Minas de cobalto: El Congo se desangra para que tú te conectes

Trabajadores hacinados en una mina de cobalto en la República Democrática del Congo. Foto compartida por Siddharth Kara en su cuenta de la red social X

La investigación retratada en el libro ‘Cobalto Rojo’ (Capitán Swing), del investigador y activista Siddarth Kara, revela los abusos inhumanos que se esconden tras la minería de esta materia prima, fundamental para la tecnología y la transición energética, en la República Democrática del Congo (RDC). Una lectura que conmueve conciencias y deja un nudo en el estómago.

“Una avalancha de seres humanos se agolpaba en el interior enorme del pozo de excavación, de al menos 150 metros de profundidad y 400 de diámetro. Más de 15.000 hombres y adolescentes martilleaban, paleaban, gritaban dentro del cráter, sin apenas espacio para moverse. Ninguno llevaba nada parecido a un equipo de protección, solo pantalones cortos, chanclas, quizá alguna camisa”. La descripción es de la mina artesanal de Shabara, de una cooperativa de mineros artesanales llamada COMAKAT, en Katanga, en el conocido como corredor del cobre congoleño. Es una de las muchas que visitó en los últimos años el investigador y activista Siddarth Kara para documentar lo que ocurría en el lugar del que está llegando al hemisferio norte el suministro del cobalto imprescindible para el mundo tecnológico y con nuevas energías renovables hacia el que se está transitando.

Bajo el contundente título de Cobalto rojo. El Congo se desangra para que tú te conectes, hay un viaje al infierno, como el periodista Xavier Aldecoa, también gran conocedor del continente africano, relata en el prólogo. Es un recorrido por ese territorio cuyo sufrimiento comenzó cuando un ser humano de piel blanca, el famoso doctor Livingston, se adentró en lo que más tarde –ya considerado propiedad de un rey belga– pasó a la historia como el corazón de las tinieblas. Y hoy, en 2024, sigue siéndolo a tenor de las escenas que nos retrata Kara. En 295 páginas, te adentra en ese mundo que, desde el nuestro, obviamos porque duele, porque molesta, porque nos apela a una conciencia que, a fuerza de mensajes de márketing, ya sea de empresas o de Estados, hemos adormilado. Y la despierta.

Frente a esa afirmación de que “lo que no se conoce no existe”, este joven de Estados Unidos, cuyos trabajos han sido publicados en los más prestigiosos medios del mundo (BBC, CNN, The Guardian, National Greographic…) nos sumerge en ese cobalto que no vemos, pero que tenemos en nuestros móviles, tabletas, ordenadores, en los vehículos eléctricos y en los híbridos; en definitiva, en todos esos dispositivos para una transición energética y digital que busca el loable objetivo de descarbonizar la economía global, pero, eso sí, sin poner límites al consumo y con una tasa de reciclaje insignificante. No es el único mineral estratégico que hay en África central, pero ese cobalto, que es azul, bajo su lupa se tiñe de rojo por ser uno de los recursos que más sufrimiento humano y destrozo ambiental provoca, que más muerte, más explotación infantil, más violencia sexual, más enfermedad y más miseria genera.

Para sacudirnos, Kara no se queda en las grandes cifras de un negocio del que participan afamadas multinacionales tecnológicas –de esas a las que les gusta usar la palabra sostenibilidad–, sino que nos pone delante los escalofriantes testimonios que encontró en la gente de las ciudades, las aldeas, los caminos, los bosques y las empresas de las provincias mineras congoleñas en 2018

Este texto acompaña a esta fotografía compartida por Siddarth Kara en su perfil de la red social X: "Este es el rostro de un minero artesanal de la RDC que carga sobre sus hombros el peso intolerable de 30 kg de cobalto, y las vidas recargables del mundo".

Este texto acompaña a esta fotografía compartida por Siddarth Kara en su perfil de la red social X: «Este es el rostro de un minero artesanal de la RDC que carga sobre sus hombros el peso intolerable de 30 kg de cobalto, y las vidas recargables del mundo».

, 2019 y 2021. En 2020 no pudo viajar por el covid-19, pero recuerda que precisamente entonces “la demanda de cobalto creció a medida que la gente volvía a depender más que nunca de sus dispositivos”, obligando a cientos de miles de campesinos de RDC a meterse en zanjas y túneles para, por unos dos dólares al día, mantener el suministro que se pedía en ese otro mundo dependiente de las pantallas y de internet.

En su obra no se obvia la historia cruel del Congo, que ya antes había sido para el norte la fuente de marfil que se usaba en dentaduras y teclas de piano, del caucho para neumáticos, del aceite de palma, de diamantes, del uranio para las bombas nucleares y también lo es del coltán (columbita y tantalio) que precisan los condensadores electrónicos. Desde 2012, además, despegó el negocio del cobalto para las baterías recargables y, como señala Karan, se dio otra vuelta de tuerca a la explotación.

Con él conocemos a familias de creuseurs, excavadores artesanales que trabajan en pozos inmundos en busca de heterogenita (la mena que contiene cobre, níquel y cobalto, a veces incluso uranio). Nos presenta a la niña Nikki, de 15 años, que excavaba cuando la conoció con su bebé a la espalda en una zanja, y al pequeño Peter, al que miembros de la milicia mai-mai sacaron de su casa para venderle a un libanés que le llevó a una mina. Y conocemos el escenario en el que se movían, perdidos en algún agujero de esa franja del sur congoleño. “Niños de tan solo seis años adoptaban una posición erguida y hacían acopio de toda la fuerza de sus huesudos brazos para trabajar la tierra con palas oxidadas. Otros se tambaleaban bajo el peso de sacos de rafia a rebosar que arrastraban de las zanjas a las balsas”. Luego, tras lavarse el mineral, como fue minuciosamente documentando, revela el proceso por el cual ese preciado material pasa a la cadena de suministro normal y se tapa toda esa miseria, esa muerte, esa contaminación de aguas que les enferman o les matan. Incluso algunos lo revisten de palabras como cadena de custodia, sostenibilidad o justicia social para que no haya problemas con las ventas.

En esos pasos entre las minas artesanales, que señala que suponen un 30% de todo lo exportado por el país, y las fábricas (casi todas en China), mucho tienen que ver los compradores informales de la heterogenita que recorren las minas (los negociants) y también los puestos de compraventa que hay en todas las carreteras de la zonas que recorrió (los comptoirs). Aunque deberían ser congoleños según la ley, encuentra que casi todos son chinos, que lo venden a empresas chinas, porque resulta que, ya sea en propiedad o por inversiones, de esta nacionalidad son 15 de los 19 grandes complejos mineros industriales en la RDC. Y China, que en 2021 produjo el 75% del cobalto refinado en todo el mundo, ya desde su país lo suministra a los mayores fabricantes de baterías de litio (Samsung, Panasonic, CALT, LG y otros). Son, señala el autor, decenas de miles de toneladas al año y podrían ser millones de toneladas con la expansión de la electrificación del transporte.

Una mujer lleva a su hijo mientras trabaja en una mina de cobalto en la República Democrática del Congo. Foto: Siddarth Kara.

¿Y por qué trabajan en minas artesanales? No, no es una decisión libre. Familias enteras se ven abocadas a ese trabajo, tras haber sido expulsadas de la tierra en la que nacieron, pero que guarda la maldición de una riqueza mineral que parece inagotable. “A medida que empeora la situación de los desplazados por las minas, aumenta su desesperación, lo que les lleva a buscar cobalto en las tierras que antes ocupaban”, asegura tras conversar con muchas de ellas.

En el hecho de que empresarios chinos, con una visión laxa de los derechos humanos fundamentales, se quedaran con las licencias de las minas en Congo tuvo mucho que ver, señala Kara, el gobierno corrupto de Joseph Kabile y los contratos que firmó desde comienzos de este siglo con el presidente Jiang Zemin y más tarde con sus sucesores, que han ofrecido en África infinidad de acuerdos de intercambio de infraestructuras por recursos naturales. En Congo, gracias a los acuerdos con Kabile, se quedaron con la explotación de las minas y sin pagar impuestos; es decir, sin que el Estado recibiera fondos con los que fomentar el desarrollo en las zonas afectadas. Una bicoca, habida cuenta de que muchas carreteras se construían precisamente para sacar los minerales.

Sobrecoge pensar en esas aldeas llenas de polvo que continuamente inunda los pulmones, en los inmensos cráteres hechos con martillos en los que un adulto consigue de media 2,8 dólares por saco lleno de heterogenita –“ las mujeres se les paga menos”, dice uno de los preguntados– y en cómo tantos se mueren sin llegar a saber que ese cáncer que los mató jóvenes es más que posible que se deba al uranio o el níquel que cogieron con las manos. Duele ese niño que no sobrevive a una caída en un yacimiento cuando debería estar aprendiendo a leer. “Antes de conseguir una autorización, las empresas deben presentar al gobierno un plan de residuos y, por supuesto, no respetan sus planes, pero el gobierno tampoco envía nadie a controlar sus actividades”, cuenta otro entrevistado por Kata.

En su viaje también conoció a miembros de organizaciones que, financiadas por Europa, querían mejorar las cosas, eliminar el trabajo infantil, lograr salarios dignos, aunque con escaso éxito. “Al final, las empresas extranjeras argumentarán que no emplean a mineros artesanales y que la responsabilidad no es suya, aunque el cobalto sí proceda de ellos… Y las empresas tecnológicas y de vehículos eléctricos dirán que la responsabilidad es de los más bajos de la cadena”. Asegura también que en todo el Congo no oyó hablar de iniciativas como la Global Battery Alliance o la Responsible Minerals Initiative que se usan para asegurar que los minerales cumplen con los derechos fundamentales. Sí que descubrió que, además de comprar mineral de origen artesanal, las grandes mineras industriales permiten esa actividad en sus propias concesiones, porque con ese método manual se consigue hasta 10 o 15 veces más producción. Incluso las que le dijeron que eran minas “modelo” resultaron ser impensables en un país desarrollado. Tan solo alguna era un grado menos infame.

Si el cielo abierto de ese cinturón de miseria se ve desde el espacio, lo que no son visibles son los túneles de las minas más peligrosas, algunos a 30 o 40 metros de profundidad. Cuando llueve, a veces se caen sepultando a trabajadores que no serán noticia en ningún medio del mundo. “Pocas personas tientan a la providencia con más valentía que un minero artesanal excavador de túneles” en el Congo, una vida que se juegan por una media de 5 dólares al día, que es lo que les dan los intermediarios por la heterogenita que consiguen.

En el epílogo, Siddarth reconoce: “A veces se me rompía el corazón, me sentía furioso y conmocionado por lo que había visto en el Congo”. Y es exactamente cómo el lector o lectora se siente acercándose a esas historias con las que no es posible adormilarse.

Que la UE el pasado verano hiciera un reglamento por el cual solo el 16% del cobalto usado en baterías industriales tenga que ser reciclado, y de aquí a ocho años, da idea del largo camino que queda por recorrer para acabar con ese infierno en la Tierra que parece de tiempos tenebrosos superados, pero que convive con nuestro presente.

 

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