Manuel Astur: “Ser libre hoy es atreverse a no ser nada”

El escritor Manuel Astur. Foto: Luis Díaz Díaz.

El escritor Manuel Astur. Foto: Luis Díaz Díaz.

Digámoslo ya, después de un tiempo: a estas entrevistas las llamamos “emocionales” por inspiración del penúltimo libro de Manuel Astur: ‘Seré un anciano hermoso en un gran país’ (Sílex), a cuyo título le sigue: ensayo emocional. Recientemente ha publicado ‘San, el libro de los milagros’ (Acantilado), una belleza literaria dividida en tres cantos humanistas que nos reconcilian con la naturaleza, que nos enseñan otros caminos de vida alejados de los que el sistema nos ha ido marcando. Que nos enseñan a ser realmente libres. Hablamos con Manuel Astur.

Astur (Sama de Grado, Asturias, 1980) cree, como el maestro Yao-Sham, que el gran secreto de la existencia “es que no hay secreto” y sostiene que la sociedad líquida en la que sobrevivimos nos quiere entretenidos, “distraídos”, por lo que quizá sea un buen momento para volver a lo cercano: “a la mesa y al pan, al sereno aburrimiento”.

“Somos neoliberales también por dentro: siempre hacia delante sin detenernos a ver lo que dejamos atrás o lo que tenemos a los lados. No vivimos en el presente, vivimos en la actualidad, que es muy diferente”, asegura este escritor en una entrevista que bien podía ser un pequeño ensayo portátil para aclararse la mirada. “La mayoría de las personas no quieren ser libres, quieren que les hagan creer que lo son”.

Enamorado de Italia, ese país lleno de lo que los escritores de haikus consideran “el sentimiento básico de la poesía: la triste y dulce conciencia repentina de lo efímero de nuestra vida”, Astur, amante de los gatos como María Zambrano, vive hoy en Logroño, donde lee y medita en un estudio convertido en una especie de celda de monje, rodeado de amuletos a modo de brújulas que marcan el camino, y donde se deleita con obras maestras como Amarcord de Fellini, La Gran Belleza de Sorrentino o con los ensayos fílmicos de Agnès Varda. “Regocíjate: no hay esperanzas. Vive tu propia gloria”, concluye.

Ahora, sin saberlo, están salvando el mundo el que toma consciencia, se frena, pone su espíritu en reposo y renuncia a toda agitación; el que pasa con lentitud su mano por la piel de un árbol y apoya en el tronco su espalda y lee unos versos en voz alta; el que se saca una silla a la puerta de casa un lunes temprano y se sienta a vivir; el que se alegra y atiende a lo sencillo, a lo genuino y, como dice el Tao, “reduce el egoísmo y restringe los deseos”. ¿Quién más está ahora cambiando el mundo con pequeños milagros?

¿Salvar el mundo? ¿De qué? Cada cual tiene sus propios miedos. A lo máximo que puede aspirar uno es a la salvación individual. En ese aspecto soy radicalmente individualista, pero porque creo en algo tan de Perogrullo como que hay que predicar con el ejemplo. Si en general está muy mal decirles a los demás cómo tienen que vivir o pensar, está aún peor si tú mismo no lo haces.

Pero sí, en un mundo absolutamente líquido en el que la narración de la realidad cambia a mayor velocidad que nuestra capacidad para asimilarla, en una sociedad que considera que la verdad es lo que cada uno cree y que nos quiere entretenidos –que es otro modo de decir distraídos–, volver a lo cercano, a lo que tenemos ante los ojos, al alcance de la mano, a la hierba, a una flor en una maceta, a la mesa y al pan, al sereno aburrimiento, volver, en definitiva, al hogar es una necesidad casi revolucionaria.

Me citas el Tao Te King y, precisamente, la época de mayor esplendor del taoísmo tuvo lugar durante la dinastía Tang, hace 1.200 años. Fue una época de gobernantes de grandísimo poder en la que la sociedad china estaba altamente burocratizada y había reglas en todos los aspectos de la vida. Justamente entonces, las mentes más brillantes sintieron la imperiosa necesidad de dejar de opinar y regresar a lo natural, que es lo opuesto a lo social. Una de mis historias favoritas habla de esto:

El gobernador de Lang, que tenía mucho miedo a la muerte, fue en busca del maestro Yao-Sham, que vivía como ermitaño en las montañas y del que se decía que había alcanzado la sabiduría y la inmortalidad. Tras un largo viaje, por fin llegó a su miserable cabaña y lo encontró sentado con gesto indiferente, frente a una mesa donde había una jarra de barro. Sin poder contenerse, el gobernador le preguntó cuál era el gran secreto de la existencia. El maestro apenas lo miró y en silencio señaló con el dedo hacia delante y hacia el cielo. El gobernador, exasperado, le pidió que le explicara tan misteriosos gestos. El maestro, con infinita pereza, como si estuviera delante de un tonto que no entiende lo más obvio, por fin dijo: “Una nube en el cielo y agua en la jarra”.

Estoy de acuerdo con Yao: el gran secreto de la existencia es que no hay secreto.

Tengo que cerrar las ventanas para poder hacer esta segunda pregunta. Han regresado con fuerza todo el ruido y toda la desazón que caracterizan nuestra época. En primavera las abría y era como si la casa la hubieran trasladado al San Antolín de tu nueva obra, San, el libro de los milagros. Por ellas se colaba entonces el rumor de la Natura, de la siringe, mezclado con un fino silencio que llevaba en su savia el carácter de lo provisional. ¿Aprendimos algo en los meses de confinamiento, de estar con nosotros mismos?

No tengo ni idea. Mi vida cotidiana no se diferencia demasiado de la que nos impuso el confinamiento. De hecho, si algo he sufrido ha sido el confinamiento de los demás, pues de pronto todos tenían la necesidad de hablar, de hacer vídeollamadas, de tener una gran vida social virtual y yo no me sentía muy cómodo con tanta interacción. Aunque me gustaría que hubiéramos aprendido que nuestras opiniones no valen de nada. Desde el minuto uno, todos nos pusimos a opinar y a exigir y, al minuto siguiente, a opinar y a exigir lo contrario, y seguimos sin saber qué está pasando. Todas esas opiniones me parecían el grito de alguien que está cayendo al vacío. La religión del Progreso nos ha fallado, el cuento no era como nos lo habían contado. Ahora muchos se sienten estafados y habrá quien estará encantado de ofrecerles su propia versión de la historia.

Creo que, como mucho, se puede aprender de la experiencia: sensaciones, modos de ver, etc., pero para lograrlo, la sociedad debería tener muchísima más memoria de la que tiene. Este es uno de nuestro mayores problemas como sociedad y como individuos: vivimos distraídos. Somos neoliberales también por dentro: siempre hacia adelante sin detenernos a ver lo que dejamos atrás o lo que tenemos a los lados. No vivimos en el presente, vivimos en la actualidad, que es muy diferente.

Chuang Tse decía que todo gobierno es un mal. ¿Hay que desconfiar de cualquier confinamiento, hay que dudar de la sobreprotección de un poderoso?

Bueno, Chuang Tse decía eso en un contexto en el que ni siquiera se había comenzado a imaginar algo parecido a la democracia y en el que los emperadores eran considerados dioses. Pero sí, en general es bueno desconfiar de cualquier gobierno, de cualquier poder. Aunque esa desconfianza tiene que verse compensada por la confianza en nuestro vecino.

Personalmente, desconfío del que dice luchar en nombre de mi libertad. También de cualquiera que meta las narices en la historia. Desde el emperador Quin Shi –que quemó hace 2.000 años todos los libros escritos antes de su reinado– hasta los nazis y los comunistas del siglo XX, los tiranos siempre han pretendido hacer desaparecer el pasado que no les conviene. Y siempre lo han hecho en nombre de nuestra libertad.

El ensayista Rafael Argullol asegura que no caería en la trampa de cambiar toda su libertad por total seguridad, y por su verdadero sentido: la salud. “Si tengo que elegir entre la libertad y la vida, elijo la libertad, porque una vida sin ella es supervivencia, no vivencia. Sin espíritu libre, el coraje degenera en fanatismo y la compasión en mera caridad”. ¿Qué es ser hoy libre?

El Progreso, como la religión que en realidad es, también promete su Paraíso propio. Gran parte de la humanidad, al menos la occidental, es hoy más libre de lo que lo ha sido nunca desde que el ser humano es ser humano. Pero la libertad en sí misma no es nada. Lo importante es qué se hace con ella. Y creo que ese es el mayor reto al que nos enfrentamos. La mayoría de las personas no quieren ser libres, quieren que les hagan creer que lo son. La mayoría de las personas, como dice el maestro Argullol, necesitan seguridad. Necesitan que les digan que su existencia tiene sentido. Necesitan un disfraz bien acabado y cómodo. Por ese disfraz, por esa identidad, están dispuestos a entregar su libertad, con la que no saben qué hacer. Además, toda identidad es una ficción, una farsa, y por lo tanto necesita de espectadores. Cuando uno está solo sin nadie que lo contemple, siente que no es nadie. Si fueras el único ser humano en este planeta, ¿serías libre? No, solo una conciencia testigo de su propio fin. Y no hay modo más efectivo de afirmar tu propia identidad que por oposición, acusando a los que no comparten tu identidad. Todo fanático se considera víctima de una conjura, esa es la base del fanatismo.

Por eso, y creo que ahora respondo a tu pregunta, para mí ser libre hoy es atreverse a no ser nada. Nunca he tolerado que me digan lo que se supone que tengo que pensar o hacer por ser hombre, o por ser de clase media, o por ser asturiano, etc. Siempre me he negado a que me identifiquen por algo que es puro azar. Nada más radicalmente libre hoy que decir: No tengo la menor idea, y no me importa. Bartleby, si hubiera sido escritor en la actualidad, diría: “Preferiría no opinar”.

En tu libro ‘Seré un anciano hermoso en un gran país’ dices que el único enemigo de la libertad es el miedo. El mismo miedo que sienten los vecinos a la plaga de los gusanos que ha asolado el pueblo en San, el libro de los milagros y que luego niegan. Chantal Maillard señala que quien desarticula el miedo se hace inmune a las argucias de quienes pretenden manejarle. ¿Cómo se enfrenta uno al miedo?

Yo de niño tenía mucho miedo a dormir solo. Pero mi padre nos enseñó a mis hermanas y a mí la Oración del miedo, que escribió Frank Herbert en su novela Dune: “No conoceré el miedo. El miedo mata la mente. El miedo es el pequeño mal que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mí. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allí por donde mi miedo haya pasado, no quedará nada, sólo estaré yo”.

Salvando el tono un poco new age, por otro lado inevitable, pues él es uno de sus inventores, lo que dice es cierto. El miedo, cuando aparece, es terrible y nos impide pensar. Además, altera nuestra percepción del tiempo, que se vuelve eterno. Frente al miedo, estamos dispuestos a entregarlo todo, hasta nuestra libertad. El miedo es una cárcel, pues absorbe toda nuestra conciencia. Pero una vez que pasa, no queda nada, por lo que es muy difícil aprender nada de él. Ni para eso sirve. Cualquier aprendiz de tirano sabe que no hay mejor técnica de dominación que crear el miedo para el que tú mismo eres la solución.

Y el discurso de las ideologías del odio, ¿cómo se encara?

Cualquier discurso que se base en el odio o en el miedo tiene por fuerza que ser erróneo. Existe la naturaleza, que no juzga, y existe el humanismo, que siempre desea el bien de toda la humanidad. La sabiduría tendría que liberarnos, ampliar nuestra existencia. Y el odio es un modo de empequeñecerla. Los taoístas solucionan la cuestión del bien y el mal de un modo muy sencillo. Según su teoría, del mismo modo que un motor estropeado funciona mal y contamina, una mente estropeada verá la realidad de un modo erróneo y solo saldrán cosas horribles de ella. Por el humo y la contaminación los conocerás. 

“Lo que crecemos hacia arriba tenemos que crecerlo hacia dentro. Sin unas buenas raíces el árbol está condenado a caer con el primer viento”, escribes en el primer cantar de tu novela. ¿Cómo se crece hacia el interior, hacia lo espiritual, hacia la necesaria contemplación de lo viviente si el modelo actual fomenta un estilo de vida en el que la persona está siempre en conflicto consigo misma?

Tal vez estaría bien no darnos tanta importancia a nosotros mismos. Yo no tengo la menor importancia y eso, lejos de angustiarme, me libera. El conflicto viene en gran parte de la falta de naturalidad. El escritor Umberto Eco hizo suyo un cuento tradicional oriental que viene al caso:

En un bosque vivía un ciempiés que bailaba maravillosamente bien y que era la admiración de todos los animales. Pero el sapo, que no sabía bailar, le tenía muchísima envidia y lo odiaba, así que ideó un plan para acabar con el ciempiés. Tras mucho meditar, un día que el ciempiés estaba bailando, se le acercó con actitud modesta y le dijo que era un gran admirador suyo. Entonces, le hizo una simple pregunta: “¿Qué pie mueves primero para comenzar a bailar?”. El ciempiés, que nunca se había parado a pensarlo, trató de contestar y se tropezó. A partir de entonces no pudo volver a bailar.

Creo que muchas veces somos como ese ciempiés: el conflicto viene de que no podemos ser espectadores y protagonistas al mismo tiempo.

En ‘San’ encontramos ese grito necesario que alerta de todo lo que está desapareciendo como consecuencia de nuestra desconexión con la naturaleza y nuestro egoísmo incandescente. “Los caminos, los buenos caminos, que son ríos de humanidad excavados en la tierra por miles, cientos de miles de pies a lo largo de los siglos, están desapareciendo”. Cuando acabemos de profanarlo todo, ¿qué quedará?

Quedará lo que siempre ha estado ahí. Existe el dolor físico y existe la muerte, pero todo lo demás es literatura, una opinión que tomamos por real. Existe la materia y existen los sentidos y existe la poesía –y dentro de la poesía está la religión–. Existe lo natural y existe lo social, que son los lugares comunes aceptados por la gran mayoría. Existe la tragedia, contra la que nada se puede hacer, y existe el Drama, que es el teatro que hemos tomado por real y que en la mayoría de los casos es la fuente de nuestro dolor. El filósofo Jorge Santayana, del que soy un gran admirador, escribió que “vivimos dramáticamente en un mundo que no es dramático”.

Me hace gracia cuando repetimos eso de que estamos destruyendo la Naturaleza. Hay muchísima prepotencia humana en esa afirmación, además de mucha religión judeocristiana camuflada. No, no estamos destruyendo la naturaleza, estamos destruyendo lo que necesitamos para vivir como humanos, nos estamos destruyendo a nosotros mismos. La naturaleza no es moral y le trae sin cuidado que se extingan la mitad de las especies. Mientras quede un microbio, la naturaleza seguirá. Tiene todo el tiempo. Debemos empezar a darnos la importancia justa y a comprender que el ecologismo, la igualdad, la bondad, son humanismo. Nada más y nada menos.

¿Quiénes son los ‘Marcelinos’ de hoy, los santos de hoy, los sabios a los que uno puede encomendarse?

Ay, si lo supiera no estaría aquí, traicionando una vez más eso de que “quien habla no sabe; quien calla, sabe”. Si existe un sabio, no es ni hombre ni mujer ni una persona concreta, sino todas las personas que a lo largo de la historia han tenido destellos de sabiduría y los han aportado a esa gran narración que es la canción de la tribu humana. Marcelino no es un sabio: es un ser natural, es un espejo ante el que cae el disfraz de nuestra identidad y nuestras creencias, y en el que nos vemos tal y como somos. O al menos, eso he pretendido.

Sé de tu amor por Italia. De sus viajes por los pueblos sicilianos. Por Roma. Florencia. La bella Siena. Háblame de ese magnetismo que ejerce sobre muchos de nosotros lo italiano…

La China del siglo VIII, el Japón del siglo XVI o la España del Siglo de Oro, hay épocas y lugares en los que parece concentrarse lo mejor de la humanidad. En ellos la humanidad ha sido la mejor versión de sí misma. Ningún lugar del mundo supera a Italia en esta concentración de deslumbramientos. ¿A qué se debe? Llevo mucho tiempo tratando de llegar a una conclusión y, como me suele ocurrir, no sé dar una respuesta, pero puedo ilustrarla:

El año pasado fui a Recanati a saludar a Leopardi y a mirar por la ventana de su biblioteca, desde la que él contemplaba a Silvia y se inventaba el amor. Luego me di un gran paseo por el pueblo. Por supuesto, fui al jardín desde el que le gustaba contemplar el infinito, ese mar en el que le era dulce naufragar. En un momento dado, vi la puerta abierta de un palacio inmenso y entré a un patio enorme desde el que había unas vistas maravillosas. Era del siglo XVII, creo recordar, y estaba lleno de frescos y obras de arte y todo en él era una celebración de la existencia. Tardé un rato en darme cuenta de que era el instituto de secundaria del pueblo. Los italianos nacen y crecen entre belleza y restos del pasado. Italia es un país lleno de lo que los escritores de haikus consideraban el sentimiento básico de la poesía: la triste y dulce conciencia repentina de lo efímero de nuestra vida. Italia es el mejor país del mundo para escribir poesía.

Y dice Canetti: “Ya solo vemos y oímos objetos”. Dame algunas esperanzas.

Precisamente Canetti tenía un miedo atroz a la muerte. En sus maravillosos apuntes y diarios no deja de quejarse de tener que morir. La conciencia de su segura muerte era la gran cuestión que no podía resolver. Le amargaba profundamente. Tal vez por eso amaba tanto el pensamiento, los mitos y las leyendas, la poesía. Contemplando ese gran océano nos olvidamos de nuestra ridícula individualidad y, por lo tanto, somos todos los humanos que han estado y que estarán. Eso nos da la poesía: un atisbo de la inmortalidad.

¿Quieres esperanzas? Regocíjate: no hay esperanzas. Vive tu propia gloria.

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Comentarios

  • Concepció Pou

    Por Concepció Pou, el 27 septiembre 2020

    Lo he encontrado muy interesante

  • Maria

    Por Maria, el 04 octubre 2020

    Felicitaciones Luis me ha gustado mucho
    ¡qué necesarios estas entrevistas emocionales !
    Saludos
    Maria

  • Rosa

    Por Rosa, el 15 diciembre 2020

    Algo a que agarrarse cuando todo está rabiosamente resbaladizo.

  • Javier

    Por Javier, el 24 enero 2021

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