Molly, nuestra nueva compañera

Chop, el padre de Molly, ante la atenta mirada del hijo de la autora. Foto: Victoria Iglesias.

Emprender un camino de tierra o emprender un camino vital, o las dos cosas. De repente, un señor que desconocemos nos regala un cachorro de Border Collie y sin pensarlo cometemos la locura.
Este texto, dedicado a Molly, es sólo una parte del largo camino.

El puente deja a un lado el pueblo y la montaña de granito, y se adentra cruzando las vías del tren hacia un sendero de monte bajo. Entre encinas y lindes de piedra arrastramos ya la aridez del calor seco, apurando el filo de las zarzas y los golpecillos de las piedras en los tobillos, que son como esos huesos de las frutas sabrosas que por contraste dan presencia a algunos momentos. El sol todavía nos pega fuerte, lejos de la ciudad, este día de finales de junio.

Al llegar a un seto de arizónicas, que parecen una pieza de puzle mal colocada reverberando en los ocres, unos perros comienzan a ladrar y se topan contra los portones metálicos. Estos retumban antes de que chirríen las bisagras y un señor de torso desnudo asome su oronda tripa. Detrás de él una bóxer enana con la lengua fuera y los ojos fijos saltones, brillantes y redondos, que nos miran con ganas; y a su lado un chucho movido por un invisible resorte dando botes.

El señor lleva atado el pantalón con un cordón. Es casi negruzco. Las cejas espesas como matas dibujan la línea, que como un tajo, parte su cabeza haciendo de su frente y de lo de más arriba un mundo inconexo con el resto.

“Se puede decir que este señor es muy de pueblo. Y estamos ante una escena muy rural”,

comenta sonriendo mi hijo antes de certificar, ahora con desagrado, que mi móvil se acaba de quedar sin batería: “muy normal en ti, mami”.

Bajamos por un sendero a la derecha del portón mientras este vuelve a chirriar. Una nube nos da la oportunidad de siluetear un pájaro propulsado por nadie sabe qué ni quién, mientras nos preguntamos por qué siempre hay un pájaro que lleva más prisa que el resto. Siguiendo su estela el niño empieza a acelerar delante de mí. Y, de repente, al contemplarlo desde atrás, surge ese instante en que le miro desde fuera… más definido, más alto, largo y todavía más delgado incluso que cuando le recogí hace hora y media en el colegio. Y es entonces cuando empiezo a ser consciente de que debo de haber estado, casi siempre, mirándolo desde dentro.

Ha pasado todo el viaje en el tren, y ahora en la larga caminata, se comporta como ese pájaro propulsado consumiendo el tiempo con ansia, expectante, queriendo llegar… Y en este preciso instante, después de que el camino dé un nuevo giro, él, a dos meses de cumplir 12, se detiene en seco al contemplar al fondo una formidable silueta envuelta en una nube de polvo.

Nos quedamos quietos. Si en la cabeza de mi hijo suena una música, en este momento será sin duda la de Bohemian Rhapsody y su ídolo Mercury preguntándose si eso que está viendo es realidad o fantasía.

Una mancha blanca y negra destaca en su cara. La figura avanza hacia nosotros alegre y vuelve a parar. Hasta que ya más cerca fijamos nuestras miradas… En el ojo nos parece ver un parche negro. Respira deprisa, sin duda por el calor. Inclina su cabeza a un lado, luego al otro. El niño corre a su encuentro. Las cuatro patas se lanzan en carrera para terminar en un círculo, mientras parece pastorearnos con la lengua colgando y la mirada de lado atenta.

Molly y sus ojazos. Foto: Victoria Iglesias.

Detrás aparece por fin Javier (el dueño del perro y de la casa que estamos buscando): alto, muy flaco, de pelo largo. Es la primera vez que le veo desde que un día, por casualidad, le encontré subiendo la calle Atocha en bicicleta. Y si ya antes me pareció un tipo peculiar, ahora me parece un Robinson en medio de la dehesa…: “Es el padre”, nos dice. “El padre de vuestra Molly. Se llama Chop”. Y confieso que al ver al animal se me saltan unas lágrimas secas.

Mi hijo y Chop, que son ya pareja, se adentran por un pequeño camino bajo la sombra tupida que se ha ido construyendo el Robinson acercando las ramas de fresnos, sauces, olmos y algún chopo.

Está a unos pocos metros de ver por vez primera a la que será su perrita Molly. Nuestra ya querida Molly, Molly Bloom la llamo yo, Molly Howie mi hijo, o Moly… el Ulises que va y viene de y a nuestra guarida.

Puede que continúe…

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