Márta Mészáros, la primera mujer que ganó el Oso de Oro de Berlín
El Festival de Cine de Berlín no entregó a una mujer su máximo galardón, el Oso de Oro, hasta 1975. La cineasta húngara Márta Mészáros tenía 44 años cuando el jurado del festival acordó premiar su película ‘Adopción’, la cuarta de su filmografía, de la que acaba de editarse una copia restaurada por Criterion y que ha sido incluida en el ciclo que La Cinemateca Canadiense le ha dedicado a la directora los pasados meses de marzo y abril.
Como los niños y adolescentes de Adopción, Márta Mészáros también fue huérfana. Una huérfana superviviente en la Unión Soviética de mediados del siglo XX, adonde ella y sus padres habían huido en la década de los treinta desde su país natal, Hungría, para evitar la represión de un régimen aliado entonces con los nazis. Pero el país de acogida fue inclemente con ellos. A su padre lo asesinaron durante las purgas estalinistas de 1936 y su madre desapareció en 1942, durante la Segunda Guerra Mundial. Allí, sin embargo, Mészáros estudió cine durante los años 50.
Al regresar a Hungría, pensó que, dada su condición de mujer, era previsible –lo ha contado ella– que las posibilidades de trabajar como directora fueran escasas; pero la salvaguardia de su formación en Moscú, es decir, en el imperio del que dependía la Hungría comunista, le permitió dirigir desde 1954. “No podían negarme la ayuda, porque había estudiado en la Unión Soviética y eso les impresionaba”, recordaba Mészáros en una semblanza sobre la cineasta que la crítica de cine Ela Bittencourt escribió en la revista británica Sight and Sound.
Después de dirigir más de una treintena de cortometrajes documentales, en 1968 estrenó su primer largometraje, La chica. A partir de él ha elaborado durante seis décadas una obra profundamente personal y política que la han situado, según La Cinemateca Canadiense, como una de las cineastas más destacadas de Hungría y una de las directoras (y feministas) más importantes de Europa Central y Oriental.
Adopción fue su cuarta película, el retrato de una mujer de 43 años (Kata), que vive sola tras la muerte de su marido y que trabaja en una empresa maderera, donde ha conocido a un cerrajero con el que mantiene una relación que a ella, confiesa, le satisface: acepta que él esté casado y no vaya a divorciarse. Pero con 43 años siente que es el momento de ser madre. Querría que su amante fuera el padre, pero él lo rechaza. Y ella tampoco quiere utilizarlo, engañándolo, para quedar embarazada.
En esos días, conoce a una adolescente, Anna, que irrumpe en su casa y le pide el favor de que la deje encontrarse allí con su novio. Es invierno y no disponen de un lugar donde estar juntos. Kata se muestra renuente; pero acaba accediendo. A la joven la han repudiado sus padres y vive interna en un centro estatal próximo con otras jóvenes procedentes de familias desestructuradas. Es menor de edad, pero ya se ha acostado con varios hombres. Y cree que, ahora, con ese novio, un veinteañero aparentemente agradable, logrará la felicidad.
Sin embargo, la familia de Anna lo rechaza, y sin el permiso familiar la adolescente no puede casarse, de manera que Kata accede a intermediar entre la joven y sus padres y logra que estos consientan la boda. Ya entonces ha resuelto adoptar un hijo. Tiene dinero, una casa propia y la voluntad de criarlo. “Lo decidí cuando llegué a conocer a Anna”, le comenta al responsable del centro de adopción, aun sabiendo que la propia Anna le había dicho que si quería tener un hijo no fuera adoptado, porque “los hijos abandonados están todos heridos”.
En esta y en el resto de las decisiones que toma durante la película, Kata ejerce una independencia guiada por sus propias consideraciones. Al hombre que ama lo ama en las condiciones en que ella decide amarlo, a pesar de que Mészáros lo va mostrando cada vez más distanciado y cínico (logra que ella acepte visitar la casa donde él vive para presentarle a su esposa); del mismo modo, afirma su independencia cuando aloja a Anna y al novio de ella, o la esconde cuando se escapa del centro de acogida y la trata de un modo que sus padres (o la madre de otra adolescente que también halla amparo en Kata) jamás la tratarían (ecuánimemente, con afecto), pues puede en ellos más la condición institucional de hija que la humana. Aunque incluso concediendo ese trato afectuoso, Mézsáros tampoco se llama a engaño y muestra que dentro o fuera de la familia, la decisión de una adolescente de casarse por su propia voluntad, no es una garantía de su felicidad, sino una señal de inmadurez y precipitación: durante la boda, la aparentemente dichosa relación de los novios se quiebra y discuten: él se marcha bruscamente y ella se queda sola, apoyada en el rincón de la pared mientras los invitados bailan. Y esa es la última imagen que Mészsáros enseña de la pareja.
En el contexto en que Mészsáros rodó Adopción, el de las luchas feministas de los sesenta y setenta, el de los tibios, aún entonces, reconocimientos públicos a las mujeres, como en este caso del premio que recibió la cineasta en el Festival de Berlín, cabe preguntarse si Adopción es una película feminista. Si uno la piensa como una obra reivindicativa de la condición de mujer, que confronta un conflicto propio con quienes entiende como oponentes (la sociedad, los hombres) para afirmar esa condición, Adopción no es una película feminista, en el sentido, por ejemplo, en que lo son las que rodó la española Cecilia Bartolomé en la segunda mitad de los sesenta. Mészáros rehúye el proselitismo. Su personaje es una mujer única, un individuo; no alguien portador de ideas o que ejerza una causa (la causa de las mujeres) con unas miras colectivas.
El centro de este relato sobre la adopción, la orfandad o la soledad lo encarna una mujer, pero porque estas experiencias forman parte de la mujer Marta Mészáros. Si uno observa el tratamiento que la cineasta húngara da a los hombres en la película cuando estos son individualizados, su mirada es horizontal: sea a su propio amante, al director del centro de adolescentes, al médico que la examina, al padre de Anna o al novio de esta. Solo hay una escena, cuando Kata y Anna comen en un restaurante cuyos clientes son todos hombres, en la que la directora se permite subrayar colectivamente la condición machista de estos.
Quizá por ello, cuando sus colegas masculinos alabaron la película tras el premio que le otorgaron en el Festival de Berlín, Mészáros se sintió reconfortada, porque la reconocían no por su condición femenina sino como artista.
Los elegantes movimientos de cámara de Adopción, los encuadres precisos de sus primeros planos, que resaltan la intensidad de los rostros, la cercanía de los personajes, el tono documental que Mészáros emplea durante las secuencias que discurren en el centro de trabajo (un eco de los cortometrajes documentales que rodó en su primera etapa) y el blanco y negro apagado de sus imágenes configuran un espacio gris, triste, a pesar de la felicidad que reclama para sí Kata. Rara vez la ve uno sonreír, a ella y a quienes la rodean. ¿Era Márta Mészáros infeliz? ¿Lo son sus personajes al vivir en una dictadura a la que le quedaba aún casi un cuarto de siglo para desaparecer? La aparente neutralidad política de Adopción se quiebra si uno se fija justamente en ese tono mortecino, apagado, de las vidas de sus personajes, un tono compartido con una gran parte del cine de los directores más relevantes del Este durante aquella época. Ese tono tiene el nombre de resignación. Podría decirse que la independencia de Kata se afirma dentro de esa resignación: en ella madura su propia individualidad, su propia identidad.
Comentarios
Por Benito García Calle, el 27 mayo 2022
Buen artículo. Me gusta el detalle que apunta de que no es una película feminista, que es lo que se estila ahora.