Volver al museo, volver al Thyssen, volver a contemplarnos a nosotros mismos
Creo que nunca habíamos hablado tanto de la realidad como en este tiempo, porque la realidad, tal y como la vivíamos, se ha vuelto inconsistente. De pronto nuestro mundo ha dejado de imitar al mundo, y se ha convertido en un paisaje extravagante y a ratos desconocido, igual que en los sueños o en esas visiones en las que se entretiene nuestra imaginación cuando la dejamos elevarse lejos. Quizá por eso cuando entré esta mañana al atrio del Museo Thyssen me pareció que no era yo la que se movía por allí, sino una figuración de quien debía yo de ser en un tiempo sin tiempo, y que atravesaba un escenario conocido y a la vez nuevo, como cuando sin despertarte del todo abres los ojos y la realidad se funde dulcemente con la vida que estabas viviendo mientras dormías.
Tras permanecer cerrado tantos días, este museo ha reabierto al fin sus puertas. Aún hay periodistas que vinieron temprano a cubrir la noticia y que charlan en pequeños grupos o pasean arriba y abajo atendiendo llamadas, intercambiando quizá impresiones con otros colegas que han acudido también a la reapertura del Prado o el Reina Sofía. Hay un aire de expectación sosegada en la forma en la que van entrando los visitantes con su pase, mientras se frotan las manos embadurnadas de gel: con el aplomo de quien sabe que, pese a encontrarse haciendo lo mismo en la realidad de siempre, están viviendo un hecho extraordinario.
Y yo diría que también lo percibe Evelio Acevedo, director gerente del Thyssen, mientras conversamos sentados en uno de los bancos que hay en el recibidor del museo. La luz intensa de esta mañana de sol atraviesa las claraboyas que abrió Moneo en lo alto de la sala y lame las paredes tiñéndolo todo del mismo tono anaranjado. Esta claridad que tamiza la amplitud del espacio y el murmullo de las voces a través de las mascarillas impregnan la atmósfera de algo místico, como en los templos. “La cultura y el arte aportan un conocimiento esencial”, me está diciendo Acevedo, “cumplen una función importantísima en el desarrollo de una sociedad. En el museo tenemos muy presente nuestra función educativa, por eso las salas están organizadas de manera que cuando el visitante las recorre admirando la colección, también está aprendiendo la historia de la civilización occidental, desde el siglo XIII a las vanguardias del siglo XX”. Conscientes de la importancia de esta labor de difusión, me explica, tanto la exposición permanente como las últimas temporales ya estaban disponibles de modo virtual. Durante el confinamiento el museo ha desarrollado también la audioguía que acompaña la muestra temporal de Rembrandt que se ha prorrogado hasta agosto: “Hemos trabajado muy intensamente para desarrollar la visita virtual: una tecnología que nos permitirá llegar a más personas, más lejos, reforzando además los contenidos de la página y refrescándolos casi a diario con nuevas actividades, como ciclos de cine, conferencias, foros, conciertos, que atraigan a públicos diversos. Y la visita virtual no es solo un recorrido, sino que ofrece la posibilidad de que un guía vaya acompañando físicamente por las salas a los visitantes, en grupos de unas veinte personas conectadas a la vez, para detenerse en las obras más representativas y atender preguntas o explicar detalles”.
Como ocurre en otros museos, más de la mitad de los visitantes del Thyssen proceden del turismo internacional que ahora está cerrado; por eso hablamos también del futuro que nos espera. Pero este hombre elegante y cordial tiene plena confianza en esa nueva realidad venidera. “La tecnología ayuda al museo a llegar a todas partes, nos ofrece recursos asombrosos para la difusión del arte, pero la emoción del arte en directo es insustituible; por eso creo que cuando esto pase todo volverá a ser igual, y para los amantes del arte el museo seguirá donde siempre, con sus puertas abiertas”.
Puede que esa “emoción del arte en directo” se traduzca en una expresión contenida y atenta, porque esa es la actitud que veo en las personas que recorren hoy estas salas, deteniéndose ante los cuadros como si fueran ventanas a las que asomarse. O ventanas por las que hubieran salido ellos si fuesen las figuras de esos cuadros, como ese hombre delgado con bastón que aferrado a una bolsa de plástico lleva mucho rato ante una virgen con niño de van der Weyden en la sala de pintura alemana del siglo XV. La Virgen, que está dando el pecho al Niño sentada en una delicada hornacina, parece observarle a él, un extraño personaje con mascarilla. “No debería haber ninguna diferencia visual entre mirar un cuadro y mirar por la ventana que muestra lo mismo que esa pintura. Así, un retrato conseguido debe ser indiscernible del sujeto del retrato que nos observa a través de una ventana”, dijo el arquitecto y humanista Leon Battista Alberti siguiendo el precepto platónico, no sé si antes o después de culminar la fachada de Santa María Novella en Florencia. En aquel entonces, la realidad aún era incuestionable.
Hace ya mucho tiempo que el arte dejó de imitar al mundo aunque, contradiciendo su historia, yo dudo de que alguna vez lo hiciera. En aquella realidad, no podría ser tan puro el rojo de un manto como el que luce ese Joven como San Sebastián de Bronzino o la Mujer joven llamada La Bella de Palma el Viejo; es imposible que haya existido ese delicioso manantial junto al que descansa La ninfa de la fuente de Lucas Cranach, y seguro que el papel que sostiene la vieja criada en el óleo de François Clouet La carta amorosa nunca fue entregado. Es tan irreal la blanquísima piel de la joven en este cuadro de Clouet, que un niño que seguía a su madre saltando las baldosas se ha detenido boquiabierto a contemplarla. Sin embargo, casi se podrían tocar, de tan reales, las flores en los vasos chinos de Ambrosius Bosschaert y de Balthasar van der Ast, o tirar de la peladura del limón en los bodegones de Willem Kalf; y es tan penetrante y cercana la mirada azul de Sarah Buxton en el retrato de Thomas Gainsborough que ella me resulta familiar, como si se pareciese a alguien o ya nos conociésemos de antes. Hoy no hay nadie en la pieza donde están devolviendo su lozanía al Joven caballero en un paisaje de Carpaccio, y aún así algunos curiosos, distanciados entre sí, lo escudriñan todo como si al otro lado de la mampara un equipo fantasma de restauradoras estuviera trabajando ante ellos.
En torno a esta ambigüedad de la realidad en el arte, el museo organizó a finales del pasado año una exposición temporal que exploraba la relación entre fotografía y pintura en los impresionistas, cuando la nueva realidad que captaban las cámaras empezó a cambiar el modo de mirar el mundo. Así, es la luz desintegrada en las cosas lo que tiñe de realidad La calle Clignancourt de París un 14 de julio en los pinceles de Loiseau, o el árbol sobre esa colina rosada en Playa, efecto de tarde de Henri-Edmond Cross, o en la colorida multitud de La Ludwigskirche en Múnich según Kandinsky. Llevo tanto rato mirándolo que hasta creo distinguir sus caras inexistentes.
Sí, en estas paredes los cuadros son ventanas, y los visitantes que hoy tenemos la fortuna de volver a asomarnos a ellas –la señora del vestido rojo que fotografía con su teléfono, el chico de la camisa tropical, la pareja que empuja el carrito de su bebé, yo misma- podemos olvidarnos de esta realidad que vivimos para entrar en la de las dos mujeres de Henri Manguin mirando Las estampas, en la de la joven pensativa del Atardecer de Munch, o incluso sentarnos junto a la melancólica mujer de Hopper que lee en la habitación de un hotel rodeada de equipaje.
Cuando salgo del museo, las calles vacías están estallando de color bajo el sol de junio, como en un cuadro. Y yo camino como si fuera una figura en él, pensando en que la palpitación que sentimos al contemplar esa otra realidad, el “arte en directo” del que hablaba el director del museo, no es solamente un gozo estético; es la conmoción que nos provoca el poder contemplarnos a nosotros mismos.
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