Manuela Buriel escribe como si tuviera 16 años: “Con la edad, nos domesticamos”

Manuela Buriel, pseudónimo bajo el que se camufla Dani, autor de‘Animales feroces’.

Escribir contra uno mismo, hacer que afloren nuestras incongruencias es uno de los ejercicios más sinceros que existen en la escritura. Y más si ese yo que te critica es el adolescente que fuiste. Manuela Buriel, pseudónimo bajo el que se camufla Dani, comenzó a escribir ‘Animales feroces’ (Aristas Martínez) como si el que lo hiciera fuera él a los 16 años, pero con mejores herramientas narrativas.

Y de ese enfrentamiento con el pasado le salió una fábula proletaria que aúna la conciencia de clase y especie. Una historia marcada por la violencia contada desde el maniqueísmo (¿no es esta la única forma de contarlo?) que pone de relieve lo reaccionarios que nos volvemos la mayoría cuando crecemos.

Se trata de una fábula de lucha de clases que incluye la lucha trans-especies…

Cuando comencé la novela pensé en una manera de darles sentido común a las diferentes luchas de clase, que muchas veces parecen contradictorias y no lo son. Se me ocurrió que una manera de conseguirlo era reivindicar que la mayor parte de la población que trabajamos para otros somos animales. Esto daba a entender la solidaridad entre especies y con él intentaba renovar ese discurso de clase más típico del siglo XIX a una idea más cercana a nuestros días.

Una lucha que los adultos del libro parecen haber olvidado. Cuando crecemos, ¿nos volvemos reaccionarios?

En el libro hay mucho de esto. Lo hice con la intención de dar voz al que era yo con 16 años, que tenía unos ideales muy ingenuos. No en el mal sentido, sino respecto a la frescura de ideas. Hace unos años, reflexionando sobre mi yo del pasado y leyendo textos escritos a mis 16 años, pensé todo lo que había cambiado, aunque más o menos sea la misma persona. Entonces comencé a escribir este libro intentando respetar al máximo la voz y los pensamientos de ese chaval. Él creía que con la edad tendíamos a volvernos más reaccionarios y conservadores. Yo creo que hay maneras más o menos graves de hacer esa transición, pero mi sensación es que sí, que nos domesticamos.

Esta domesticación es histórica, como muestras en el libro a través de la metáfora del cordón umbilical. Una información que pasa de padres a hijos y cuya cadena nunca se rompe.

Yo lo observo desde situaciones muy cotidianas. Cuando la gente de mi entorno se encuentra con problemas, como hablarles a sus hijos de las drogas o del sexo. Yo pensaba que a nuestra generación no les pasaría, que no tendríamos esos prejuicios. Pero la ingenuidad era mía. La historia de la humanidad es siempre así, pero cuando te pasa en primera persona lo constatas. Nos estamos haciendo viejos, debe ser eso.

Una historia de la humanidad marcada por la violencia.

Ahí quería hacer una reflexión histórica de qué nos une. Partiendo de que el libro explícitamente lo transmite a través de la relación del protagonista con su abuela, y aunque solo haga 70 años de eso, ya parece la prehistoria. Pero vas viendo que esa historia ha sido siempre así. Quizá para recuperar esa conciencia de clase sea necesario recuperar esa herencia casi sanguínea de los subordinados.

Todo esto lo narras desde el maniqueísmo. ¿Es la única forma de contar esta problemática?

Esto va muy enlazado con cómo la contaría yo a los 16 años. A esa edad no se tienen matices. Mientras la escribía, poniéndome en la voz de esa radicalidad de ‘eres de los míos o el enemigo’, me llevó a reflexionar que quizá no hay otra manera de contarlo o de lucharlo. Si no, acabas matizando tanto que se queda estéril el discurso.

En estos parámetros, los protagonistas se revelan continuamente contra la educación. ¿Ayuda a ese sometimiento?

Sí. Mi profesión es de profesor, por lo que es algo que vivo diariamente. Cómo me relaciono con ese ejercicio de poder, con ese sometimiento al alumno… Hablando en su sentido más amplio, la educación no tendría que verse como una forma de sometimiento. Pero tal y como se ejerce, yo creo que en su mayor medida tiene de eso. A pesar de las buenas intenciones de la mayoría de profesores y profesoras.

Por lo que estás contando, el libro es casi un ataque hacia ti mismo.

Sí, totalmente. Un ataque del que fui a los 16 años a todo lo que no le habría gustado a mi yo de ahora. Tengo que decir que tampoco me torturo mucho ni estoy del todo arrepentido. No creo que me odiase a mí mismo. Es algo que llevo dentro, pero para mí toda figura de autoridad es un enemigo. Me da la sensación de que los libros protesta o reivindicativos no lo hacen contra el autor o los lectores, sino contra los que no lo van a leer. Por eso me interesaba escribir contra mí en primer lugar, y contra partes de la gente que lo va a leer. No contra un enemigo que no conocemos.

Esa revolución de la que hablan los personajes, de lo común, lo traspasas también a tu escritura. Antes te hacías llamar Colectivo Juan de Madre, ahora Manuela Buriel… ¿Por qué?

Esto me ha acompañado siempre. Antes escribía con Colectivo Juan de Madre, una forma evidente de ocultar la autoría. Ahora con Manuela Buriel. Esto es algo de lo que mi yo de adolescente creo que estaría orgulloso. Siempre me ha resultado extraña esa agencia de un nombre con una marca comercial. Como si el nombre del autor se asemejara a una manera de hacer, a una personalidad. Me interesa más el arte popular artesanal, que nadie sabía quién había hecho pero que había hecho todo el mundo.

Poderte acercar a las obras de cero, sin información.

Exacto. Que hubiese esa limpieza de incapacidad de saber quién lo ha hecho ni de dónde viene. Esto también tiene sus peligros, pero en general me convencen más sus beneficios y los egos que no se construirían en el mundo del arte. Como cuando ves en las portadas del libro el nombre del autor más grande que el título. O cuando vas al museo, hasta que no ves a qué autor pertenece, no te permites gozarlo o despreciarlo. Creo que funcionamos un poco así y me resultaría interesante ser capaces de acabar con esa nomenclatura y gozar más allá del autor de la obra.

Y, sin desvelar mucho, en el final te alejas de la distopía, un género muy común hoy en día.

Tengo la sensación de que eso está cambiando, que las distopías ya no copan todas las formas de narrativas como en las últimas décadas. Yo he puesto ahí mi granito de arena. Si para algo nos sirven las utopías es para imaginar unos futuros mejores. Si no nos damos la oportunidad, va a ser imposible que lleguen. Al menos con este libro no quería poner esas barreras.

Sobre todo, un futuro mejor que esperaría ese Dani adolescente.

Exacto. A mi yo de ahora no le parece mal, pero a él le gustaría mucho.

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