Mujer tenías que ser, calladita estás más guapa, no seas feminazi

La escritora María Martín Barranco.

Las palabras y sus significados no son neutros: producen, reproducen y fijan la realidad. De eso va ‘Mujer tenías que ser’, el libro de María Martín Barranco que cuenta la necesidad de un lenguaje que permita saltar las barreras del machismo para que las mujeres puedan ser tan iguales y libres como ellos (lingüísticamente hablando, que marca e importa). Todo un ensayo sobre feminismo y lenguaje.

“La lengua materna es la madre de todos los machismos porque prácticamente todos se interiorizan a través de ella. Aprendemos a estar en segundo lugar, a desaparecer en beneficio de otros intereses, a pensarnos como ajenas. Todos los mecanismos de invisibilización y subordinación se aprenden con el lenguaje (cada quien con el suyo y cada sociedad con sus propias formas de mostrar el machismo). Los mecanismos lingüísticos no son los mismos, la reproducción del machismo se hará de forma diferente, pero se hará: es imposible que una sociedad machista no tenga una lengua machista. Lenguaje y sociedad se retroalimentan”.

Así de contundente responde por mail la abogada y especialista en intervención social María Martín Barranco. Habla del libro Mujer tenías que ser. En sus respuestas, como en el volumen motivo de la entrevista, escribe y se expresa con retranca, humor y sarcasmo. No lo puede evitar. Diría que se pone hasta un poco mala, es decir, aburrida, harta, nada que ver con el periodo. “Nuestros estar mala son tantos… Lo doloroso es que el estar mala más universal (en casi todos los idiomas) tenga que ver con un proceso fisiológico natural. Es demoledor que se nos diga que nos “hacemos mujeres” al menstruar y se asocie a estar enfermas”, afirma en la charla para entrar, como hace en el volumen editado por Catarata, en la construcción de lo femenino a través del lenguaje.

Ya parece que se empieza a entender que el lenguaje también es político. ¿Por qué cuesta tanto entenderlo?

Tenemos, en general, conciencia de que las palabras pueden transformar la forma en las que la sociedad ve los problemas y sus soluciones. Lo que cuesta entender (o directamente provoca rechazo) es hacer el menor esfuerzo, intelectual o lingüístico, para nombrar a las mujeres. El razonamiento parece ser: si hemos esperado hasta ahora, ¿por qué no seguir haciéndolo indefinidamente? El masculino supuestamente genérico lingüístico es el “calladita estás más guapa”.

¿Por qué nos resulta tan difícil detectar el machismo en el lenguaje?

Porque la forma en la que hablamos es, ni más ni menos, la manera en la que somos y vemos el mundo. Si has asumido a nivel simbólico la subordinación y la invisibilidad. Si asumes esos “yo como mujer me siento representada en el masculino genérico”, o “qué tontería que estéis invisibilizadas, el masculino ya os incluye”, el resto de los mensajes que refuerzan expresamente el machismo (“mujer tenías que ser; calladita estás más bonita; la suerte de la fea la guapa la desea…) solo apuntalan una base ya de por sí sólida. A veces rechazamos lo expreso y abrazamos amorosamente lo sutil. Resultado: “el ni machista ni feminista” que tanto ha calado en la sociedad.

A veces no nos damos cuenta (desde el feminismo) de que hay algo que la sociedad ya sabe y hasta hace no tanto no tenía asumido: ser machista es un asco. Y nadie, ni quienes se saben machistas en grado sumo y ejercen su machismo a conciencia, es decir, machirulos y señoros, quieren que se les señale como tales. Por eso ahora la táctica de la RAE pasa por denominar a lo que antes llamaban “masculino genérico” de… (¡tachán!) “masculino inclusivo”. Nos dicen que el lenguaje no cambia la sociedad, pero quieren dejar de ofrecerse a la sociedad como carcamales machistas en lugar de variar su actitud cambiando la palabra. Es una victoria simbólica. Nos han dado la razón: el lenguaje importa.

En tu libro recuerdas que lo que no se nombra no existe, pero ¿qué sucede con lo que se nombra para que exista un significado determinado?

Se hace constantemente desde el poder y desde quienes ostentan la hegemonía de cualquier tipo, sea lingüística, racial, política o religiosa. El problema es que solo se nos reprocha y rechaza cuando somos las feministas quienes lo hacemos (miembra, presidenta, portavoza, usuaria, monomarental…). Nunca pasa con palabras que se inventan para denigrarnos o insultarnos a las mujeres (hembrista, feminazi, terf). Tampoco enfadan tanto las que se inventan para desmontar la percepción de la desprotección social (llamar regulación de empleo a los despidos) o las que se crean para demonizar y deshumanizar colectivos discriminados (mena, por decir alguno de mucha actualidad y que me parece peligroso en grado sumo).

Crear palabras es legítimo, es una de las estrategias mediante las que las lenguas evolucionan y se adaptan. El problema está cuando las palabras se crean por quienes tienen situaciones de privilegio con la intención de perjudicar, de esconder, de atacar, de denigrar, de crear realidades paralelas.

Según el diccionario, a una mujer se le dice «serás puta»… y se acierta casi siempre.

Sí. A las mujeres se nos puede llamar putas por casi todo (y casi todo ello, además, de forma subjetiva, dependiendo no de lo que hagamos sino del criterio de quien lo dice). Algunos ejemplos de actitudes que se incluyen en sinónimos de prostituta en el diccionario de la RAE y solo para las mujeres son libre, desenvuelta, de poca estimación, de poca estimación pública, de conducta dudosa, conducta moral o sexual reprochable… Y acaba de dejar de ser un oficio para el diccionario en diciembre de 2020.

Hay más putas que putos, lingüísticamente hablando.

Putos hay tres o cuatro en el diccionario. Uno de ellos como “sodomita”. Y no son calificativos que se dejen al criterio de nadie: o “sodomitas” u hombres que tienen relaciones sexuales por dinero. Nada de moral, ni de conductas dudosas, oficio ni estimaciones pocas o muchas.

Pero ¡pobres hombres!: los feos y flacos apenas cuentan con términos para nombrarlos. Ni los sílfidos. Se pierden también el “furor uterino”, diccionario en mano.

Ellos son, en el lenguaje común, fofisanos, gordiguapos. Y aunque “de puta madre” se ha dicho desde hace mucho, hasta que no se ha puesto de moda “putoalgo” (se escribe junto, no lo olvides, no vaya a tirarte de las orejas la RAE) no se ha convertido en intensificador. A toda prisa.

Sí, hay que acuñar términos como si no hubiera mañana. Porque la realidad, tal y como la percibimos las mujeres, no está en el diccionario oficial. “Señoro” ha sido elegido “Neologismo NEROROC 2020”. En Instagram en un concurso, me han dejado más de 90 definiciones de “machirulo”. “Monomarental” no existía, pero designa una realidad específica que, por ser “de mujeres” y perjudicarnos solo a nosotras, es importante distinguir de “monoparental”. Sí, “señoros”, sabemos que no viene de “padre” sino de “pariente”; pero para poder describir con exactitud la realidad, el que sea un pariente o una parienta (se dice así según la RAE, a mí que me registren) marca una diferencia considerable. No había una palabra para nombrar una realidad mayoritaria, ahora la hay. Pues hasta de eso se quejan.

Tampoco hay ninfómanos. ¿Nos inventamos una palabra?

En psicología, el comportamiento de un “ninfómano” (apetencia sexual insaciable, que es como se describe la ninfomanía en el diccionario de la RAE en la mujer) sí tiene un nombre: satirismo, que no está en el diccionario. Será que los “señoros” de la RAE no creen que una cosa tan nimia haya que mencionarla. Porque si vas a “sátiro” la sorpresa es mayúscula y te encuentras que una de las definiciones es “delincuente violador de mujeres”. ¿Ves ahí apetencia insaciable como la de las ninfómanas por algún sitio? Todo parece aséptico, incluso la violación de mujeres. Por cierto, si violas hombres ya no eres sátiro, ya eres otra cosa. Tampoco he encontrado la palabra. Hombres blancos, católicos y heterosexuales, ese es el “modelo humano” del Diccionario de la Lengua Española (DLE).

Recoges también unas palabras de Assumpa Bassas y Eugenia Balcells: “Debemos atravesar aquellas formas de lenguaje que nos limitan y utilizar e inventar otras que  nos permitan ser”. Dame ejemplos. Se me ocurre rescatar “Mujer de costumbres sexuales muy libres”, que, como cuentas, hasta el año 2001 era putón. ¿Qué nos inventamos?

Es difícil: son muchos “señoros” y muchos siglos de práctica. Que periquear, como se definía hasta 2014, fuese “dicho de una mujer: disfrutar de excesiva libertad” me parece difícil de superar. Creo que atravesar esa forma que nos limita pasaría por que una mujer que hace con su vida sexual lo que le dé la gana no mereciera un nombre específico.

¿Me podrías hacer una definición de los miembros de la RAE? Imaginar cómo son para entender que puedan incluir con rapidez y ligereza una palabra como muslamen y no otra también usada como gigolo

Yo me imagino a los académicos starmedia repatingados en sus sillas correspondientes con un carajillo y un puro, mirando por encima del hombro a las académicas que toman la palabra, preguntándose qué hacen ellas ahí. Y al resto, perplejos, preguntándose qué hacen ellos ahí junto a esos especímenes si no son unos viejunos antifeministas. No soy capaz de ponerme en esas cabecicas, la verdad. Desde luego, parece que la voz cantante la llevan los señoros de altavoz mediático. Pero, cierto es, que no deben de ser los únicos y que hay unas mujeres que tienen voto (seguro, lo dicen los estatutos), pero no sabemos si tienen voz, puesto que las deliberaciones de la RAE son privadas. No sabemos qué se cuece.

¿En qué machunadas sigues cayendo lingüísticamente hablando?

¡Menudo compromiso! Ahora, si cometo otras, me van a leer la cartilla en las redes sociales. Aun así, me lanzo. Escribiendo, el corrector de textos es mucho más machirulo que yo y me da cada disgusto que para qué te voy a contar. Pero, al escribir, casi nunca se me escapa nada. Mal ejemplo daría si ni releyéndome acertara.

Hablar es otro asunto. En 2020 (con pandemia y todo) he hablado en público más de 300 horas. Muchas de ellas de entrevistas en directo o conferencias que se grababan. En ellas hay muy pocos deslices. De ellos, lo que se escapa más veces es el masculino genérico. A estas alturas casi nunca inadvertidamente, pero hay ocasiones en que en una conversación cualquiera, ¡zas!, dices un nosotros y te chirrían hasta los dientes. Pero se ha escapado y ahí se queda.

Cuando te relajas es diferente. Quien diga que habla lenguaje 100% no sexista e inclusivo en la intimidad o no sabe qué son o se engaña. Tendrá que pasar todavía más tiempo para que lo que ahora hacemos como político pase a ser personal (en el sentido de íntimo). La fluidez es un proceso complejo.

Lo que me costó más fueron los insultos. Sí, ¡trece años de cole de monjas para acabar insultando de forma patriarcal! He ido sustituyendo aquellos de los que he tomado conciencia. Unos por sexistas, otros por homófobos, todos por patriarcales. He dejado de decir “de puta madre” aunque sea un matiz positivo. Hija o hijo de puta los sustituí por “de cura” o “de putero”, dependiendo de mi humor. Ahora intento dejar la filiación, que al fin y al cabo pasa por nuestros cuerpos. Tampoco digo “cabrón”, que vuelve a ser un insulto que pasa por persona interpuesta (sea esta mujer u hombre). A veces uso “cabrona”, pero en sentido positivo, si es con alguien de mucha confianza que puede entender el contexto.

Hay una que yo no he usado nunca pero es también machista en grado sumo: “malfollada”. Una palabra que normalmente dicen hombres que consideran que ellos tienen la “varita mágica”, literal y figuradamente, para arreglar tus problemas. Es, a la vez, una forma de decirte el pack de estereotipo feminista: histérica-amargada-necesitas un tío.

Otras a desterrar: “A tomar por culo”. ¿No es absolutamente heteronormativa y homofóbica? La detesto (aunque a veces la he usado en redes, justamente, para escandalizar y hacer notar lo agresiva que es aunque se haya normalizado). “Gorda, foca, vaca, palillo…” o similares. Los cuerpos de las mujeres son sistemáticamente juzgados y usar palabras que han dejado de describir para insultar por no tener un cuerpo que se adecúe a los cánones irreales del patriarcado me parece imprescindible para nuestra salud mental y nuestra autoestima.

Hay un nuevo insulto misógino usado alguna vez (como casi todos los insultos) como descriptor y que ahora ha dejado de serlo para ser insultante: terf. Se ha creado exclusivamente para describir a mujeres feministas (como “feminazi”, otra palabra a desterrar) y se usa para marcar al grupo, deshumanizarlo y exponerlo al acoso y la ira públicas. Curiosamente, es malo en neutro, terf, y es aun peor en femenino, terfa. Una muestra de cómo no hay problema en nombrar a las mujeres ni en acuñar palabras nuevas cuando es para insultarlas.

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