La mujer que amaba el desierto y a los indios americanos

El valle de la muerte en el Desierto de Mojave.

El Valle de la Muerte en el Desierto de Mojave, EE UU.

Días de casa. Qué mejor que disfrutar de la naturaleza de otra manera. A través de la literatura. No es tan mal plan. Hay una pequeña nueva editorial, Volcano, que lleva tres años y 18 libros volcada en la ‘nature writing’, literatura de naturaleza. Con ella y dos de sus últimos libros os vamos a llevar un poco de aire fresco a casa. Que lo necesitamos. Hoy, el desierto de Mojave a través de Mary Austin.

“Es duro escapar a la sensación de dominio mientras las estrellas se mueven en cielos despejados y amplios en ascensiones y ocasos sin obstáculos. Se ven grandes, cercanas y palpitantes; como si se movieran por alguna mansión que no hay necesidad de declarar. Rodando hacia las estaciones celestes, hacen que las preocupaciones de este pobre mundo no tengan importancia. Como no la tienes tú, que yaces ahí fuera observando, ni el flaco coyote que está junto a ese arbusto y aúlla y aúlla”.

Así escribía la estadounidense Mary Austin (Illinois, 1868 – Nuevo México, 1934) (sí se llama igual que muchas otras, como por ejemplo la mujer que tuvo cierto romance con Freddie Mercury). A esta Mary Austin se la puede considerar una pionera en la defensa del medioambiente y los derechos de las mujeres y grupos minoritarios como las poblaciones indígenas del Oeste norteamericano. Esa determinación la podemos intuir por su retrato oficial con sombrero, una mujer dura, de mandíbula marcada, labios gruesos, pelo largo, mirada que traspasa lo que tiene justo delante y va más allá.

Volcano editó en otoño su primer libro La tierra de la lluvia escasa (1903), con traducción de Eva Gallud. Resalta la solapa del libro: “En California pronto aprendió a amar el desierto y los pueblos nativos”.

“La forma paiute de contar el tiempo me atrae más que cualquier otro calendario. No tienen dioses paganos ni grandes deidades, ni sucesiones de lunas como tienen los hombres rojos del este y el norte, pero cuentan hacia adelante y hacia atrás según el progreso de la estación; en la época de taboose, cuando las truchas comienzan a saltar, el final de la cosecha de piñones, cerca del inicio de las grandes nevadas. Tienen más cercano el sentido de la estación, que va pronto o tarde según las lluvias se adelanten o se retrasen. Pero siempre que Seyavi cortaba sauces para sus cestas era una época dorada, y el alma del tiempo entraba en el bosque”.

Mary Austin.

Como se explica en el prólogo de La tierra de la lluvia escasa, tras la muerte prematura de su padre, su madre decidió marchar con sus tres hijos hacia el Oeste, emprender la tan cinematográfica aventura de la colonización del Oeste americano. La experiencia no fue nada bien, debido a la extrema sequía del territorio donde se asentaron, el Valle de San Joaquín. Pero la escritora se quedó prendada de esa áspera y reseca belleza del paisaje desértico, comenzó a estudiarlo en profundidad y a describirlo con una precisión y poesía que pocas veces se ha vuelto a repetir. Los mejores escritos de Austin, relacionados con la naturaleza o la vida de los nativos americanos, recuerdan el trabajo de otros escritores de aquel continente pioneros en la defensa del medioambiente como Ralph Waldo Emerson y John Muir por su tono trascendental y cierta inclinación primitivista.

“El abedul comienza lejos, en las marañas del cañón, es más conservador. No se atreve en los lugares que ocupa el hombre y necesita que la permanencia de su bebida esté asegurada. Se detiene a poca distancia de los límites estivales de las aguas, y nunca los he visto tomar posiciones en las orillas más allá de las tierras labradas. Hay algo parecido a la premeditación en la evitación de los caminos cultivados por parte de ciertas plantas que crecen en la orilla del agua. La clemátide, que mezcla discretamente su follaje con el de su anfitrión, baja con la maraña de arroyos hasta las vallas de las aldeas, las salta hacia rincones de pastizales poco utilizados y las plantaciones que crecen alrededor de pozas de aguas servidas; pero nunca se aventura a crecer en el camino de la pala o el arado; no la convencerás de crecer en ningún jardín”.

Mirad con qué original delicadeza habla de las plantas y las aves.

“No es fácil estar siempre atento a la maduración de los frutos silvestres. Las plantas son tan discretas con sus procesos materiales y en el momento cumbre siempre hay alguna otra flor que ha alcanzado su perfección. No se puede fijar el instante preciso en el que el matiz rosado que tiene el prado debido al almendro del desierto se convierte en el azul inspirador de los lupinos. Uno percibe aquí y allá, una punta florida y al día siguiente todo el prado ondula suavemente con el viento. (…) Desde mediados de verano hasta que llegan las heladas, la nota dominante en el prado es un dorado claro, que pasa al tono oxidado de la forestierra que comienza a declinar, una sucesión de tonalidades gestionadas de forma más admirable que la transformación de una escena en el teatro. (…) El momento de plantar pepinos y sacar los repollos puede que esté escrito en el almanaque, pero no el momento de la semilla o la flor en el prado de Nabot”.

“Las aves silvestres, en hordas de graznidos, anidan en los tulares [vegetación de espadañas o eneas]. Cualquier día de suerte se elevará desde las charcas abiertas la gran garza azul con sus alas huecas. En las tardes frías, el ánade real grita sin parar desde las charcas espejadas, el bramido hueco de los avetoros se despliega por los caminos de agua. Aves extrañas y llegadas de lejos se recortan contra el cielo otoñal azafranado. Durante todo el día las alas baten por encima con difusa velocidad; largos vuelos de grullas destellan en el crepúsculo. Por la noche uno se despierta para escuchar el sonido de las ocas. Uno desea, pero no consigue, un habla más cercana de aquellos que las marismas se han tragado. Qué hacen allí, qué comen, qué encuentran, es el secreto de los tulares”.

Y cómo llega a meterse en el paisaje del desierto de Mojave (de una extensión similar a Andalucía y Extremadura juntas), a implicarse tan profundamente con esas mesetas abrasadas, hasta identificarse con él:

“Me gustan esas treguas de viento y calor que da el desierto, si no, no sé cómo habría hecho tantas amistades con las criaturas furtivas. Me gusta ver los halcones sentados y atemorizados en agujeros someros, sin atreverse a desplegar ni una pluma, y a las palomas en fila junto a los arbustos espinosos, y al ganado con los ojos cerrados, con la cola en dirección al viento sumido en una somnolencia paciente. Me gusta cómo la arena cubre las dunas y encontrar pequeñas serpientes enroscadas en espacios abiertos, pero no me gusta encontrarme con las ovejas en mitad del viento. El viento les arrebata las pocas luces que tienen y parece que no han aprendido a caer en ese hipnótico estupor autoinducido que la mayoría de los animales salvajes sufre cuando tiene que aguantar las inclemencias del tiempo”.

Mañana, ‘El Asombrario’ y Volcano Libros os llevará la naturaleza del Cape Code a casa con las palabras de Henry Beston en ‘La casa más lejana’.

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