Marta Fernández nos regala un mundo, su primera novela

La periodista y escritora Marta Fernández.

La periodista y escritora Marta Fernández.

La periodista y escritora Marta Fernández.

Hablamos de la crisis del periodismo y de los entresijos de la literatura, de lenguaje e historia, de las esencias humanas, de la convergencia entre arte y ciencia, con Marta Fernández, periodista y presentadora de informativos en el canal Cuatro, a partir de su primera novela, ‘Te regalaré el mundo‘ (Espasa). Fernández participará el próximo viernes 26 en el Hay Festival, en Segovia, donde hablará de cómo el periodismo influye y enriquece la ficción.

No había dudas, la entrevista a Marta Fernández debía realizarse allí, en el Café de la Ópera, en la Plaza de Oriente de Madrid. Mientras espero sentada, observo el Teatro Real que se eleva silencioso, imponente, a mi izquierda. Sé que no le podré preguntar nada acerca de música clásica, por mi ignorancia al respecto. En cuanto llega y ocupamos una de las mesas en el local, ella me explica, con emoción, su pasión por la ópera y el teatro, «una pasión por la cual he pasado mucho frío haciendo largas colas para comprar entradas”. La periodista, de larga trayectoria en espacios informativos en Telemadrid, CNN+, Telecinco y, ahora, Cuatro, transmite su melomanía en las constantes referencias musicales que impregnan las páginas de su primera novela. Es melómana, se confiesa apasionada del teatro y de los mapas, pero, sobre todo, es letraherida, es una lectora inteligente, aguda y curiosa. Nada más empezar a hablar, nombres de escritores y títulos literarios impregnan la conversación; enciendo la grabadora del móvil, que apago una hora y cuarto después, a pesar de que la conversación continúa, a pesar de que todavía hay mucho que decir sobre su novela, Te regalaré el mundo (Espasa), y sobre todos los libros leídos con devoción a lo largo de los años. Es lo que sucede cuando se entrevista a una escritora que, como toda buena escritora, es una admirable lectora.

Decía Capote al inicio de Música para Camaleones: “Un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo”. ¿Es consciente Marta Fernández que con Te regalaré el mundo se ha encadenado a ese mismo amo?

La fiebre por escribir te encadena sin que te des cuenta y creo que, en parte, nos pasa a todos lo mismo, en especial a los periodistas. Seguro que tú de pequeña ya escribías tus artículos, creabas entrevistas imaginarias, componías relatos o cuentos. Creo que algo que atañe al ser humano, que lo caracteriza, es el hecho de que cuenta, de que dice, de que crea, en definitiva, de que comunica. Todo tiene que ver con esto, tiene que ver con que un día en Altamira un hombre decidió contar con dibujos sobre las piedras de una cueva el relato de su cacería, contar que había cazado un bisonte, un tigre o lo que fuera, pero contarlo y despertar la fascinación de quienes vieron transcrito en dibujos el relato. Creo que cuando esto te atrapa, ya sea como contador o como contado, es decir, cuando te atrapa como escritor o como lector, ya estás perdido.

Y no hay curación posible…

No hay curación posible, en absoluto, ni para el que nace lector irredento ni para el que es un letraherido; no hay curación para todo aquel que piensa que el mundo está construido por palabras y yo soy precisamente alguien que lo cree, alguien que está convencida de que el mundo está construido con palabras.

Pero, ¿realmente es  posible no pensar que las palabras construyen el mundo?

Alguien puede no pensarlo, alguien puede pensar que no son las palabras aquellas que construyen el mundo.

Y, sin embargo, el mundo y su realidad es un gran relato construido a partir de distintos relatos que nosotros mismos componemos.

Sí, y de hecho incluso aquel que no cree que el mundo esté construido con palabras, paradójicamente ese lo está creando y contando a sí mismo con palabras. Yo creo que todos nos contamos a nosotros mismos y a los demás el mundo y que nos diferenciamos precisamente de otras especies porque construimos un relato, porque somos capaces de contar lo que sentimos, lo que queremos, lo que deseamos; en otras palabras, lo que soñamos.

En relación a esto, tu novela es una reflexión sobre la escritura, pero entendiendo la escritura más allá del lápiz y del papel: el protagonista busca construir su propia biografía, como todos nosotros, trata de construir el relato de su propia existencia.

La novela se titula Te regalaré el mundo, pero podría haber llevado por título “me escribiré un mundo para vivirlo”, porque Leo construye su relato a partir de sus recuerdos, en la reconstrucción de su pasado; los recuerdos son para todos nosotros una manera de escribir o de reescribir, en ciertos casos, nuestra propia historia, creo que todos hacemos por escribir nuestra historia.

Y en los recuerdos aparecen nuevos interlocutores, nosotros no somos los únicos autores de nuestro relato

En la novela hay una reflexión, casi a modo de interrogante, acerca de quién escribe verdaderamente nuestra historia; la novela se pregunta si nuestra historia se nos aparece a modo de diccionario, es decir, con unas determinadas palabras ya elegidas y que son las únicas con las que podemos contar para construir nuestro relato o si, en cambio, las palabras de las que disponemos son múltiples, carentes de ese orden y de esa predisposición propia del diccionario. Nosotros no sólo escribimos como acto de escribir, sino que escribimos cada vez que recordamos o cuando pensamos en el futuro e imaginamos lo que tiene que llegar.

Seguramente no es nada casualidad que el protagonista se llame Leo y que su nombre se convierta en metáfora de la escritura y de la lectura, tal y como plasmas al final de la novela: “Escribe, Leo, escribe”.

Exacto, y sí, evidentemente, el hecho de que el protagonista se llame Leo no es para nada casual. El nombre del protagonista, que está escribiendo la novela, deriva de mi convicción de que el acto de escribir y el acto de leer son, en parte, la misma cosa: el acto de leer tiene mucho que ver con el acto feliz de escribir y tiene mucho que ver con el acto creativo. Uno disfruta leyendo una novela cuando tiene que poner de su parte, cuando tiene que crear y, sobre todo, recrear en su cabeza el relato que tiene frente a él. No sabemos de qué nombre es apócope Leo, pero sí sabemos que es la primera persona del indicativo del verbo leer, y él, Leo, es precisamente un hombre que lee y que escribe, alguien a quien lo que lee le cambia la vida. Muchas veces lo que leemos y lo que descubrimos en las palabras es aquello que nos cambia, nos construye y nos hace como somos.

Abordas el tema de la recepción, de cómo el lector percibe e interpreta su obra, un tema que desarrollas en la novela a partir de que Leo comienza a conocer en profundidad la historia de su familia y la debe asumir para apropiársela.

Es una novela en la que todos los personajes se definen a través de la presencia y la ausencia de los otros; además, en el caso específico de Leo, se establece una relación muy íntima con lo escrito: él es alguien que está escribiendo una novela a la vez que está reconstruyendo su historia y la de su padre a través de las cartas que éste le mandaba. A ello se suma, y no por casualidad, que Leo castiga a su padre dejando de escribirle, no enviándole más cartas, decide negarle la palabra porque así es como si le negara la existencia. En el fondo de la narración aparece la pregunta sobre cuál es la parte de la vida que vivimos a través de nuestros actos y cuál es la parte de la vida que vivimos a través de lo que escribimos y de lo que leemos.

Podríamos casi decir que Te regalaré el mundo es una novela epistolar sin epístolas, donde el protagonista se dirige constantemente a su padre, aun cuando le niega a palabra.

Muchas veces creemos que escribimos sólo para nosotros, pero en verdad no es así. Podría parecer que Leo escribe la novela para sí, pero al fin y al cabo con la escritura de la novela lo que hace es dirigirse constantemente al padre que no está. La novela que Leo está escribiendo, novela que trata paradójicamente de un padre que sufre por la pérdida de su hija, es una historia que el autor está dedicando a su padre, quien se fue en nombre de una causa mayor.

Un aspecto interesante de la novela es la contraposición, con matices críticos, de la ciencia a las letras. Y al respecto señalas que a diferencia de lo que sucede en la ciencia, “en la literatura no hay ecuaciones exactas”.

Hay algo muy interesante que une en los dos personajes de la novela, en Leo, que es el artista, aquel que se acerca a la creatividad por medio de la palabra, y en su padre, que es el científico, con sus ejes cartesianos. Hay algo que une la creatividad artística y la creatividad científica porque creo que también en la ciencia hay un momento de inspiración, de Bloom, de nacimiento, y esto es lo que une a todos los personajes. Y la mezcla de estas dos vertientes, del arte y de la ciencia, se hace explícita cuando el científico Rossum pone toda la ciencia a su alcance para que el pequeño infante obtenga un bien artístico.

Sin embargo, esta mezcla no es europea, es más propia del Estados Unidos donde el humanismo y su cultura se mezclan, los estudiantes de letras pueden acceder al conocimiento científico y viceversa.

Es cierto, esta idea de mezcla es muy norteamericana y, de hecho, el padre de Leo es norteamericano. En la concepción norteamericana de la ciencia está presente un ingrediente de celebración de la creación y de la inspiración, asimilando en forma de metáfora la ciencia a la poesía; en Norteamérica no tienen miedo de concebir la ciencia de esta manera y de proponer nuevas aproximaciones a cuestiones y disciplinas que los europeos tenemos muy encajonadas. Es muy interesante observar cómo los norteamericanos se acercan a la literatura española, a la literatura del Siglo de Oro, por ejemplo: se acercan desde una perspectiva distinta, proponiendo una frescura que a veces nosotros carecemos.

No podemos olvidar que fueron las universidades norteamericanas las que, en cierta medida, inventaron la interdisciplinariedad en los estudios y en la investigación académica.

Ellos tiene algo muy interesante en los planes de estudio de las universidades: los alumnos de letras puede elegir asignaturas de ciencias y viceversa. Creo que hay ciertas aproximaciones que consideramos más propias del hombre renacentista, del humanista del Renacimiento, y no nos damos cuenta de que si estas aproximaciones existían entonces era porque tenían y tienen sentido. La misma intuición que te sirve para escribir un poema te puede servir para dar con la clave de una investigación científica.

Es casi imposible leer una novela de Marta Fernández sin buscar a Thomas Pynchon entre sus páginas, pero debo decir que no lo he encontrado. Al contrario, el inicio me recordó al Umberto Eco de En el nombre de la Rosa.

Qué curioso.

Y también me recordó ciertos pasajes de El Conde Montecristo.

Por el encierro de Rossum con el que abre la novela, imagino.

Supongo, aunque ya sabemos que las influencias aparecen inesperadamente, son ese sustrato de lectura que todo autor tiene sin ser plenamente consciente de ello.

Sí las influencias, como diría Harold Bloom, aparecen siempre bajo forma de angustia. Me parece curioso lo que dices, sobre todo porque coincide con que a mí Umberto Eco me gusta mucho, sea como teórico sea como novelista, y me gusta mucho su aproximación a la novela y, en particular, la forma con la que Eco propone los temas al lector.

Te regalaré el mundo está impregnada de referencias a Borges, en concreto en la definición de biblioteca personal, es decir, en la relación del lector con los libros, con su propia biblioteca personal.

Todo lo que decía Borges era interesante, pero con respecto a este tema decía que de lo que verdaderamente estaba orgulloso era de los libros que había leído y no de los libros que había escrito. Parece increíble que alguien que tiene la producción literaria de Borges pudiera decir esta frase, pero más allá de esto, siempre me ha parecido fascinante el hecho de que para Borges el paraíso era una biblioteca, de que para él el mundo se explica a través de las palabras contenidas en una biblioteca infinita, de que todo tiene que ver con las palabras, porque son estas las que nos distorsionan, nos explican y nos construyen. Me interesan muchísimos las historias metaliterarias de Borges, de Pierre Menard autor del Quijote a El Aleph, pasando por su construcción metafórica de la biblioteca, todos su relatos me llegan mucho y me llegan, antes que nada, como lectora.

“Tuve tanto miedo de mis propias palabras que las sepulté como pude en el silencio. Porque no sabía si mis frases eran mías o de otros”, escribes en un claro homenaje a Borges proponiendo el interrogante: ¿dónde está el límite entre la ficción y la realidad?

No sé dónde termina la ficción y dónde comienza la realidad, pero creo que es absolutamente inexplicable definir dónde acaba la vida y dónde empieza lo que uno escribe, porque lo que uno escribe también es la vida, también forma parte de la vida, de la misma manera en que los sueños explican parte de nuestra vida. De la misma manera que el lector siente que está viviendo aquello que está leyendo, que aquello que lee forma parte de su vida, que le afecta, cuando uno escribe está viviendo, y no me refiero autobiográficamente, aquello que escribe. Y hay veces que aquello que uno escribe, pueden terminar por darte miedo, porque a través de la escritura terminas por descubrirte.

La crítica hispánica todavía arrastra el pecado de la lectura autobiográfica, todavía se busca el autor tras las páginas, el autor todavía no ha muerto, se quejaría Barthes.

A mí la vida de los autores me interesa muy poco, me interesaría de hecho no conocer la vida de ciertos autores, preferiría sinceramente no saber quién es Celine y atañerme sólo a su obra. Me gusta por ello el anonimato de Pynchon, aunque también es cierto que después tras él se ha construido todo un mito acerca de su anonimato, y al descubrirse que ha escrito los Manuales de Boyne, es imposible no comenzar a investigar acerca de todo lo que tiene que ver con la ciencia y con la mecánica y a relacionar su obra con todos estos elementos. Muchas veces cometemos el error de intentar explicar y de rellenar los vacíos del texto con aspectos biográficos del autor y no debería ser así; la biografía del autor debe ser su obra.

Así deberían ser las lecturas críticas, pero el biografismo perdura y su desaparición parece ser una batalla perdida

Sí, parece ser una batalla perdida, aunque afortunadamente luego interviene la desmemoria: si luego piensas en los grandes autores del pasado, ya nadie se acuerda de su biografía, afortunadamente ya solo recordamos que Cervantes era manco y poco más, hoy son pocos los que recuerdan lo advenedizo que era Lope de Vega y poco sabemos de la identidad de Shakespeare.

Pero ¿cuánto tiempo ha tenido que transcurrir para que esto suceda?

Es absurdo el tiempo que ha tenido que transcurrir para que esto suceda; de hecho, todavía despierta mucho interés lo que pueda decir la hija de Joyce sobre Joyce o, todavía más, lo que dice la hija de Salinger sobre Salinger, pero ¿qué interés puede tener? La obra de estos autores está ahí, es esto lo que debe interesar. Y lo digo yo, que tengo mi grado de fetichismo, yo que he ido a buscar la casa de Capote en Brooklyn o la de Virginia Woolf en Londres.

Se trata de separar dos niveles, la parte del análisis crítico y la curiosidad privada del lector. Resulta imposible resistirse, y no aburrirse, a la lectura de la correspondencia entre Joyce y Nora.

Efectivamente, es imposible no aburrirse. Sin embargo, hay algo mucho más perverso, el buscar rastros autobiográficos en los textos. Hay varios autores que explican cómo algunos críticos se empeñan en identificar elementos autobiográficos en sus obras, elementos que los propios autores ni se habían planteado introducir, elementos que, en ocasiones, ni estaban verdaderamente en el texto ni correspondían con la realidad. Como decía Umberto Eco, hay muchas interpretaciones posibles, pero hay algunas imposibles.

Por tus gustos literarios podemos decir que eres una lectora osada, que te gusta la experimentación, pero en cuanto a la ópera y al teatro, ¿tienes esa misma osadía? Hace días comentabas acerca del exceso en algunas escenografías, cuando se trata de actualizar obras y textos.

A mí me gusta la osadía en la puesta en escena, en la ópera y en el teatro, pero creo que no todo está justificado: hay algunas interpretaciones que están justificadas y otras que no. Por ponerte un ejemplo cinematográfico, Romeo y Julieta de Baz Luhrmann: creo que el paso que realiza el director de la acción a una ciudad contemporánea, que tanto podría ser una ciudad de México como Los Ángeles, reconvirtiendo a los Capuletos y los Montecchi en los pijos y los chicanos, es absolutamente perfecta. Sin embargo, en otras ocasiones, la gente se empeña en modernizar los textos con una gratuidad que no está en el texto, y esto es lo que yo critico; no siempre se puede hacer todo, pero inevitablemente se hace y, sobre todo con Shakespeare.

La periodista Marta Fernánez.

La periodista Marta Fernánez.

El problema es cuando la actualización y adaptación se vuelven forzadas, impostadas. Pasa lo mismo con la metaliteratura, a veces da la impresión que la literatura de hoy debe ser forzosamente metaliteraria, incluso si la obra no lo requiere.

Ahora nos parece, y nos lo creemos, que todos nosotros somos muy innovadores, que todos hacemos metaliteratura y que solo la hacemos nosotros, pero metaliteratura se ha hecho siempre. Recordemos sólo ese momento del Tristram Shandy, cuando más o menos en el capítulo 28, el narrador confiesa haberse olvidado del prólogo y lo inserta allí mismo, ésta es la prueba de que la autorreferencialidad y la metaliteratura han existido siempre.

O pensemos en la mezcla de géneros y la autorreferencialidad en el Quijote.

Exacto, es que el Quijote, como el Tristram Shandy, son dos novelas que bien podríamos definir de obras postmodernas. Nos gusta en exceso pensar que somos muy metaliterarios, que hemos inventado la rueda y pensar que estamos dando la vuelta a las estructuras de los textos, inventado nuevas formas literarias, pero todo esto que consideramos tan actual se lleva haciendo desde que se cruzaron las cuatro historias de los cuatro evangelistas.

Te regalaré el mundo respondería al concepto de postmoderno por su final abierto, aunque, como ya demostraba Montaigne, la búsqueda del yo es siempre inconclusa.

El sujeto que es siempre uno, individual, se pasa toda la vida buscándose y, seguramente, sin nunca hallarse; por esto debe dar tanto miedo la muerte, porque es el momento en que, quién sabe, a lo mejor nos encontremos o a lo mejor no, seguiremos sin hallarnos. No me había planteado si la novela es postmoderna o no es postmoderna…

Como dice Vila-Matas, eso lo deben decidir los críticos, y éstos no siempre aciertan.

Sí, al final uno escribe en base a su tiempo y en base a lo que uno es. No creo que esta novela pudiera tener que concluir de otra manera que no fuera así como lo hace, se trata de una búsqueda del yo y esta búsqueda está condenada a no tener una respuesta final.

Es propio del siglo XXI, muerto Dios, muertos los grandes relatos, ya no tenemos respuestas para todo, ya no hay un único relato al que aferrarse.

Y es así porque, en verdad, el relato es el que construye uno y el relato no puede satisfacerse. Nos empeñamos en buscar la respuesta y puede que debiéramos empeñarnos en buscar la pregunta.

Precisamente, con estas palabras de Pynchon te despediste de Las mañanas de Cuatro.

Son muy interesantes las reflexiones de Pynchon acerca de las preguntas, acerca de cómo nos manipulan a través de los relatos, como nos engañan y cómo nos dejamos engañar para, al final, buscar las respuestas en otro sitio antes que en nosotros mismos.

¿Tuviste desde el inicio claro que debías trasladar la acción narrativa al siglo XVIII para poder explicar el presente?

Sí, porque quería mostrar que, aunque pasen los siglos, las inquietudes, los miedos y las preguntas siguen siendo los mismos. En la actualidad, en el mundo de las máquinas y de la alta tecnología, pervive la misma pregunta y los mismos anhelos que tenían los inventores del XVIIII: ¿podemos ser inmortales? O, sobre todo, ¿podemos creer en la vida? ¿Podemos hacer que la inteligencia cure las heridas del corazón, que nos acorace, que nos convierta en dioses?

La novela parece responder negativamente a estas cuestiones.

Hay  personajes que confían en la ciencia para curar su corazón, pero no lo consiguen, la ciencia no les sirve. La novela surge de un capítulo biográfico de Descartes, uno de los hombres que, al menos para nuestros ojos, más confió en la razón: se cuenta que Descartes tenía una hija, Francine, que fallece y busca reemplazarla construyendo una autómata. Si es verdad la historia, es decir, si es verdad que Descartes construyó un autómata e imagino que éste era su hija fallecida, no lo sé, puede que sea un relato más de los tantos que nos gusta contar, pero me fascinó y me pareció interesante la idea de que una persona, al ver partida y rota su vida tras perder lo que más quería, ponga a trabajar su mente y su inteligencia para solventar ese dolor.

Y, sin embargo, Descartes, el paradigma de la racionalidad, en su Discurso del método sitúa a Dios por encima de todo: la fe, que de por sí es irracional, termina sobreponiéndose a la razón.

Querer poner la racionalidad al servicio del corazón es pura irracionalidad. El personaje Rossum, que sería Descartes, cae en la irracionalidad cuando reniega de Dios porque quiere ser Dios, quiere volver a dar vida a su hija, recuperarla a través de la construcción de un autómata que sea invulnerable y eterno.

Es interesante la relación problemática que se plantea entre el narrador y Leo como autor de un relato con sus personajes.

Toda la historia de Leo es la historia de un autor que tiene una historia, que cree tenerlo todo controlado y que de repente se da cuenta de que los personajes tienen una vida propia, una vida que, incluso, puede ser previa al propio Leo. Dicen que el infierno del escritor es que los personajes se le revelen, y a Leo los personajes le han salido muy independientes y respondones.

Díselo a Pirandello y a sus seis personajes.

Efectivamente, es así.

En más de una ocasión has comentado que quienes estudiabais periodismo lo hacías, en parte, por las ansias de escribir y el amor al lenguaje, y sin embargo hoy el periodismo es una de los ámbitos en que más se maltrata el lenguaje.

Yo no estoy en contra de que ciertos coloquialismos entren en el periodismo, pero deben introducirse a la vez que se mantenga un respeto por el lenguaje. Y es verdad que los periodistas somos muy irrespetuosos con el lenguaje, que es nuestro único medio, nuestra única herramienta, es el vehículo a través del cual comunicamos; en televisión está la imagen y el sonido, pero en la base, antes que nada está el lenguaje, la palabra. Sin embargo, el mal uso del lenguaje no es el único pecado capital del periodismo, hay muchos más, pero sí es cierto que a mí, personalmente, me pone muy nerviosa todos esos lugares comunes que utilizamos, esas muletillas, ese recurso a tópicos imposibles… Al final, el periodismo se convierte en una cantinela sin sentido con palabras vacuas que ni tan siquiera son hermosas.

En la novela dedicas un capítulo a la descripción de una noche de ópera en el Teatro Real y, como ya hicieron Edith Wharton, por ejemplo, en La edad de la inocencia, o Jane Austen, revelas, a través de la descripción, la falacia social, la puesta en escena que se vive en estos actos más sociales que culturales.

Porque, como decíamos antes, al final, los temas son siempre los mismos, en la época del profesor Rossum, en la época de Jane Austen o en el actual. Y en este capítulo de Te regalaré el mundo al que te refieres se ve la impostura, la falacia, de la gente que va a una exposición o a la ópera no porque le interese, sino solamente por y para dejarse ver. En esta sociedad, el dejarse ver se ha vuelto muy importante y desgraciadamente el espectáculo se traslada al patio de butacas, y quienes vamos mucho al teatro vemos como esta falsa puesta en escena es muy frecuente. A mí me gusta mucho, muchísimo, el teatro y precisamente por esto me molesta muchísimo ver cómo un determinado tipo de espectador abandona la sala inmediatamente después de caer el telón, sin aplaudir, sin reconocer el trabajo de quienes han dedicado su tiempo y su talento sobre un escenario. Y esto sucede precisamente porque hay gente que acude a ver estos espectáculos sólo porque quiere dejarse ver.

“La gente de la tele y su efecto hipnótico sobre buena parte de la humanidad”, escribes en un momento dado. ¿No consideras problemático no sólo este efecto hipnótico, sino que se trate de convertir a la gente de la tele en modelos, en referentes?

No creo que alguien por aparecer en un medio de comunicación deba ser un ejemplo, pero cuando alguien está delante de tantos espectadores y dispone de un altavoz tan potente debe tener una cierta responsabilidad en el momento de usar dicho altavoz.

Pero esto es exigir responsabilidad, el problema es cuando se convierte a quien sale en un medio como la televisión en un modelo de conducta.

Yo exijo responsabilidad, no estoy de acuerdo con que la televisión deba utilizarse siempre como un elemento didáctico: la televisión puede ser didáctica y bienvenida sea, y de hecho es muy necesitada; sería fantástico que en España hubiera una televisión como la BBC, pero no olvidemos que la televisión también tiene y ofrece otras cosas, ofrece simple divertimento, ofrece algo de circo. Debe haber un equilibrio, y esto sería lo interesante. Respecto a la idea de modelo, sí es cierto que quien sale en televisión se convierte en ocasiones en una figura de referencia, porque entra en las casas y porque la televisión tiene el poder de acompañar a muchas personas que viven y padecen la soledad, quien sale en televisión termina dando compañía y paliando la soledad de estas personas.

Dicen que las series de televisión norteamericanas son el gran relato de la actualidad, el relato que consigue incorporar la inmediatez del presente. Como periodista, ¿encuentras en la narrativa aquel relato para explicar la realidad desde una profundidad y amplitud que el periodismo no te ofrece?

Es curioso, yo trabajo cada día escribiendo, pero escribo prácticamente haikus, es decir, entradillas de 15 segundos; y por esto cuando vives tan aprisionado por los 15 segundos, llegas a casa, abres el ordenador y empiezas a escribir te sientes como en el patio del recreo, donde puedes correr de un lado a otro, donde puedes escribir acerca de lo que quieras, donde puedes desahogarte, escribir ese reportaje sobre la propopagnosia que nunca pudiste realizar o escribir esa crónica del Teatro Real que nunca nadie te ha pedido, pero que tú siempre has deseado escribir. La novela ha sido mi patio del recreo en el que he podido jugar con las palabras, en el que me he divertido, en el que he podido trasladar otra mirada sobre el mundo.

Decía Beatriz Sarlo que ella había conocido la historia a través de las novelas, más que en manuales. Imagino que sucede lo mismo con el presente, la ficción nos lo cuenta mejor.

Es lo mismo que sucede con la geografía, aprendes más viajando que con los mapas, aunque me declaro una gran amante de los mapas, porque me apasionan.

Y porque los sabrás leer y porque no respondes al tópico.

Sí, de hecho los mapas se me dan muy bien, me localizo siempre sin problemas, casi como si tuviera una brújula en la cabeza. No respondo al patrón, soy una muy buena navegante. Y volviendo a lo de antes, si uno lee a Pérez Galdós puede conocer y comprender la España de aquella época, la crisis de aquellos años, de la misma manera que si uno lee a Shakespeare aprende y conoce perfectamente los mecanismos del poder y de la traición.

En Jot Down citabas a Don De Lillo como uno de tus autores preferidos y curiosamente fue uno de los primeros narradores que con El hombre del salto explicó y narró los hechos y el trauma que supuso el 11-S.

El hombre del salto es una novela espléndida y De Lillo es un autor que lo tiene todo de una manera mucho menos pirotécnica de la que lo tiene Pynchon, pero es un autor de una corporeidad y de una solvencia increíbles. El hombre del salto es, además, una novela que me llega de inmediato sólo por el título, porque si bien la imagen de las dos torres en llamas es impactante, el título de DeLillo me remite a aquella imagen extremadamente dolorosa, ante la cual se te quiebra la voz, de aquellos hombres y mujeres desesperados que se tiraban porque sabían que no se iban a salvar. Eligiendo esa imagen, a partir de la cual luego componer la obra, DeLillo explica perfectamente el 11-S y lo que supuso.

También citabas a Zafran Foer que con Tan fuerte, tan cerca también se enfrentaba al 11-S y reconstruía los hechos.

Zafran Foer cuenta una historia de búsqueda, una historia muy metaliteraria, sobre la búsqueda de uno mismo y de lo otro a partir del 11 de Septiembre; y lo interesante es que Foer lo cuenta a través de la mirada de un niño, a través de una mirada inocente que descubre aquellos hechos y busca reconstruir la historia de su padre, descubrir qué pasó.

Te regalaré el mundo es también el relato de la reconstrucción de una identidad quebrada, incompleta. Imposible no recordar, en este sentido, la magnífica Austerlitz de Sebald.

Con la novela de Sebald, con la de DeLillo o la de Foer, volvemos a la idea de la que hablábamos al inicio, la idea de que muchas veces escribimos para buscarnos, escribimos para contar el mundo, pero también para contarnos a nosotros mismos. Creo que en todos los escritores está esa búsqueda de la identidad, es decir, la pregunta acerca de quiénes somos; se trata de una pregunta a la que nos podemos enfrentar a partir del 11-S o a partir de cualquier otro momento histórico, una pregunta que es posible abordar desde la narrativa de Borges, desde la perspectiva de Joyce o la de Sebald.

Como ya hemos mencionado antes, la figura del lector es imprescindible en tu novela. En el momento de escribir Te regalaré el mundo, ¿te imaginaste un determinado lector a quien debía ir dirigida?

Uno escribe para un lector que se parece a uno mismo y que disfruta mucho con lo que disfruta uno mismo. No me saldría escribir una novela policiaca porque yo no leo novela policiaca, pero a lo mejor sí que escribo una novela de ciencia ficción porque es un género que me entretiene mucho o escribo una novela ambientada en el siglo XVIII porque es un tiempo y una época que siempre me han interesado. Creo que, antes que escribir sobre lo que se sabe, al menos en narrativa, es mejor escribir sobre lo que a uno le gusta, sobre aquello que tú disfrutas como lector.

Citabas el otro día al Stephen King de Mientras escribo: “Escribe con la puerta cerrada, pero corrige con la puerta abierta”. ¿Te encerraste para escribir?

Yo me he encerrado, pero a la vez, como se trataba de mi primera novela y uno nunca sabe cómo moverse en estas lides, yo necesitaba ir entregando a mi editora lo que iba escribiendo, así que le enviaba casi por entregas lo que estaba escribiendo.

Como hacía Dickens con sus lectores.

Exacto, como Dickens y, en efecto, mi editora me iba insistiendo, cada vez que le entregaba algo, que escribiera ya el siguiente capítulo. Stephen King cuenta en Mientras escribo que él escribe en tromba, que él vuelca por escrito todo lo que le viene en mente en ese momento y luego lo retoca. A mí me gustaría mucho poder hacer lo mismo, aunque sí es cierto que cuando escribo lo hago en tromba, no tengo la velocidad de King y, de hecho, me gustaría tener más facilidad en el momento de ponerme a escribir para no tardar tanto en completar una novela. Te regalaré el mundo la escribí con la puerta bastante cerrada, en parte como escribe Leo su propia novela: en efecto, la relación que establece Leo con Arnau es la que yo establecí con mi editora. Luego, evidentemente, la corrección fue con la puerta abierta, era indispensable.

Contradiciendo la idea inicial de que los libros te eligen, decía Virginia Woolf: “Pocas personas piden a los libros lo que estos pueden darnos. La mayoría de las veces llegamos a los libros con la mente confusa y dividida, exigiendo a la ficción que sea verdad”.

Yo sí que creo que los libros no se eligen, que los autores no se eligen y que al final no sabemos por qué no nos gustan ciertas cosas y por qué nos gustan otras. No creo que los libros se elijan, pero sí creo que, en muchas ocasiones, el lector activo, participativo con el texto, introduce muchas cosas, muchos aspectos nuevos al libro que, en su origen, no estaban. Lo malo no es esto, lo malo es cuando se pide al libro algo que no está en él, que es lo que comenta Virginia Woolf.

En cierto modo, esto sucede en la relectura, buscamos encontrar en el libro lo mismo que hallamos la primera vez que lo leímos.

Exacto, cuando relees un libro de la adolescencia, por ejemplo, es difícil que vuelvas a encontrar aquello que habías encontrado en la primera lectura. Hay libros que no admiten relecturas, otros en cambio que no puedes dejar de releer. No se puede leer a Hermann Hesse después de los 20 años, sería completamente devastador y, sin embargo, es justo y necesario para la salud mental leer y releer a Melville siempre, a partir de los 20, 30 o 40 años, porque en Melville siempre encontraremos algo nuevo y siempre nos encontraremos en sus páginas.

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Comentarios

  • Raúl Guerrero

    Por Raúl Guerrero, el 16 septiembre 2014

    Solo una aclaración: lo que escribió Pynchon fueron algunos manuales de la Boeing (la aerolínea).

  • Pancracio

    Por Pancracio, el 17 septiembre 2014

    Uff…

    Larga -demasiado- y tediosa -irremediablemente.

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