Cuando cumplí 14 años, mi padre me llevó a un club de putas

Foto: Pixabay.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

Uno más. Y van 26 de los relatos de Agosto de ‘El Asombrario’, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado. Hoy, de la mano de ‘El Indio’: “Pensó que ya era hora de que su hijo se convirtiera en un hombre y de que siguiera sus pasos. Él era un ser salvaje. En casa tiraba las colillas al suelo y también los huesos de aceituna, como si estuviera en el bar”.

POR ÁNGELA LÓPEZ

Cuando cumplí 14 años, mi padre me llevó a un club de putas. Pensó que ya era hora de que su hijo se convirtiera en un hombre y de que siguiera sus pasos. Él era un ser salvaje. En casa tiraba las colillas al suelo y también los huesos de aceituna, como si estuviera en el bar. Cogía la aceituna con sus dedos negruzcos, se la metía en la boca y empezaba a masticar con fiereza. Después se sacaba el hueso y lo tiraba al suelo. Hacía lo mismo con las cáscaras de cacahuete.

Le llamaban “el Indio”, por su piel cobriza y ennegrecida, aunque cuando en casa se quitaba la camisa se revelaba una piel blanquísima a la que nunca había dado el sol. Siempre iba manchado del aceite del tractor, con las uñas llenas de mugre que se limpiaba con un palillo mientras se tomaba un anís. A veces se aseaba y se ponía una camisa blanca perfectamente planchada por mi madre.

Se la puso el día que me llevó al club, un antiguo molino de trigo transformado en burdel. Allí todo el mundo conocía al Indio, que abría los brazos y sonreía de una forma desconocida para mí, auténticamente feliz. El dueño del mundo. Su verdadero hogar. Me cogió por el hombro, me llevó hacia la barra, sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la camisa y me lo ofreció. Toma, anda, que ya sé que te fumas alguno por ahí a escondidas. Mejor conmigo que con nadie. Pon de beber, Sheila. A ver qué quiere mi chaval. Venga, pídete lo que quieras. ¡Hoy cumple catorce años! Amagos de brindis de hombres agazapados. Humo.

Yo ya había dejado el colegio, había aprendido a fumar y, de vez en cuando, me tomaba mis copas. No había más opciones. Mis manos ya no eran las de un niño. Hacía chapuzas y ya tenía los dedos gruesos y con grietas. Trabajar y beber: mi vida durante los veinte años siguientes.

Se nos acercó una mujer rubia y robusta. Mi padre la cogió por la cintura y la atrajo hacia él. El anillo de casado en la mano que la agarraba. Ella se dejó y le acarició la espalda, era obvio que se conocían bien. Nunca le había visto esos gestos cariñosos con mi madre. Compartían la copa, se pasaban el cigarro. Risas. El brillo en la mirada del Indio. A ver qué tienes por ahí para mi chico. Le dijo salivando. Se estrena hoy. La rubia se desprendió de él y se alejó. No le cuentes nada a tu madre. Esto es cosa mía. Y ahora tuya, también. Se bebió la cerveza de un trago, puso el codo en la barra y miró a su alrededor como un león a punto de rugir.

Yo ya había visto a esas mujeres, que algunas tardes paseaban por el pueblo. La gente las observaba con incredulidad y excitación, como a personajes de un circo. Ellas eran indiferentes, de cabelleras teñidas y cuerpos cansados, piernas robustas, con heridas. Señoras mayores con ropa de casa. Comían bocadillos, jugaban a las cartas. Fumaban. La espera cotidiana.

Una de las más jóvenes se levantó. Tenía el pelo largo recogido con una pinza. Llevaba una blusa roja y una falda vaquera muy ceñida. Se volvió hacia mí y me señaló con la cabeza la oscuridad de las habitaciones.

Yo escupí el cigarro al suelo y la seguí. Un túnel largo y sin retorno. Al final, casi sin luz.

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