El maravilloso y extraño cuento de Navidad de Paul Auster
En primer lugar, ¡feliz Navidad! Cuando desde ‘El Asombrario & Co.’ se me invitó a escribir un texto para ser publicado tal día como hoy, inmediatamente pensé en volver a compartir con el hipotético lector o lectora del mismo otra de esas tradiciones que forman parte de lo que podríamos calificar de mi laica Navidad, tal y como ya hiciese aquí mismo el pasado día de Año Nuevo, cuando publiqué el artículo ‘El apartamento’, puro cine, pura vida. En esta ocasión, lo que quisiera es hacer partícipe a quien me esté leyendo de la costumbre que tengo –poniendo en práctica lo que también en otra columna denominé como ‘spectador’s cut’, esto es, el montaje o apropiación particular y parcial que cualquier espectador puede hacer de una obra fílmica (e incluso literaria o plástica)– de verme a media mañana de cada 25 de diciembre los últimos 20 minutos de la película Smoke (Wayne Wang, 1995).
Seguramente habrá quien se pregunte por qué solo el final y no el largometraje completo; pues porque esa parte nos ofrece –además por partida doble, en dos formatos diferentes– uno de los cuentos navideños más maravillosos y extraños que se hayan escrito nunca, que Paul Auster –que por cierto, es también el guionista de la película– publicó en el año 1990, y que recomiendo leer hoy mismo, tal como haré yo esta tarde.
Pero antes de centrarnos en esta pequeña joya que es Cuento de Navidad de Auggie Wren, hablemos un poco de Smoke.
Siempre he pensado que Auster ideó –utilizando su cuento como excusa– este su primer trabajo como guionista, como un constructo, un artefacto que contuviese en su núcleo ese relato de apenas diez páginas –aunque narrativamente se nos presente como epílogo– para así verlo materializado en forma de cortometraje; creo que fue una especie de ensayo, un acercamiento al mundo cinematográfico que le llevó, justo a continuación del rodaje de Smoke, a codirigir, junto al propio Wang, la película Blue in the Face.
Smoke se nos presenta como la típica película de vidas cruzadas, pero que Auster supo enriquecer introduciendo en su entramado una serie de líneas argumentales y recursos narrativos que la convierten en una especie de ensayo visual sobre la literatura, las narraciones, los relatos y, en definitiva, de alguna manera, la mentira como creación, porque como en un momento Paul Benjamin (William Hurt) le hace ver a Auggie (Harvey Keitel), “el embuste es todo un arte”.
El primer recurso metaliterario, y podríamos decir que autorreferencial, como mecanismo de proyección, a modo de cameo nominal interpuesto, que Paul Auster utiliza es el de bautizar a uno de sus protagonistas como Paul Benjamin, precisamente el pseudónimo que utilizó para publicar su primer libro, Juego de presión (Squeezy Play, 1984).
Precisamente es este recurso, el del pseudónimo, o más propiamente dicho, el de la apropiación de un nombre, el que utiliza Thomas Cole (Harold Perrineau, Jr.), otro de los protagonistas de esta historia, para ir adoptando distintas personalidades, o versiones de la misma, frente a los demás, siendo de esta manera Rashid ante Paul, y en un auténtico juego de espejos, Paul Benjamin ante Cyrus Cole (Forest Whitaker); seguramente esta sucesión de re-nombramientos sea la que explique el error en los créditos finales cuando al actor que lo encarna se le asigna el personaje de Rashid Cole, cuando lo correcto sería Thomas Cole.
Otro recurso que emplea Paul –sea el que sea, el guionista o el personaje– para enriquecer la narración fílmica es a base de lo que podríamos llamar microrrelatos, por medio de los cuales nuestro protagonista, escritor de profesión –no lo olvidemos– relata oralmente historias de cómo por ejemplo alguien consiguió averiguar el peso del humo de un cigarro, o el encuentro de un hijo con un padre mucho más joven que él o de cómo un escritor fue capaz de fumarse el manuscrito de su propia novela; esta sería una forma de validar la importancia que la trasmisión oral de historias y narraciones antes de que estas fuesen escritas y, consiguientemente, leídas. Este mismo mecanismo volverá a ser puesto en escena en la última parte de la película, precisamente la que da lugar a este artículo; pero no adelantemos acontecimientos.
Un eje temático fundamental que atraviesa en diferentes direcciones y de diversas maneras el guion es el de la paternidad, tal vez como metáfora de la creación, sea esta del tipo que sea; encontramos paternidades electivas, efectivas o afectivas; encontramos la paternidad truncada de Paul, la encontrada, pero no buscada, de Auggie –aunque sea solo con una probabilidad del 50%–, la paternidad impostada de Thomas hacia Paul –la de malabares que tendría que haber realizado Mendel con sus guisantes–, aunque no tan alejada de la realidad si la consideramos desde la perspectiva simbólica de que Paul le debe, en cierto modo, la vida a Thomas, ya que este se la salva al evitar que sea atropellado, y a la inversa, una paternidad adoptiva y protectora de Paul hacia un Thomas perseguido y acosado, y finalmente la búsqueda de Thomas, bajo el pseudónimo de Paul Benjamin, de la asunción de la paternidad por parte de Cyrus.
Pero centrándonos en el mundo de las ideas y de la creatividad, y tomando esta película como caso de análisis, podemos encontrar paternidades compartidas, interpuestas, delegadas e incluso prestadas. Aunque en los créditos se indica que la dirección es de Wang, en algunas reseñas, artículos y análisis se cita a Auster como codirector; aunque en el título del relato se cite la autoría de Auggie, quien en realidad lo narra, como escritor, es Auster. Adelantando algunos acontecimientos, pero sin dar muchas pistas, el cuento que Paul Benjamin escribe por encargo para The New York Times es el que le cuenta Auggie, aunque no tenemos que olvidar que todo ello, al modo del juego de las muñecas rusas que tanto le gustan, tiene la firma de Auster; y por último, cuando Wang filma el cuento de Navidad, ¿este es suyo, de Auggie o de Paul –cualquiera de los dos, el guionista o el personaje–?
Pero centrémonos ahora en una secuencia no especialmente extensa, pero fundamental en la trama, ya que funciona a modo de prólogo del cuento de Navidad que se nos narrará al final de la película, pero que se nos presenta con un desfase temporal. Dicho preámbulo nos muestra, de alguna manera, una de las consecuencias vitales que para Auggie tiene lo acontecido en dicho cuento.
Pues bien, en esta escena Auggie le muestra a Paul aquello que considera “la obra de su vida”, lo que él denomina “su proyecto”; este consiste en una sucesión de más de 4.000 fotografías en blanco y negro –elemento que conexiona esta secuencia con el cortometraje final– tomadas todas ellas a la misma hora y desde el mismo lugar, y que tienen como protagonista principal la esquina en la que se encuentra su negocio de tabacos y cuyos secundarios cambian día a día, en lo que podemos ver una referencia a la fotografía como antecesora, tanto técnica como conceptualmente, del cine.
Esta escena –que no es sino la primera parte de Cuento de Navidad de Auggie Wren, teniendo como nexo material entre ambas la máquina que Auggie utiliza cada mañana– siempre me ha interesado especialmente, ya que nos presenta a su protagonista mostrando, pero sobre todo compartiendo, lo que él mismo considera algo realmente importante en su vida –y que muy bien podría ser calificado como artístico– pero sin ningún tipo de pretensión de autoría, si acaso de paternidad, mostrada desde la modestia y la sencillez del acto íntimo, sin ningún atisbo de egolatría.
Bueno, por fin llegamos a lo que todos esperábamos, al ansiado cuento, o al menos a la parte de la película donde se narra el mismo y que, como he explicado al principio, en su visionado selectivo he hallado una de mis tradiciones para el día de Navidad.
Todo comienza –por si alguien quiera verlo– allá por la hora y veinticinco minutos del metraje, cuando Paul le comenta a Auggie que ha recibido un encargo por parte de The New York Times para que en el plazo de cuatro días escriba un relato para ser publicado el día 25 de diciembre, pero reconociéndole que se encuentra bloqueado, ante lo cual su amigo se ofrece a contarle un cuento navideño que es, paradójicamente, completamente real, ya que le aconteció a él mismo, pidiéndole a cambio simplemente que le invite a comer.
Pues bien, durante dicha comida, Auggie comienza a narrarle con verdadero entusiasmo y emoción el referido cuento presentándonos la escena mediante una sucesión de planos y contraplanos escorados lateralmente de los dos amigos, con la intención de mostrarnos la significación que en la tradición oral tenía, y tiene, la presencia física tanto del orador como del escuchador. Pero, en un momento dado, la cámara se detiene sobre la figura de Auggie en un plano medio para, a continuación, en un zoom de casi cinco minutos, acercársele poco a poco como si quisiera, por una parte eliminar cualquier elemento que nos distrajera de lo que está contando, pero fundamentalmente obviar la figura de Paul y con ello convertir al espectador cinematográfico, en su singularidad, en el receptor de la historia referida.
Finalmente, ese lento movimiento de cámara acaba ofreciéndonos un primer plano del rostro de Auggie, aunque ahí no termina su recorrido. Por último, en un desplazamiento descendente, el plano se centra en su boca enfatizando así el origen verbal de la tradición narrativa; pero de repente la cámara da un salto de 180 grados para ofrecernos un primer plano de los ojos de Paul a modo de explicación de cómo dicha tradición oral se convierte en escrita y, por defecto, no ya en escuchada, sino leída.
Y es así como Auggie termina de referir su cuento, con la satisfacción de este y el agradecimiento de Paul, que se ve explicitado mediante el consabido y tópico primer plano de una hoja en blanco sobre la que este mecanografía, en un trasvase apropiador de autoría, las palabras CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN / POR / PAUL BENJAMIN.
Y así, sonando ya los primeros acordes de la balada de Tom Waits Innocent When You Dream –título que evoca, tal vez, el valor del carácter evasivo del sueño frente a la realidad– con la cadencia de un vals, Wang, el director de la película, nos introduce en un maravilloso corto en blanco y negro donde somos testigos de un encuentro navideño atípico, inesperado e improbable entre Auggie y la abuelita Ethel (Clarice Taylor) en el que aquel, con sus mentiras, exageraciones y quimeras, hace feliz a esta que, desde su ceguera, fía las mismas a la voz de Auggie –como ya le sucedió a Paul–, en las que posiblemente sean sus últimas Navidades, volviendo a incidir en el valor que la fabulación puede tener para hacer más llevadera y soportable la realidad cotidiana.
Es de destacar el gran acierto de guionista y director al haber evitado la tentación de presentarnos el referido corto narrado por la voz en off de Auggie, ofreciéndonos así dos versiones independientes y sucesivas, la oral y la fílmica –con un inserto elíptico de la literaria– del mismo cuento, y condensando en pocos minutos el devenir que a lo largo de los siglos ha tenido la trasmisión de historias, desde las escuchadas de boca de un narrador alrededor de una hoguera hasta las visionadas de forma solitaria en una pantalla, pasando por las leídas en las miríadas de páginas escritas a lo largo de la historia.
Solo un pero. Nunca he entendido –y tengo que reconocer que siempre me ha molestado– la presencia de los principales títulos de crédito en un azulón exasperante, introduciendo un ruido innecesario y manchando un evocador blanco y negro, con toda su gama de grises.
Pues bien, el artículo acaba aquí, esperando que si alguien, alguna vez, lo lee, sea en el día de Navidad o en pleno mes de agosto haya disfrutado de él y le haya hecho apreciar el valor que en la vida tienen los cuentos, las leyendas y las narraciones, la creación de historias en definitiva, ya sean estas verdaderas o falsas.
Por cierto, si consideramos la vida como ese gran relato del que somos protagonistas, ¿quién es su creador?, ¿tal vez los dioses? Pero, de ser así, ¿no son estos una creación de los hombres? Como vemos, una verdadera trama austeriana.
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