Manuel Astur y 43 cuentos auténticamente zen (y no sucedáneos)

El escritor Manuel Astur.

En el cielo, una nube (Satori, 2023) es una antología, pero no una al uso: 43 cuentos zen, 43 piezas muy breves recopiladas de la tradición oral japonesa, reescritas, curadas y presentadas al lector en un formato limpio y claro; sin moraleja, sin enseñanza ni objetivo preconcebido y que, sin embargo, atesoran el potencial para ser la llave que nos libere de las cadenas del ego. Hemos hablado con su autor, Manuel Astur: «El ‘mindfulness’ y todo eso no es más que una simplificación infantil de algo muy profundo. Es una forma de comerciar con lo sagrado. De cualquier modo, creo que del mismo modo que simplifican el mensaje, su repercusión es amplia, pero superficial. Eso no quita que crea que los gurús –de cualquier tipo, los pobres diablos del ‘mindfulness’ no son los peores– son peligrosísimos: qué forma más monstruosa de ego la de estas personas que necesitan decir a los demás cómo tienen que vivir para sentirse a gusto con su propia vida…».

Puedes seguir a Miguel Garrido de Vega, autor de esta entrevista, en su cuenta de Twitter.

Manuel Astur (Sama de Grado, Asturias, 1980) es escritor, poeta, ensayista, editor y ha impartido cursos literarios en distintas escuelas. Ha publicado, entre otros, títulos como San, el libro de los milagros (Acantilado, 2020), Seré un anciano hermoso en un gran país (Sílex, 2015) y La aurora cuando surge (Acantilado, 2022). En 2017 fue elegido una de las “Diez nuevas voces más interesantes del continente europeo” en el marco del proyecto Literary Europe Live. El Asombrario ha charlado con este buscador de la esencia acerca de la permanencia de la literatura, la trascendencia a través del arte, el camino hacia la iluminación y cómo separar lo superficial de lo profundo.

El zen es una tradición especial independiente de la palabra, que se experimenta, pero no se explica. Al menos, así lo entendía Bodhidharma, fundador legendario de esta ramificación budista (y auténtica estrella de los souvenires nipones). Sin embargo, sabemos que existen los kōan, esa suerte de diálogos en apariencia ilógicos o problemas mentales a resolver por quienes se inician en esta práctica. Y sabemos que no se han escrito precisamente pocas páginas sobre lo que es y no es el zen. Teniendo esta paradoja presente, ¿en qué línea se sitúan los cuentos de este volumen? ¿Cómo afrontan la tensión entre el lenguaje, indirecto por naturaleza, y la acción, siempre directa?

Respecto a estos cuentos, no creo que haya mucha diferencia en cuanto a los dilemas que como escritor me planteo cada vez que trato de transmitir algo que en realidad es intransmisible. Como dice el Libro del Tao, “quien no sabe, habla; quien sabe, calla”; o, como decía mi güela, “callau tas más guapu”.

De todos modos, la literatura auténtica, el arte verdadero nunca lo cuenta todo, siempre hay un corazón de silencio; lo auténticamente importante no se nombra, tiene que dejarse en las sombras. Es la teoría del iceberg, de Hemingway –que sin duda aprendió mucho de la tradición oriental–: solo se muestra al lector una mínima parte, el tema y el conflicto real nunca queda a la vista, y lo que los grandes cuentistas del siglo pasado, como por ejemplo Carver, practicaron con gran sabiduría. Hablar de una cosa para tratar de transmitir otra muy diferente.

Hemos hablado de la palabra, hagámoslo ahora del cuento como formato. Pese a su sencillez, hace mucho que los cuentos se erigieron en el vehículo didáctico por excelencia a nivel universal, casi con independencia de la cultura y la época en que se originen. Cuando queremos dejar una impresión duradera en un niño, recurrimos al cuento; para amenizar aburridos procesos organizativos o vender dudosos casos de éxito empresarial, se habla de ‘storytelling’. Pero en cuanto caemos presas del mundo adulto, parece que la ficción breve no pudiera enseñarnos nada valioso per se y el verdadero aprendizaje lo buscáramos en formas más serias.  ¿Por qué crees que el relato breve, y no el ensayo –como los que integran la bibliografía del maestro D.T. Suzuki (1870-1966)– o la novela –en la estela del ‘Siddhartha’ (1922) de Hesse (1877-1962) y otras ‘bildungsroman’–, puede ser una vía adecuada para transmitir la esencia de algo tan complejo como el zen?

Supongo que el éxito del cuento como vehículo tradicional tiene mucho que ver con su brevedad. La literatura viene de la tradición oral y los cuentos son fáciles de recordar. Si los primeros maestros Zen de Japón o Chan de China hubieran conocido la novela o el cine, no me cabe duda de que los hubieran empleado. Al final son medios de comunicación, más o menos adecuados para transmitir una cosmovisión o ciertas ideas. 

Algunos de los relatos recogidos en esta selección son rápidamente ‘interiorizables’ y susceptibles de crear en el lector una impresión de familiaridad o comprensión; otros muchos –la mayoría, en verdad– dejan en nosotros sensaciones insondables y misteriosas. Porque aquí no hay bien ni mal. No hay correcto y no hay incorrecto. Al contrario que las fábulas clásicas o que los cuentos de la tradición europea, estos textos resuenan en la cabeza igual que quien oye un goteo sin que haya fuente alguna. ¿Qué es lo que convierte a tu libro en un título ideal para la relectura, para volver a encontrarnos con él una y otra vez a lo largo de nuestra vida?

Este libro está, precisamente, pensado para la relectura a lo largo de toda una vida, así que me alegro de que lo veas así. Pero más allá de lo maravillosa y delicada que es la visión Zen de la existencia, creo que cualquiera puede leerlos y atraviesan los siglos y las modas porque no son moralistas ni tratan de enseñar algo, pues la moral y lo que es correcto cambia tan rápido como la tecnología, y lo que un día parecía moderno al siguiente resulta arcaico. En cualquier caso, vuelvo a repetirlo, esto no solo lo consiguen los cuentos Zen sino todo el arte verdadero, capaz de conectar con la parte eterna del ser humano: en eso consiste, creo yo, que una obra se convierta en un clásico y que otra que pudo ser muy famosa desaparezca sin dejar rastro. Y por eso, principalmente, he escrito estos cuentos: porque son hermosísimos y eternos, y porque, en mi opinión, no les habíamos hecho justicia –al menos la justicia de escribirlos y editarlos bien– en castellano.

Es inevitable: buscamos un significado en todo lo que hacemos. Como seres narrativos aspiramos a máximas que doten de sentido a nuestra existencia caótica y, en apariencia, inexplicable. Queremos creer que, al final, el demiurgo cósmico habrá previsto concienzudamente cada detalle de nuestro argumento vital, pero… ¿puede realmente el ser humano, que se sabe muerto desde que nace, obviar la trascendencia como meta? ¿Habitar el vacío? ¿De veras podemos vivir en el presente y, como en los cuentos de ‘En el cielo, una nube’, renunciar a la moraleja?

No, qué vamos a poder. Pero el Zen tampoco pretende eso, porque sabe que es imposible. En el Zen hay un dicho que define muy bien su visión mística según el cual somos como pulgas sobre una plancha muy caliente: algunos pueden saltar muy alto, otros menos, pero todos al final volvemos a caer en la plancha y de nuevo nos quemamos. Quizás el Zen logre que esa plancha esté menos caliente, porque le quita importancia a mil cosas absurdas que nos hacen sufrir, pero la plancha es nuestra existencia individual y siempre sufriremos –y gozaremos– en ella.

Podría argumentarse que el zen guarda ciertas similitudes con la labor creativa: en el siempre fértil debate sobre la muerte del autor, hay quien predica que es mejor diluirse y no cultivar un estilo definido, y quienes prefieren dejar una fuerte impronta estilística vinculada a su nombre. ¿Qué supone esto para un escritor que recopila, desbasta y pule cuentos ancestrales –y propios de una cultura lejana– que hablan sobre la renuncia al ego? ¿Qué dificultades literarias te has encontrado en el descenso a las profundidades de la esencia?

Estos cuentos los he escrito a lo largo de una década para mi uso y disfrute, de modo que el ego consistente en querer impresionar a los otros no existía. En cambio, sí usé, como en realidad trato de usar siempre, mi verdadero ego, pues, como decía Salinger, maestro Zen de la literatura, quien usa su verdadero ego no tiene tiempo para tonterías. Estos cuentos son universales, pero si los hubiera escrito otro serían diferentes, estos cuentos son parte de mi obra, no lo niego.

No, en serio, la principal dificultad fue saber diferenciar entre la afectación y lo verdadero, entre lo anecdótico, que al llegar a Occidente se convirtió en principal debido a su exotismo, y el corazón poético que impulsó al creador anónimo que hace siglos contó la primera versión. ¡Pero es que eso me pasa siempre que escribo! Mi mayor lucha como artista es diferenciar mis tonterías personales de pequeño humano imperfecto de lo que el escritor universal que hay dentro de mí tiene que contar.

En el prólogo mencionas que lo más detestado por el zen es la afectación, la pose. Pues bien: en un mundo donde es posible encontrar estatuas de Buda tanto en los estantes de Ikea como en la entrada de cualquier lounge bar, escuchar ‘música zen’ mientras disfrutamos de un masaje relajante, donde proliferan los gurús de anuncio de YouTube y la descontextualización de esta rama del budismo en beneficio de un ‘mindfulness’ de oficina que deviene en un mero ‘recarga-pilas’ del sistema capitalista…, ¿cómo plantarle cara a los mercaderes que han invadido el templo?

Yo también odio la afectación. La afectación puede ser por exceso, que es lo que llamamos cursi o sentimental, o por defecto, que es lo duro y descarnado, que viene a ser una forma de cursilería que está muy de moda ahora mismo. La afectación es poner en algo más o menos sentimiento del que Dios puso (no hace falta creer en Dios para entenderlo).

Ni se me pasa por la cabeza plantarle cara. A ver, el mindfulness y todo eso, tenga el nombre que tenga en el momento, no es más que una simplificación infantil de algo muy profundo. Es a la filosofía y el pensamiento lo que un anuncio comparado con una gran película. Es una forma de comerciar con lo sagrado. De cualquier modo, creo que del mismo modo que simplifican el mensaje, su repercusión es amplia, pero superficial: una vez consumido el producto, hay que pasar a otro. No deja rastro. Eso no quita que crea que los gurús –de cualquier tipo, los pobres diablos del mindfulness no son los peores– son peligrosísimos: qué forma más monstruosa de ego la de estas personas que necesitan decir a los demás cómo tienen que vivir para sentirse a gusto con su propia vida…

¿Qué relación guarda el zen, si es que guarda alguna, con otros conceptos espirituales y estéticos netamente japoneses que hoy abarrotan las estanterías del japonófilo de bien, como el ikigai –aquello que da sentido a nuestra vida–, el mono no aware –entendido como cierta sensibilidad hacia lo efímero– o el wabi-sabi –una suerte de apreciación de lo imperfecto–, entre otros?

Bueno, todos esos conceptos vienen en realidad del Zen. En concreto del haiku, que fue la forma de expresión más perfecta que el Zen encontró. Pero han pasado a formar parte del sistema mitológico sobre el que se erige la cultura japonesa. Son conceptos delicados y hermosos, pero si a uno le gustan por ser japoneses, es que no los ha entendido. 

Pese a provenir del budismo, suele hablarse del zen como la religión sin dios, ya que está fuertemente enfocado a la experiencia individual. Quizás por eso, y como quiera que la cultura occidental está cada vez más asentada en la individualidad, sus críticos argumentan que el zen fomenta la pasividad ante las injusticias o el conformismo, y que tampoco contribuye al espíritu de grupo. ¿Se equivocan?

El budismo es una filosofía, o mejor dicho, una vía de sabiduría que se ha extendido por diferentes culturas y en algunos lugares se ha mezclado con la religión local. Pero, que yo sepa, Buda jamás respondió a cuestiones metafísicas: no tenía el menor interés en saber si existía Dios o si había una vida en el más allá: a él lo único que le preocupaba era cómo dejar de sufrir en esta vida.

El Zen no fomenta la pasividad, todo lo contrario, lo que fomenta es la liberación del ego y los deseos, lo cual trae consigo que muchas cosas que aparentaban ser altruistas y creíamos importantes dejan de serlo porque descubrimos que en realidad eran puro ego y deseo. De todos modos, en general el Zen considera que el ser humano es bueno por naturaleza y que, si todo el mundo siguiera su vía, nadie tendría tiempo ni ganas de hacer cosas malas, las cuales vienen todas de la vanidad y el deseo.

Más allá de la meditación en la posición del loto y el trabajo manual, el zen parece ser eminentemente práctico, e incluso servir de sustrato a vías como la ceremonia del té, el ikebana o arte floral, ciertas artes marciales o la composición de haikus, entre otras. ¿Practicas o recomiendas alguna de ellas?

No, qué va. De joven escribía haikus bastante malos, pero ahora me sentiría un poco ridículo. Simplemente medito –este verano he comenzado a hacerlo de rodillas o seiza– cuando puedo y tengo ganas y, sobre todo, escribo: cultivar mi don es mi modo de meditar favorito.

Vivimos en un presente secuestrado por el futuro: el uso de macrodatos, el auge de las grandes corporaciones tecnológicas o el avance de las inteligencias artificiales generativas nos llevan a imaginar distopías a corto-medio plazo. Un presente y un ritmo que dejan poco espacio para lo contemplativo, que sobreestimulan nuestras córneas y tímpanos, y que demandan respuesta inmediata. ¿Cómo encajan los sencillos y breves cuentos zen en este rompecabezas, en esta batalla a muerte por la atención?

Estamos obsesionados con el futuro. Por desgracia, la concepción lineal del tiempo creada por las religiones judeocristianas, para las que esta vida es un examen para la siguiente, y continuada por las religiones del Progreso, para las que todo es una prueba de nuestro próximo triunfo o fracaso como individuos o como sociedad, forma parte de nuestra psique más profunda.

Los cuentos Zen, sencillos y muy profundos, resultan poderosísimos frente a todo eso que reclama nuestra atención, que siempre es simple y superficial. Los cuentos Zen –y la poesía, y el arte, y la música– nos permiten descansar un rato de esa tontería de la muerte personal.

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