“Mi madre, en lugar de un hijo torero, parió una hija trans”
De ‘Con firma de mujer’ a ‘Champán y cocodrilos’. Sonia Fides deja descansar hasta el otoño su sección ‘Con firma de mujer’ y nos trae este verano un venturoso paseo semanal por la literatura que exige lentitud y profundidad en su lectura. Un encuentro con aquellos libros que cambiarán el ritmo de estos meses. Libros de autores y autoras que hace mucho que consiguieron traspasar la dura carne de la eternidad. Estarán Gaite, Cohen, Ginzburg, Plath, Highsmith, más algún libro reciente, como este que nos ocupa, ‘La mala costumbre’, la primera novela de Alana S. Portero –“el desgarrador viaje vital de una niña atrapada doblemente: en un cuerpo que no sabe habitar y en el barrio obrero de San Blas, Madrid, acribillado en los 80 por la droga–, que sirve de puente entre ambas secciones. ‘Champán y cocodrilos’ será un espacio refrescante como es el champán y vertiginoso como los movimientos del cocodrilo, en el que confluirán ambas miradas amparadas por ese color dorado, cálido y en apariencia inofensivo que define el cuerpo de la bebida y los ojos de los cocodrilos.
Si tuviese que definir con una sola palabra la primera novela de Alana S. Portero sería con la palabra honestidad. Pero en realidad son muchas las palabras que se podrían manejar para comenzar a hablar de este novela íntegra, cuyo valioso y provechoso tuétano posee esa belleza que solo poseen los territorios marcados por el dolor que no se desea, que no se merece, que se impone y que hiere la biografía de un ser humano de esa forma descarnada, abusiva y sistemática con que el sabueso marca el cuerpo y el destino del zorro que se equivoca de salida.
Alana S. Portero ha escrito un libro imperecedero por lo que cuenta y, sobre todo, por cómo lo cuenta, un tesoro en el que las puertas se abren con la intrínseca sutileza de quien ha palpado el aliento que sale del infierno todos y cada uno de los días de su vida y, aun así, sigue aspirando a la paz que su decencia emocional merece.
Con un ritmo narrativo que acaba siendo una cápsula en la que encerrarse con todas esas verdades que acaban transformadas en cilicios, el lector tiene acceso a un espectáculo literario incuestionable. Portero sabe que las palabras útiles solo respetan el porvenir de quien no las ningunea, de quien las acoge aunque sean incómodas, aunque estigmaticen, aunque salgan de ese subsuelo inhóspito al que la jauría social empuja a demasiados individuos, por demasiadas razones.
Todo en La mala costumbre conmueve, hiere en un equilibrio que en otras manos sería tan solo un ejercicio de obsceno funambulismo formal. Conmueven los personajes, su afán de supervivencia, la claridad ardiente de sus confesiones y, sobre todo, conmueve ese pesado dedo que cae sobre la boca de la protagonista a cada instante para encerrarla en una cárcel de la que nadie quiere tener la llave.
Portero viene de la poesía y cada una de las renuncias, de los desvelos y de las heridas de las que renace su protagonista comparecen en el texto auspiciadas por ella. Portero se rebela con profusión contra lo que se espera de una novela confesional, aunque no autobiográfica, como ésta. Portero contradice el eco de un crisol de significados hasta transformarlos en este diario de colores nuevos que es La mala costumbre.
Portero ha escrito una novela ambiciosa y salvadora. Una novela que hibrida el eco de Anne Carson, en lo que se refiere a su apego a la realidad potenciada por la presencia de mitos que la ayudan a dar verosimilitud a la tragedia cotidiana, y el de Carson McCullers al incluir esa galería de personajes alimentados por los márgenes y que, sin embargo, insuflan una palpable y categórica idiosincrasia a la eternidad que arropará para siempre esta historia en la que la autora se ha vaciado para darle sentido a las zonas más virtuosas de la marginalidad. Portero hace añicos lo políticamente correcto desde una imponente corrección moral, desde una humanidad constructiva.
Es brutal la ternura con que Portero sostiene la carne del averno en que para su protagonista se ha convertido el mundo. Portero no cree ni en el chantaje ni en el reproche como materia de defensa. Tan solo cree en la sinceridad para acceder al corazón y a la memoria de quien lee. Para ella el dolor es ese espejo sobre el que escribir palabras nuevas, donde resguardar el léxico y los movimientos capaces de transformar el futuro, de nombrar lo que tanto duele en la boca del poder, en la boca de tantas familias que permanecen ciegas a la identidad y la felicidad de quienes la forman.
En este libro todo son espejos, todo son sombras, todo son noches de cristales rotos, noches en las que la carne que cubre a su protagonista es un pecado de piel extensa que un día no puede dar más de sí y al romperse dibujará para la carismática protagonista de La mala costumbre su verdadero camino:
“A mi madre con los años se le solucionaron los problemas circulatorios y en lugar de un hijo torero parió una hija trans que nunca llegó a comprarle un chalet”.
Otro matiz que llama poderosamente la atención cuando se avanza en la lectura de La mala costumbre es la ausencia de rabia, la calma desde donde se originan los órganos vitales de esta historia, de esta muchacha aislada por el miedo, paralizada por sus necesidades, prisionera en un mundo en el que la libertad debió de ser su unívoca premisa, en un mundo en el que los ídolos eran las diosas del ojalá, en un mundo en el que la madre y el padre pelearon a brazo partido por salirse del estereotipo, por arramblar con la marcada y macilenta norma generacional que estaba grabada a fuego sobre una estirpe de muchachos y muchachas arracimados en los barrios marginales que proliferaron en los extrarradios de un Madrid ahogado por las drogas y por el ansia de esa libertad que siempre se le niega al proletariado o se le cobra a un altísimo precio:
“Mi padre hacía las cosas así, su forma de demostrar amor era no mentirnos nunca, adelantarse a nuestra madurez”.
“Mi madre olía a colonia de bebé y a crema hidratante. A pesar de fumar como si tuviera un hijo en la cárcel, parecía que acabase de salir de la ducha. Como las santas que desafían a la putrefacción oliendo a flores después de muertas”.
La mala costumbre es una prisión con algunos ángulos que alcanzan la belleza extrema, como esos paralelismos con que nos remite al mundo clásico para hacer de la narración un nido de cultura e inteligencia, y con otros que se ven opacados por lo previsible. Y me refiero al decir esto a los diálogos que alberga este libro. Unos diálogos quizás premeditadamente infantilizados para anexionar inocencia y dolor, y que se alejan de la poética y de la poesía que forman el cuerpo principal de esta confesión transversal y atemporal que ha configurado con una inmutable generosidad la autora madrileña. A mi modo de ver, los diálogos son débiles y lo son todavía más si tomamos como punto de referencia el peso poético del comienzo de La mala costumbre o el peso lírico de algunas reflexiones que se van escalonando a lo largo de las páginas de este libro.
Sin embargo, aunque debo mencionar este pequeño ocaso dentro del denso cuerpo de la narración, también he de decir que lo tomo como una juguetona anécdota, como un medido rapto de próspera falibilidad que será subsanado en los próximos trabajos de esta imponente narradora. Una narradora que en el libro que hoy nos ocupa hace de la tragedia un ejercicio de literatura expansiva y cálida, escalofriante y exacta en lo que al miedo y al deseo se refiere:
“Yo no soy ni carne ni pescado. Me gustaría poder pronunciar un nombre para mí en voz alta, uno que me ajuste, pero no lo tengo. Nunca enseño mi cuerpo, porque se me está transformando en un laberinto de carne que se pudre del que no sé salir. Vivo entre dos mundos sin que nadie me espere en ninguno de los dos”.
La mala costumbre es una hazaña en la que el monólogo interior se convierte en un poliédrico diagrama de Venn que desafía su ordenada naturaleza para exhibirse como un monstruo ahíto de filosas incógnitas:
“La noche, cuando no era mía, no era noche. Acaso una versión sádica del día en la que la desinhibición marcaba las jerarquías sociales con más crueldad”.
“La masculinidad era una fuerza chantajista que alcanzaba a todo el mundo”.
Y es también el triunfo de la inquebrantable verosimilitud de dos vidas que se yuxtaponen en el tiempo, pero que se baten de manera encarnizada con el espacio que se ven obligadas a ocupar.
La mala costumbre es una aventura cimentada sobre una beneficiosa caterva de pequeños detalles que hacen monumentales a sus infravaloradas protagonistas. Hay mártires que afortunadamente jamás tendrán cabida en el reino de los cielos y de eso habla esta novela que no tiene lugar para el silencio, esta novela que extiende su lengua sobre la mirada del lector de esa forma en que la aurora boreal extiende su cuerpo para hacer legendario a un cielo que no esperaba poder darle cabida dentro de su humilde boca.
La mala costumbre es un libro versátil, hermoso y vivificante que alberga en cada página una verdad austera y espinosa. Esa herida que nadie quiere palpar, esa herida que tiene mil nombres que nadie pronuncia y entre los que está el que podría transformarla en cicatriz. Es un libro incómodo, porque el sufrimiento siempre lo es, y este libro es sin duda el epítome capaz de acunar todas sus versiones.
La mala costumbre es una tela de araña majestuosa, purísima y liberadora, porque está fabricada con el mejor tejido emocional. Porque posee la biografía de La Peluca, de Eugenia, de Margarita, de La Chinchilla, de esas mujeres que hacen de Dios un payaso que ha perdido el maquillaje que tan pingües beneficios le reporta frente a la sociedad más intachable y biempensante.
La mala costumbre es una novela paralizante y dinámica a partes iguales, ese circo vital en el que la contradicción ha nacido para aniquilar a Dios y al diablo. Una novela hecha de calma y de impaciencia, de reflexión y de omisión, un abismo alimentado por la estricta honradez de una autora que hilvana el dolor con ese pulso con que antes lo hilvanaron narradoras como Karen Blixen, Elena Fortún o Djuna Barnes; una narradora que no soterra la fisonomía de lo incómodo en ninguna de sus palabras, una autora que entra en guerra con lo mezquino y que vive para liberar, defender y ofrecer desde la coherencia y la prudencia la silueta de los territorios conquistados.
‘La mala costumbre’. Alana S. Portero. Seix Barral. 252 páginas.
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