Morandi en Madrid: intentando atrapar el misterio de las cosas
Bajo el título de ‘Morandi. Resonancia infinita’, la Fundación Mapfre expone en Madrid una gran retrospectiva del pintor italiano de las formas puras a través de más de cien lienzos y grabados, con los que dialogan además algunas piezas que su obra inspiró en 26 artistas contemporáneos como Dis Berlin, Alfredo Alcaín, Joel Meyerowitz, Tacita Dean, Gerardo Rueda, Edmun de Waal y Catherine Wagner.
El otoño ya trajo las primeras gotas de lluvia, el jersey y los calcetines, la taza caliente, las hojas muertas que pisas. Ahora todas las cosas surgen nuevas bajo otra luz más delicada, pero son las mismas cosas de antes iluminadas de otra forma. Estamos rodeados de objetos inertes que apenas vemos, pero cuando se observan con los ojos de la imaginación o la memoria revelan el minucioso relato del tiempo en el que transcurre la vida. Descartes decía que si imaginaba un triángulo no solo podía concebir una figura de tres líneas, sino que podía contemplar la figura con los ojos del espíritu.
En esta sala de la amplia retrospectiva que la Fundación Mapfre dedica a Giorgio Morandi (Bolonia, 1890-1964) hay dos cuadros colgados simultáneamente que me habían parecido casi iguales: Naturaleza muerta, de 1936, y Naturaleza muerta, de 1946. Con este título hay muchos más en toda la exposición, porque el pintor nombraba todas sus composiciones con esos convencionalismos, como Flores o Paisaje, pero a primera vista estos dos bodegones contienen los mismos objetos: cuencos de porcelana azules o blancos, una botella blanca, una especie de salero azul y amarillo y otro recipiente blanco con una hendidura. Llevo un rato comparando uno y otro porque las piezas están colocadas casi en el mismo orden sobre una mesa ante un fondo similar de tonos ocres, iluminadas con idéntica luz que viene desde la izquierda y prolonga sus sombras de igual modo en un cuadro y en otro. En la composición del 36 hay dos cuencos azules y solo uno blanco, pero diez años más tarde los cuencos blancos son dos y los dos azules solo tienen coloreado el borde. Igual que hablan las líneas vacías entre los versos de un poema, esa mudanza y desaparición de los objetos que amueblaron la cotidianidad del pintor durante diez años traza una historia melancólica y lenta de todo lo que perdemos y olvidamos, de lo que vamos dejando caer mientras atravesamos el tiempo.
Morandi pasó casi toda su vida en su casa-taller de la Via Fondazza, en Bolonia, donde estudió en la Academia de Bellas Artes. En sus comienzos se vio influido por las sucesivas vanguardias que exploraban las nuevas representaciones de la realidad: el impresionismo y el postimpresionismo, el cubismo de Braque y Picasso, y más tarde la nueva corriente metafísica de artistas como Giorgio de Chirico, en cuyas pinturas los objetos adquirían una condición misteriosa y mágica. Pero Morandi se apartó de todo eso y empezó a indagar por su cuenta en la realidad más cercana y doméstica, observando incansablemente las cualidades de los objetos que le rodeaban, su volumen y textura, su color, el peso que adquirían al colocarlos sobre una superficie contra un fondo aparentemente neutro, hasta lograr esa entidad densa que los posa en el silencio y que es el sello Morandi. Sus cuadros no son descriptivos sino espirituales, por eso nos resultan fascinantes, y al mirarlos entendemos la larga búsqueda del pintor a través de la bidimensionalidad del lienzo y su íntima lucha por trascenderla. “Lo que importa es tocar el fondo, la esencia de las cosas”, decía.
El autor argentino Antonio Di Benedetto escribió un relato titulado El abandono y la pasividad en el que no hay personajes, solo descripciones minuciosas de los objetos de una habitación y las evoluciones de la luz y el polvo posándose sobre ellos a lo largo de los días: ropa y zapatos de mujer y de hombre, un papel escrito, un vaso de agua, un florero, un reloj. Siempre son los mismos objetos, que observados de este modo se destacan de la realidad y adquieren la capacidad humana de narrar la historia. Igual que en sus naturalezas muertas, los Paisajes y las Flores de Morandi también parecen vivos en su inmovilidad, envueltos en esa misteriosa neblina de los colores característicos de su paleta que los vuelve casi irreales, como observados a través de un velo de memoria. Creo que es la artista conceptual americana Catherine Wagner quien logra captar esa cualidad de evanescencia en la pieza de su serie Shadows que contemplo en una de las salas: una impresión digital a partir de fotogramas creados con geles de colores, donde solo se ven las sombras tenues que proyectan los objetos reales que utilizó el pintor italiano para sus bodegones.
Morandi dijo una vez que si hubiera nacido 20 años más tarde habría sido un artista abstracto. Se nota en sus últimos cuadros, donde los objetos se diluyen casi informes en pinceladas rápidas, apresuradas, como si esa búsqueda obsesiva del significado profundo de la materia en los volúmenes y claroscuros de sus tazas y botellas le hubiese agotado. “Creo que no hay nada más surrealista, nada más abstracto que lo real”, concluyó en 1955 durante una entrevista para Voice of America. Sartre afirmaba que un objeto se definía solo por la conciencia que tuviéramos de él, y que por eso de su imagen no se podía aprender nada que no se supiera ya de antemano. Quizá Morandi llegase al final a la misma conclusión, aceptando con un poco de tristeza después de entregar su vida a ello, la imposibilidad de apresar ese misterio.
‘Morandi. Resonancia infinita’. Fundación Mapfre, Sala Recoletos. Madrid. Hasta el 9 de enero 2022.
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