiental está en manos de extremistas y negacionistas, o, si se quiere, de utopistas voluntarios y distópicos involuntarios. Ideologizar la sostenibilidad o el tratamiento de los animales no tiene demasiado sentido. Los responsables son muchos: la izquierda radical ha usado el medioambiente tras acabar con el capitalismo y la derecha ha reaccionado a eso, añadiendo también algunos de sus valores propios. Me parece que la clave está en asumir que buscar soluciones no prejuzga cuáles son las soluciones posibles. De esta manera rompemos el vínculo entre sostenibilidad y anticapitalismo, que vaya usted a explicarlo a Zambia. Además, cualquier política para el Antropoceno habrá de gozar de aceptación popular, y eso solo se logra dibujando un futuro mejor que el presente, presentando el desafío planetario como una oportunidad para la modernización, un desarrollo más refinado y una ilustración ecológica que moralice las relaciones socionaturales. Creo que estas tendencias se materializarán a medio y largo plazo. A corto, mucho dependerá del rumbo político que adopten las sociedades humanas: ya hemos visto estos últimos años con qué facilidad retornan a los titulares los problemas materiales clásicos. De ahí que solo podamos ser sostenibles en la riqueza; en la pobreza nos dedicamos a dejar de ser pobres más que a pensar en el Antropoceno.

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