Mediterráneo: «Yo delego mi crimen, nuestra blanquitud nos salvó”

El velero GoOn en Kapsali. Desde el barco, Martha Zein, navegará por el Mediterráneo y nos enviará su diarios.

El velero GoOn en Kapsali. Desde el barco, Martha Zein, navegará por el Mediterráneo y nos enviará su diarios.

El velero GoOn en Kapsali. Desde el barco, Martha Zein, navegará por el Mediterráneo y nos enviará su diarios.

El velero GoOn en Kapsali. Desde el barco, Martha Zein navegará por el Mediterráneo y nos enviará su diarios.

Zarpamos hoy en ‘El Asombrario’ con la escritora, periodista y realizadora de documentales Martha Zein en una literaria travesía por el Mediterráneo, ese mar que tanta poesía nos ha dado y últimamente tanto dolor y tragedia nos traslada. A bordo del velero GoOn, en el que vive cuatro meses al año, Martha Zein nos enviará cada lunes de julio y agosto su personal diario de sensaciones y percepciones, de amor y cuidado por el planeta. Dice la autora de sí misma: “Llevo 25 años narrando la vida desde los márgenes; creo que es un buen lugar para observar el centro y para cambiar el mundo”. Comenzamos la travesía. Que los vientos nos sean propicios este verano al ‘GoOn’ y a ‘El Asombrario’. Y que quienes lo lean saboreen este cuaderno de sabor salado (o agridulce), de calmas, duelos, olas, diosas e incertidumbres.

POR MARTHA ZEIN

Abro mi cuaderno de bitácora mientras hacemos la travesía nocturna que nos llevará a Creta. O aprovechamos este hueco que deja el Meltemi (la forma que tienen en Grecia de llamar al viento procedente del norte, seco y más agresivo a partir de julio) o volveremos a quedar atrapados en tierra, sin fecha fija.

Estaba deseando que llegara este momento, dejar atrás el continente y el dulce Jónico para perderme en el Egeo, un Mediterráneo salpicado de islas sin contemplaciones que exige una presencia absoluta en la navegación y obliga a negociar de frente con lo más intangible de la naturaleza: vientos, nubes y corrientes.

A la luz del radar y del plotter escribo que vamos a poco más de cinco nudos, con el viento por proa, que la luna llena ilumina las olas del canal como si fuera un faro y que la luz de Júpiter se hace un sitio entre las nubes.

Mi cuaderno de bitácora no es como el de los capitanes, entre otras razones porque soy una simple marinera y no necesito situar las coordenadas de donde me encuentro o a donde llego. Mi navegación es de retaguardia, allí donde se escucha y acompaña a las olas. Es así como consigo navegar dos veces en una: sobre el mar y entre líneas. Esto me permite distinguir islas que no figuran en los mapas y al mismo tiempo dificulta responder a las órdenes con premura y, sobre todo, desafina el sentido de la orientación, pero no lo puedo evitar. Quien se asome a este cuaderno podrá entenderlo.

Enciendo mi linterna, la vista me falla. Añado en él: «Atrás dejamos el puerto de Kapsali, en Kytera, Cítera, la isla que durante siglos honró a la diosa Afrodita, Venus para los romanos. Al caer el sol ella también brillaba en el firmamento, envolviéndonos en un bucle extraño. Comienza el laberinto”.

Nuestro próximo destino es Creta, una isla atravesada por el olvido en la que quisiera desentrañar a Ariadna, buscar las huellas de la diosa blanca, encontrarme con la señora de los Animales, saludar a las diosas madres neolíticas, ancestros de tantas divinidades, perderme en serpientes, pájaros, amapolas y hachas de doble filo.

El mar se encela. Me ha tocado hacer el primer turno. Quedan más de 50 millas por delante. Hay que saber adelantarse al mareo. Abandono el bolígrafo y dejo que vengan a mi memoria las ideas que dejé inconclusas. En una tierra apremiada por las prisas, los monólogos suelen convertirse en vías muertas, pero en el mar hay tiempo. Ahí llega la primera: “Navegar por Grecia es de blancos, ahogarse en ella, de negros”. En 10 años de navegación, el capitán recuerda haber saludado a unos cuatro homólogos de piel oscura (no bronceada) y yo a tres impresionantes marineros mulatos, de cuerpos esbeltos, en yates de lujo. Cada quien, supongo, hace las cuentas según su clase y condición.

La península de Mani. Fotografía de la cuenta de Instagram de la autora, Martha Zeni, donde se podrá seguir un fotoblog de estos textos que publicaremos los lunes de julio y agosto.

La península de Mani. Fotografía de la cuenta de Instagram de la autora, Martha Zein, donde se podrá seguir un fotoblog de estos textos que publicaremos los lunes de julio y agosto.

Cuanto más te adentras en el Egeo, navegar es un verbo de blancos-blancos. A los pescadores no se les llama navegantes, a los marineros de los cargueros, tampoco; amarrados en los mismos muelles reinan los de piel y pelo albino, carne blanda adaptada a la jubilación. Su sonrisa es de una inocencia amable que llega a enervarme. Formo parte de ese grupo. Nuestro velero (placas solares, forrado de madera, tatuado en las amuras de proa…) está a punto de cumplir los 50. En breve el capitán y yo seremos blancos- blancos a bordo de un clásico respetuoso con el medio ambiente, más flow imposible. La imagen que puede resultar atractiva me escuece. Son los efectos secundarios de navegar dos veces: abandono constantemente dos puertos en uno: el real y el del refugio de los privilegios blancos-blancos, de él zarpo una y otra vez en busca de una desnudez progresiva. El GoOn salta como un delfín con cada envite del mar.

Apostamos por vivir en este velero al menos cuatro meses al año en los albores de “la crisis” con el deseo de sembrar los márgenes de nuestro modo de vida. Lo primero que hicimos fue curar durante seis meses una de las dunas del parque natural de Formentera, diez años después hemos puesto proa a Creta. Saltaremos después a Kárpathos, Rodas…, bordeamos la zona más conflictiva del Mediterráneo oriental, vemos de lejos Egipto, Israel, Líbano, Siria… Así de blanca-blanca es nuestra navegación. Esta evidencia me arranca la inocencia del rostro y me pone en mi sitio, como el Meltemi.

Ahí está, comienza a aullar en voz baja.

Hace días, antes de doblar el cabo Ténaro, recordé la película Paradise: Love , de Ulrich Seidl. Bordeábamos la península de Mani, al sur del Peloponeso, uno de los puntos más desabridos de la Europa mediterránea. Su tierra, caliza y seca desde hace eras, ha sido y es tan dura que los aedos (primeros poetas griegos) situaron allí las puertas del Hades.

Fondeamos en la bahía de Marmari por ver si podíamos acceder a alguna de sus cuevas, por si entre ellas estaba la infernal, pero la corriente y el viento terminó forzándonos a lanzar el ancla frente una de esas torres maniotas fortificadas, hechas de caliza gris, cuya austeridad da sed. Era el único punto habitado con el que nos topamos en aquella jornada de navegación. La torre debió de ser de las pocas rehabilitadas que logró ser transformada en resort antes del rescate griego (desde 2008 abundan los proyectos urbanísticos abandonados en la costa griega). Llevar agua hasta allí debe de ser tan caro como atraer clientes. La boca del averno contemporáneo está formada por decenas de tumbonas vacías, salpicadas de parejas blancas-blancas atendidas por jóvenes, morenos y flacos en medio de la nada, símbolo del lujo insostenible en un planeta asfixiado.

Se me enciende una afirmación en el cielo de la boca, una herida que quema en las encías: “No soy inocente”. Si la pronunciara se me volvería a ahogar el corazón. “No tengo sangre en mis manos, eso sería demasiado vulgar. Ningún sistema de justicia del mundo me llevará ante los tribunales. Yo delego mi crimen” es una frase de la escritora Houria Bouteldja. Vuelven a mí las veces en las que, en medio de un mar embravecido, he recordado a los cientos de seres humanos hacinados en las barcazas, sin más protección que un falso chaleco salvavidas. En esas circunstancias no te pones en el lado de las víctimas, estás en el mismo infierno. Sin embargo, entiendes que probablemente no morirás, pero ellos sí.

Asumir que tienes el privilegio de no morir te expulsa de la compasión y te lanza abiertamente a otro tipo de compromiso. Lo aprendí hace tres años , acercándonos a Leros, una de las islas cercanas a Turquía que sigue acogiendo a cientos de personas que huyen de la guerra. El viento no bajaba de los 30 nudos. Llevábamos horas navegando en silencio, el capitán negociaba con cada ola… entonces escuchamos en la radio “Pan Pan Pan Pan, llamada general”. Anunciaba un naufragio. La muerte estaba devorando vidas a pocas millas.

Nuestra blanquitud nos salvó.

Miro el anemómetro. Nos acercamos a los 20 nudos. Debería desplegar la mayor, para enderezar el barco, y sacar el génova. El viento empieza a pedir vela, pero lo tenemos justo en la proa. Tendría que dejar de contarme historias y ponerme en acción, los pensamientos también tienen el poder de escorar naves. Espero. Quizá sea una racha. La idea “Ningún sistema de justicia del mundo me llevará ante los tribunales” me azota por babor y enciende mi monólogo: Entre mi blanquitud y mi crimen están la distancia geográfica, la geopolítica y el FMI, la OTAN, las multinacionales… Navego para acortar esas distancias. El capitán suele decir: “No somos productivos y a la Merkel no le va a gustar”. Apostamos por este modo de vida para hacer evidente que “la crisis” alimentaba el miedo a perder nuestros privilegios políticos, simbólicos, materiales… cuando de lo que se trata es de confrontar el miedo a perder la vida en su sentido más amplio.

Desde un barco se ve mejor cómo avanza la barbarie.

Preparo las maniobras y de golpe el viento amaina hasta ponerse en 10 nudos. Acabamos de entrar en una isla de calma. Amo el Egeo. Amo sus laberintos invisibles levantados por el viento, sus islas secas, alejadas de las reglas continentales. Sus habitantes comparten lo que tienen para que los que no poseen nada tengan lo suficiente, una fraternidad olvidada en Europa. Frente al continente, tierra de imperios, abrazo estas rocas, lunares de tierra en medio del mar. Vivir en lugares donde hay tan poco que ni siquiera hay sombra, te convierte en resistente. Los resistentes no anhelan el dominio o la colonización sino no perderse a sí mismos ni servir a los demás, o eso supongo. En el radar aparecen las primeras manchas rojas. La tormenta está a 9 millas. El cielo se enciende, dándole la razón. Me asomo por babor. El mar negro me enseña sus mil colmillos de espuma blanca.

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Comentarios

  • Jos Framis Bach

    Por Jos Framis Bach, el 02 julio 2018

    Gracias Martha, como en la Odisea, para qué decir más; sois Vida.

  • Adela

    Por Adela, el 02 julio 2018

    Hola!navegantes.
    En el bosque de la Península de Mármaris están los más bellos bosques de rojo escarlata,durante el otoño.

  • Silvia Reyes Raya

    Por Silvia Reyes Raya, el 24 julio 2018

    Me ha gustado muchísimo. Lo he compartido en mi página , te pido permiso, para este y los siguientes Me pasaron los dos últimos. No es una página que mire mucho aunque a veces la sigo y me ha sorprendido gratamente..Todos los veleros que surcan los mares me interesan mucho …Sus historias y vida .Diego de Miguel me dio una idea y ando en ella .Recopilando datos en mi blog que algún día espero hacerlos realidad ..
    Gracias Mil .

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