Mar de amores

Foto: Pixabay.

“Para olvidarte, elegí unas vacaciones en la playa, en soledad. La primera semana todo me recordaba a ti y apenas salía de la habitación…”. Segunda entrega de los relatos de agosto que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado para ‘El Asombrario’. En torno a los amores y desamores, engaños y desengaños del verano.

Por CARMEN DORARO VEDIA

Para olvidarte, elegí unas vacaciones en la playa, en soledad. La primera semana todo me recordaba a ti y apenas salía de la habitación, pero una noche, durante la cena, uno de los animadores del hotel me preguntó:

–¿Vas a venir a la fiesta?

–¿Qué fiesta?

–Celebramos la noche de San Juan –contestó con su sonrisa de anuncio.

–Me lo pensaré.

Un mes, apenas un mes y toda una vida de ilusiones compartida se fue al carajo. Debía dar el salto y quizás la fiesta fuera el inicio.

Subí a la habitación, elegí un vestido blanco y bajé hasta el jardín. Mucha niña mona, pero ninguna sola. Me recordó la canción de Mecano, la que cantábamos juntos en el karaoke. Así era imposible decirte adiós.

Me acerqué hasta la barra y pedí un chardonnay, el vino que te gustaba. ¡Otra vez repitiendo el mismo patrón! Ante el asombro del camarero, vacié la copa en un tiesto y pedí que me sirviera una cerveza, y varias más.

Amanecía cuando decidí dar un paseo por la playa. Con los pulmones llenos de Levante y los ojos de azul mediterráneo me dejé llevar por el murmullo de las olas, y fue entonces que tropecé casi con ella, que estaba tendida boca abajo. Con temor vi sus cicatrices y el nombre tatuado del que apenas se apreciaban tres letras: DSA. Comenzó a soplar el cálido Poniente y lo interpreté como una señal de buena suerte. Seguía mareada, así que me tumbé a su lado, y me dormí. Me despertaron unos niños con sus gritos.

Así empezamos a encontrarnos todas las mañanas. Acostada a su lado, entre caricias, pasábamos las horas.

Fue después de una tormenta cuando nos descubrió un viejo. Decían que estaba loco, que sólo hablaba de mareas, rutas, mapas, estrellas. Conmigo actuó como un sabio, me acompañó hasta una tienda y me recomendó los ungüentos que debía de aplicarle a ella para sanar sus heridas. Así, durante varios días, con su ayuda conseguí recomponerla. Cuando terminamos, el viejo me dijo:

–Solo falta que le des un nombre y la inscribas.

–Antes debo soltar otras amarras –respondí.

Fui hasta la playa con todas tus fotos, las nuestras, y las quemé en una hoguera.

Después, con los nervios de una principiante, llegué a la Comandancia del Puerto para darle un nombre: “La Deseada”, le dije al guardia civil. Le entregué la licencia para navegar y te agradecí mentalmente los veranos que pasé en el barco con tu familia.

Cuando volví junto a ella sentí el viento de Poniente y lo interpreté como una señal. Llegaba el momento de partir. Preparé todo lo necesario, me acerqué hasta la cala y, con ayuda del viejo, la botamos. Qué hermosa. Seguí su balanceo y me metí en sus entrañas, dirigí el timón y, poniéndola al pairo, nos abandonamos al mar.

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