Menéndez Salmón, la literatura como insubordinación en ‘El Sistema’

Ricardo Menéndez Salmón.

Ricardo Menéndez Salmón.

Ricardo Menéndez Salmón.

Con ‘El Sistema’ (Seix Barral), Ricardo Menéndez Salmón ha obtenido el premio Biblioteca Breve 2016. Tras la ‘Trilogía del Mal’, el autor vuelve a indagar sobre el mal en el presente, un mal que adquiere el rostro del poder, la mentira y la ausencia de libertad. Enmarcada la acción en un tiempo posthistórico, ‘El Sistema’ es una dura reflexión sobre el contexto presente, una (re)lectura de lo sucedido política y socialmente en Grecia y España, y una exaltación del poder de la ficción narrativa como una forma de subversión al sistema y su propio lenguaje, que busca mantenernos en la minoría de edad intelectual.

Usted construye un cronomapa que se asienta referencialmente en el nuestro, pero que se distancia del mismo a partir no solo de una ubicación distópica, sino alejándose de la tradición de ‘los escritores de Realidad’ a los que usted mismo apela. ¿Es desde la anti-mímesis, desde el no realismo, desde donde mejor se habla del presente?

No necesariamente. Pero me siento más cómodo en otro clima de escritura. Siempre he trabajado desde una tradición poco frecuentada por los escritores de Realidad. Mis hermanos de leche, aquellos escritores a quienes siento hoy cercanos, y la mayoría de mis ancestros, aquellos escritores que reclamo en mi genealogía, no han nacido en Realidad. Me gusta mucho una frase de John Barth: «La realidad es un bonito lugar para ir de visita, pero uno no desearía vivir allí, y la literatura nunca lo ha hecho por mucho tiempo».

Me gustaría preguntarle sobre el juego que usted plantea con el término Realidad, por un lado como país, como evocación de la España actual, pero también como mito: «Detrás de esa gran palabra no hay más que subterfugio del orgullo».

Conviene precisar que, en la novela, en el contexto aludido, es la palabra Hombre, y no la palabra Realidad, la que provoca la sospecha del Narrador. En general, el empleo de la antonomasia, la enfatización de los vocablos, me resulta incómoda. Esa tentación del esencialismo, que tanto gusta a los metafísicos. En El Sistema, ya desde su título, se reflexiona a propósito de esa constante.

En oposición al mundo (país de) Realidad, usted contrapone el mundo de Empiria, tras el cual se puede ver el reflejo de Grecia. ¿Por qué decidió llamarlo Empiria, un término que por un lado alude, siguiendo la RAE, al empíreo, al cielo, al paraíso, y, por el otro lado, un término que se puede leer como referencia a lo empírico, es decir, a la experiencia vivida?

Porque Grecia, su legado, lo que significa para nosotros, los europeos de hoy, quienesquiera que sigamos siendo, apunta a esas dos instancias, un mundo ideal, en el cual se podrían hallar los frutos inmateriales que nos ha regalado (su amor por la forma, su abrumadora sensibilidad, buena parte de cuanto el enunciado de lo griego sugiere), y un mundo labrado sobre la experiencia, sobre la curiosidad, sobre la admiración por todo lo vivo, que es el otro gran venero que la filosofía, la ciencia y la literatura griegas nos regaló. Platón a un lado, Aristóteles al otro, y entre ellos Esquilo, Eurípides y Sófocles, pero también Arquímedes y Eratóstenes.

La referencia a la realidad actual de Grecia y de España y, por tanto, a la Europa actual y a la llamada crisis de la inmigración, ¿respondía a la necesidad de intervenir en tanto que autor? Es decir, ¿había un compromiso inevitable con su propio tiempo?

Respondo citando al escritor español que más admiro del pasado siglo, Juan Benet: «La literatura, por tener un estatus propio, tiene su propia moral, que no tiene por qué coincidir con el deber social, más general o más específico, impuesto por el momento histórico». El compromiso de la literatura es consigo misma. El compromiso de escribir libros trascendentes, que apunten contra la banalidad. El compromiso de revelar, una vez más, lo que Bataille escribió en el prólogo de La literatura y el mal. Que la literatura es lo esencial o no es nada.

La Realidad y la Empiria, en cuanto territorios, se inscriben en un sistema insular, en un archipiélago de islas. Literariamente la isla evoca tanto el aislamiento y la condena como el paraíso o lo utópico. Y sin embargo, ¿me equivoco si digo que recurriendo a la figura del archipiélago busca desmontar dichas construcciones míticas?

Me interesa la isla como imagen que refleja el modelo de mundo hacia el que nos movemos. También como negativo del verso de John Donne. Quizá no seamos islas, pero lo cierto es que, sobre todo políticamente, la tentación de construir nuestra identidad por exclusión, insularmente, es cada vez mayor. El Sistema es un libro que reflexiona sobre el secuestro de la libertad en nombre de la seguridad. Entiendo que ese secuestro favorece la consideración de las comunidades como lugares opacos, islas en un mar amenazador.

Hago hincapié en la idea de deconstrucción del mito, porque en ese tiempo post-histórico en el que enmarca la novela, usted niega la existencia de toda épica. Muerta la historia, muerta la épica, ¿qué queda?

Quedan los relatos de esas muertes, la capacidad de la novela para ficcionar el fracaso de las religiones, el desvelamiento de los secretos de la Naturaleza, la conversión del arte en una parodia de sí mismo, incluso la sospecha que provoca una palabra como amor. De todos modos, no estoy tan seguro de que la Historia, y con ella la épica, hayan muerto. Quizá haya muerto un concepto occidental de la Historia y del héroe, pero no nos podemos arrogar la idea de que ese punto de vista sea el único coherente y válido. Hanif Kureishi, un escritor al que respeto mucho, dijo hace poco que el ideal de un mundo blanco había acabado. Es una lectura que comparto, y que insinúa otras direcciones del relato histórico y, por extensión, de su probable épica.

Resulta paradójico que usted defina, desde la distopía, el presente como un momento posthistórico. ¿No es, en cierta manera, una forma de negar la propia definición de post y de enmarcarse y reclamarse dentro de la historia?

Entroncamos con lo anterior. En 1992, cuando Fukuyama escribió El final de la Historia y el último hombre, construyó un relato falaz de nuestra época. Por un lado, la idea de que la democracia liberal era el modelo perfecto de toda política; por otro, la idea de que el capitalismo de las sociedades hiperindustriales constituía la panacea económica para un mundo feliz. El problema es que no todas las sociedades habitan el mismo relato histórico. En nuestro mundo conviven sociedades que se mueven en un registro poshistórico con otras que se manejan con formas medievales. Y además, hay sociedades que no aceptan la imposición de determinadas conductas económicas o políticas de intercambio y de convivencia. Es posible que la Historia no se repita, pero, como decía Mark Twain, tiene una curiosa tendencia a la rima. Lo que es seguro es que no se detiene. Nunca.

Con la figura del Narrador, la distinción entre la Historia Nueva y la Poshistoria se basa también en cuestiones estéticas y, sobre todo, en el modo de narrar el mundo.

En El Sistema se propone el término Poshistoria coincidiendo con la expulsión de Empiria del núcleo de los Propios. En el cuerpo narrativo de la novela, este es un momento decisivo porque informa de la falibilidad del relato original, de la evidencia de que, a pesar de los pesares, aquel omega del tiempo histórico, la buena nueva de un feliz final de los calendarios y, con él, de nuestras angustias, se revela como una mentira.

En relación a cómo narrar, en ‘El Sistema’ cuestiona los límites del lenguaje y de la consciencia del autor ante el acto de escribir. Le pregunto lo mismo que usted mismo se pregunta en la novela: ¿Cómo escribir desde la conciencia de aquel que sabe que va a ser leído en el futuro?

La respuesta nos la concede el propio Narrador. Hay que escribir y contar como si el destino último de lo que se escribe y cuenta fuera no ser leído, no ser escuchado. Yo he aplicado siempre esa máxima a mi trabajo. Que la escritura, y con ella el pensamiento, nazca de la pura necesidad y se oriente hacia la pura elucidación. La escritura como un órgano de la conciencia antes que como un mecanismo estético; la escritura como un forense eficaz e incorruptible. Si escribes para los otros, estás perdido. Hay que escribir sin esperar ninguna recompensa, como si no existiera ningún interlocutor en el mundo.

La consciencia crítica de ‘El Sistema’ se refleja a través del lenguaje, entendido como medio para ejercer el poder desde la mentira, el ocultamiento y la construcción de relatos ficticios. En cierta medida, ¿no prosigue en la línea que ya había trazado en ‘La luz es más antigua que el amor’?

En mi literatura, en especial desde El corrector, una novela en la que se identifica poder con manipulación, está presente la idea del lenguaje como generador no sólo de sentido, sino de realidad. Quien detenta el discurso detenta la capacidad de configurar la realidad. E incluso, en el límite, de crear una realidad donde antes no había nada. El lenguaje es el gran demiurgo. Pero es un demiurgo peligroso. La misma lengua que creó un poema como Fuga de la muerte, creó la ideología de Goebbels. Lo asombroso es que las mentiras de Goebbels, el demiurgo de un lenguaje malvado, se encarnara en seis millones de judíos asesinados. Y que sin esa atrocidad, amparada por el lenguaje, Celan no habría escrito uno de los poemas más bellos de la literatura universal.

En su novela, se hace referencia en más de una ocasión al velo de Maya de Schopenhauer, pero ya no como vía de descubrimiento de la verdad. Esto me lleva a la pregunta anterior, ¿el lenguaje está tan contaminado que ni tan siquiera a través de él es posible romper con los mitos del poder?

Lo está, cierto, pero es posible disputarle esa batalla con sus propias armas. Deleuze decía que, en tanto que no sirve a señor alguno, ni al Estado ni a la Iglesia, el objeto de la filosofía es combatir la estupidez, embridar la tentación constante que Estado e Iglesia, y cualquier forma de poder, tiene de mantenernos en una minoría de edad intelectual, la del pensamiento sin crítica, la de los dogmas establecidos. Creo que también desde la ficción se puede generar ese tipo de contradiscurso, otro relato que evidencie los sofismas, las mentiras del lenguaje que se reclama verdadero. Ese ha sido siempre uno de los logros de toda gran literatura: ofender, irritar, contravenir, entristecer.

En toda su obra ha indagado en torno al tema de la violencia y del mal, en esta ocasión, el tema vuelve a aparecer pero en estrecha relación con la función del arte, en concreto, de la literatura. Por eso me gustaría preguntarle por la figura del Narrador, alguien que narra, pero que no es libre de narrar.

El Narrador es el corazón de El Sistema. Así es definido en un momento de la novela, como el dueño del relato. Lo fundamental del personaje es que es mediante el expediente de la escritura como va cambiando de actitud ante el mundo en el que vive. Insisto en algo ya apuntado: la escritura es un lugar de iluminación, un ejercicio activo de la conciencia en diálogo consigo misma. La escritura es, en El Sistema, el lugar donde las cosas demuestran su verdadero ser. Por ello, el Narrador es un hombre condenado a la escritura.

La ausencia de libertad usted la plasma a través del control de un lenguaje que ya no nos es propio y a través de ese ‘Panóptico’ que nos observa. ¿La literatura, en su ejercicio, es el único punto de huida de todas estas constricciones?

No sé si es el único, pero sin duda es uno de los más fecundos. Y al menos tiene la virtud de ser incruento.

Y ya por último, hoy volvería a decir, como dijo al publicar ‘La luz es más antigua que el amor’, que usted entiende «la literatura como exhumación, como constatación y como consolación».

Podríamos añadir una cuarta palabra, tomada precisamente de El Sistema: insubordinación.

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Comentarios

  • mikiexpress

    Por mikiexpress, el 19 marzo 2016

    Glorioso el episodio de la Rothko Chapel en » La luz es mas antigua que el amor «.

  • Deus Carmo

    Por Deus Carmo, el 14 abril 2016

    No meu entender uma única palavra emprisiona o escritor, e é um antinomia. Liberdade, sonhamos em ser livres para dizer o que sentimos, mas não dizemos, seja por incapacidade da linguagem, seja porque os outros não nos entenderia, ou ainda porque não nos deixam dizer. Neste sentido vivemos mesmo numa ilha. Ilhados, podemos, a cada braçada ser tragados pelas ondas profundas. Assim quem se arrisca a ser livre está fadado a ser calado para sempre.

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